V.
Más de cinco mil personas habitaban
la ciudad vertical de los Salvajes, en ella, ya habían pasado cientos de
generaciones que habían crecido y prosperado en paz, bajo sus propias leyes y
creencias, sobreviviendo de la cacería, la recolección y una agricultura
limitada pero aprovechada al máximo. Pero una ciudad que en un principio, había
nacido solo como un refugio, un sitio al que fueron arrastrados, obligados a
huir. El mundo estaba dividido en dos por el abismo, y aparte de aquellas
criaturas dotadas de la capacidad de volar, muy pocos seres podían dar cuenta
de lo que había más allá del gran agujero, entre estos los Salvajes. De los
primeros que llegaron a habitar las cuevas en los barrancos del abismo, solo
quedaban las historias pasadas de generación en generación, las ruinas de una
enorme ciudad de piedra y los recuerdos de una batalla en la que habían
resultado derrotados. Originalmente, los Salvajes habían construido una ciudad
hermosa y colosal totalmente de roca labrada, todo estaba pavimentado, las
escaleras eran de piedra, el agua circulaba limpia por los acueductos y las
estructuras se sostenían en maravillosos pilares hábilmente tallados. Los
hombres criaban animales, tenían fértiles tierras donde prosperaba la
agricultura y lujosos festines para celebrar y agradecer a los dioses, todo
esto gracias en parte a los Nobora, conocidos como los Hombres-Perro. Estos
eran seres de baja estatura, velludos y musculosos, prácticamente incansables,
su aspecto era como el de un perro humanizado tal como su inteligencia
limitada. Sumamente pendencieros, constantemente tenían disputas entre sí, a
menudo violentas y por las causas más variadas y absurdas, esto hacía difícil
su auto organización, pero facilitó en buena medida su esclavización, debido a
que un Nobora rara vez estaba de acuerdo en algo con otro, a menos que se
tratara de la comida o la bebida, por lo tanto era muy improbable que alguna
vez se revelaran, sin embargo, eso fue lo que sucedió. Un Hombre-Perro surgió
para unificar a todos los Nobora, lo llamaban Ganta, era extrañamente alto para
su raza y particularmente inteligente, por lo que consiguió el respeto y
admiración necesarios para ser escuchado y obedecido por un grupo de
incondicionales que rápidamente se fue multiplicando. Los innumerables clanes,
dispersos por todos lados atendieron su llamado, y un día se reunieron para
seguir a un solo hombre, algo que ni los más viejos recordaban haber visto
antes. La tierra era tan extensa y los Nobora tan disgregados, que el número
que se reunió fue totalmente inesperado, incluso para ellos mismos, nadie,
nunca, en ninguna parte, había visto tantos Nobora reunidos en un solo lugar y
ninguno de los presentes allí siquiera sospechaba que su raza fuera tan
abundante. Ese día, los Hombres-Perro comieron, bebieron alcohol e infusiones
mágicas y atendieron las palabras de su nuevo líder, Ganta, quien les dijo que
aquellos hombres que los esclavizaban no eran dioses, que las tierras que esos
hombres ocupaban, eran territorio de los Nobora, que cada uno de ellos había
nacido para vivir libre en esas tierras, que debían atacar todos juntos y
acabar con el enemigo, arrasar la ciudad que habían sido obligados a levantar y
recuperar su territorio y su libertad.
Así fue como los Salvajes perdieron
su ciudad y fueron empujados al abismo. Los Nobora atacaron de improviso y en
un número totalmente insospechado. Previamente alcoholizados y narcotizados,
llegaron como una oleada furiosa e incontrolable que corría en cuatro patas
como animales. Los Salvajes se defendieron, pero los Hombres-Perro luchaban
como enajenados incontrolables, totalmente inmunes al cansancio o al dolor, el
cual solo parecía volverlos más violentos. El fuego que iluminaba la ciudad de
los Salvajes, rápidamente se volvió en su contra, incendiándolo todo. Muchos de
los habitantes de la ciudad resistieron hasta el final, pero conscientes de que
ya estaban perdidos, solo para darles tiempo a un grupo que huía a refugiarse
en las cuevas del abismo, estos fueron los únicos sobrevivientes, pues los
Nobora los persiguieron, pero por muy furiosos y enloquecidos que estuvieran,
seguían temiéndole a algo por sobre todas las cosas, a la altura.
De los participantes en esa batalla,
ya no queda ninguno con vida, sin embargo, la tradición todavía sobrevive y
ambas razas continúan siendo enemigos ancestrales, los Salvajes aun cazan en
las tierras más allá del abismo, pero se cuidan de no adentrarse demasiado,
mientras los Hombres-Perro se mantienen alejados del abismo, viviendo en tribus
pequeñas que se disgregaron por todas partes. Los Salvajes poco recuerdan de
sus tiempos como amos, mientras muchos de los Nobora ya hace rato que han
olvidado que alguna vez, todos se unieron para seguir a un solo hombre a la
batalla.
Dágaro despertaba, tenía la vista
borrosa, la boca seca y le dolían las tripas. Estaba boca abajo sobre la tierra
y se sentía muy agotado. No recordaba dónde estaba ni qué le había pasado y ver
algunas siluetas a su alrededor de unos hombres pequeños lo confundían aun más.
Intentó moverse pero su cuerpo se sentía terriblemente pesado, sin embargo, el
solo intento hizo que los hombres pequeños se alejaran casi de un salto. Siguió
tirado en el suelo. Al cabo de un rato, recordó que había tomado el cuerpo de
un enano de rocas al que por azar le había llegado la piedra de reencarnación.
Recordó el combate con la Bestia, a la que él mismo había liberado manipulando
como títere a uno de los guardias apostado en el lugar, con la intención de
tomar ese cuerpo enorme y poderoso y también recordó que durante la pelea,
había logrado ser engullido por esa Bestia y que una vez dentro, él mismo se había
desprendido la piedra de reencarnación y la había adherido a las entrañas de la
Bestia. No podía verse a sí mismo, pero podía deducir que entonces había
logrado su objetivo y se encontraba en el cuerpo del enorme animal peludo, eso
explicaba el dolor de tripas y también el tamaño pequeño de los hombres a su
rededor. Se sintió tranquilo, complacido y decidió que debía descansar hasta
recuperar sus fuerzas, reuniría a sus guardias espectrales y derrocaría a su
hermano de una vez y para siempre. En ese momento apareció Rávaro frente a él, el
semi-demonio lo reconoció en seguida, traía en su mano algo como una esfera del
tamaño de una naranja, aunque Dágaro podía sospechar que no se trataba de una
naranja. Rávaro se le acercó, le sonrió, le habló y luego se volvió a poner a
prudente distancia para activar el “Quebranta espíritus” que le había
instalado. El dolor fue tan intenso en su cerebro y espina dorsal que la Bestia
se retorció en el suelo soltando un grito atronador, luego y súbitamente el
dolor desapareció por completo y Dágaro se encontró jadeante y tendido esta vez
boca arriba, asustado y con menos fuerzas que antes. Entonces Rávaro apareció
nuevamente ante sus ojos, nuevamente sonreía complacido, le mostró la esfera en
su mano y le dijo que desde ahora le obedecería en todo lo que le ordenara y
que de ninguna manera volvería a rebelarse ni a atacar a sus soldados.
León Faras.
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