miércoles, 21 de diciembre de 2016

La Prisionera y la Reina. Capítulo cuatro.

V.

Más de cinco mil personas habitaban la ciudad vertical de los Salvajes, en ella, ya habían pasado cientos de generaciones que habían crecido y prosperado en paz, bajo sus propias leyes y creencias, sobreviviendo de la cacería, la recolección y una agricultura limitada pero aprovechada al máximo. Pero una ciudad que en un principio, había nacido solo como un refugio, un sitio al que fueron arrastrados, obligados a huir. El mundo estaba dividido en dos por el abismo, y aparte de aquellas criaturas dotadas de la capacidad de volar, muy pocos seres podían dar cuenta de lo que había más allá del gran agujero, entre estos los Salvajes. De los primeros que llegaron a habitar las cuevas en los barrancos del abismo, solo quedaban las historias pasadas de generación en generación, las ruinas de una enorme ciudad de piedra y los recuerdos de una batalla en la que habían resultado derrotados. Originalmente, los Salvajes habían construido una ciudad hermosa y colosal totalmente de roca labrada, todo estaba pavimentado, las escaleras eran de piedra, el agua circulaba limpia por los acueductos y las estructuras se sostenían en maravillosos pilares hábilmente tallados. Los hombres criaban animales, tenían fértiles tierras donde prosperaba la agricultura y lujosos festines para celebrar y agradecer a los dioses, todo esto gracias en parte a los Nobora, conocidos como los Hombres-Perro. Estos eran seres de baja estatura, velludos y musculosos, prácticamente incansables, su aspecto era como el de un perro humanizado tal como su inteligencia limitada. Sumamente pendencieros, constantemente tenían disputas entre sí, a menudo violentas y por las causas más variadas y absurdas, esto hacía difícil su auto organización, pero facilitó en buena medida su esclavización, debido a que un Nobora rara vez estaba de acuerdo en algo con otro, a menos que se tratara de la comida o la bebida, por lo tanto era muy improbable que alguna vez se revelaran, sin embargo, eso fue lo que sucedió. Un Hombre-Perro surgió para unificar a todos los Nobora, lo llamaban Ganta, era extrañamente alto para su raza y particularmente inteligente, por lo que consiguió el respeto y admiración necesarios para ser escuchado y obedecido por un grupo de incondicionales que rápidamente se fue multiplicando. Los innumerables clanes, dispersos por todos lados atendieron su llamado, y un día se reunieron para seguir a un solo hombre, algo que ni los más viejos recordaban haber visto antes. La tierra era tan extensa y los Nobora tan disgregados, que el número que se reunió fue totalmente inesperado, incluso para ellos mismos, nadie, nunca, en ninguna parte, había visto tantos Nobora reunidos en un solo lugar y ninguno de los presentes allí siquiera sospechaba que su raza fuera tan abundante. Ese día, los Hombres-Perro comieron, bebieron alcohol e infusiones mágicas y atendieron las palabras de su nuevo líder, Ganta, quien les dijo que aquellos hombres que los esclavizaban no eran dioses, que las tierras que esos hombres ocupaban, eran territorio de los Nobora, que cada uno de ellos había nacido para vivir libre en esas tierras, que debían atacar todos juntos y acabar con el enemigo, arrasar la ciudad que habían sido obligados a levantar y recuperar su territorio y su libertad.

Así fue como los Salvajes perdieron su ciudad y fueron empujados al abismo. Los Nobora atacaron de improviso y en un número totalmente insospechado. Previamente alcoholizados y narcotizados, llegaron como una oleada furiosa e incontrolable que corría en cuatro patas como animales. Los Salvajes se defendieron, pero los Hombres-Perro luchaban como enajenados incontrolables, totalmente inmunes al cansancio o al dolor, el cual solo parecía volverlos más violentos. El fuego que iluminaba la ciudad de los Salvajes, rápidamente se volvió en su contra, incendiándolo todo. Muchos de los habitantes de la ciudad resistieron hasta el final, pero conscientes de que ya estaban perdidos, solo para darles tiempo a un grupo que huía a refugiarse en las cuevas del abismo, estos fueron los únicos sobrevivientes, pues los Nobora los persiguieron, pero por muy furiosos y enloquecidos que estuvieran, seguían temiéndole a algo por sobre todas las cosas, a la altura.

De los participantes en esa batalla, ya no queda ninguno con vida, sin embargo, la tradición todavía sobrevive y ambas razas continúan siendo enemigos ancestrales, los Salvajes aun cazan en las tierras más allá del abismo, pero se cuidan de no adentrarse demasiado, mientras los Hombres-Perro se mantienen alejados del abismo, viviendo en tribus pequeñas que se disgregaron por todas partes. Los Salvajes poco recuerdan de sus tiempos como amos, mientras muchos de los Nobora ya hace rato que han olvidado que alguna vez, todos se unieron para seguir a un solo hombre a la batalla.


Dágaro despertaba, tenía la vista borrosa, la boca seca y le dolían las tripas. Estaba boca abajo sobre la tierra y se sentía muy agotado. No recordaba dónde estaba ni qué le había pasado y ver algunas siluetas a su alrededor de unos hombres pequeños lo confundían aun más. Intentó moverse pero su cuerpo se sentía terriblemente pesado, sin embargo, el solo intento hizo que los hombres pequeños se alejaran casi de un salto. Siguió tirado en el suelo. Al cabo de un rato, recordó que había tomado el cuerpo de un enano de rocas al que por azar le había llegado la piedra de reencarnación. Recordó el combate con la Bestia, a la que él mismo había liberado manipulando como títere a uno de los guardias apostado en el lugar, con la intención de tomar ese cuerpo enorme y poderoso y también recordó que durante la pelea, había logrado ser engullido por esa Bestia y que una vez dentro, él mismo se había desprendido la piedra de reencarnación y la había adherido a las entrañas de la Bestia. No podía verse a sí mismo, pero podía deducir que entonces había logrado su objetivo y se encontraba en el cuerpo del enorme animal peludo, eso explicaba el dolor de tripas y también el tamaño pequeño de los hombres a su rededor. Se sintió tranquilo, complacido y decidió que debía descansar hasta recuperar sus fuerzas, reuniría a sus guardias espectrales y derrocaría a su hermano de una vez y para siempre. En ese momento apareció Rávaro frente a él, el semi-demonio lo reconoció en seguida, traía en su mano algo como una esfera del tamaño de una naranja, aunque Dágaro podía sospechar que no se trataba de una naranja. Rávaro se le acercó, le sonrió, le habló y luego se volvió a poner a prudente distancia para activar el “Quebranta espíritus” que le había instalado. El dolor fue tan intenso en su cerebro y espina dorsal que la Bestia se retorció en el suelo soltando un grito atronador, luego y súbitamente el dolor desapareció por completo y Dágaro se encontró jadeante y tendido esta vez boca arriba, asustado y con menos fuerzas que antes. Entonces Rávaro apareció nuevamente ante sus ojos, nuevamente sonreía complacido, le mostró la esfera en su mano y le dijo que desde ahora le obedecería en todo lo que le ordenara y que de ninguna manera volvería a rebelarse ni a atacar a sus soldados.

León Faras.

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