domingo, 14 de mayo de 2017

La Prisionera y la Reina. Capítulo cuatro.

VII.

Ya era de noche cuando Gálbatar llegó al Valle de las Mellizas, un páramo enorme y pedregoso donde a fuerza, lo único que destacaba, eran las dos rocas enormes que le daban el nombre al lugar. Junto a estas se detuvo el Escorpión, la primera en bajar fue Gíbrida estirando las piernas y haciendo múltiples contorsiones para soltar los agarrotados músculos de su espalda, agobiada por las muchas horas de forzado reposo. Bolo bajó tras ella, murmurando cosas en un lenguaje ininteligible con algo de su tradicional disgusto, preocupado de encender una fogata, comer y descansar, se alejó en busca de leña, una leña que parecía tener cientos de años tirada secándose al sol, en un lugar en el que no podía verse un solo árbol con vida en kilómetros a la redonda. Gálbatar, por su parte, descubrió la preciosidad infinita y majestuosa del cielo nocturno en aquel lugar llano y cogió su telescopio, fabricado por él mismo, para dedicarle algo de tiempo a su afición por investigar las estrellas y tomar apuntes de lo que encontraba. Pero uno para quien ese lugar se asemejaba al mismísimo paraíso, era el Enano de Rocas, este descendió del Escorpión y comenzó a vagar por ahí con la calma de quien visita una exposición de arte, habían rocas por todos lados, de diferentes formas y tamaños, ideales para su propósito de reproducción. Con un embeleso y esmero que le eran imposible de exteriorizar, comenzó a escoger las que le parecían más hermosas o útiles y ha apilarlas en un lugar no muy alejado haciendo una pequeña ruma con ellas, su trabajo era tan meticuloso, que llamó la atención de los demás, Gíbrida y Bolo lo miraban como a un chiflado que de pronto hace cosas cuyo sentido es imposible de descifrar, algo así como “cosas de Enano de Rocas” pero Gálbatar, que lo observaba fascinado, se daba cuenta de que estaba ante un suceso rarísimo, que confirmó una vez que el enano se quitó su ojo y lo depositó ceremoniosamente en el nido de rocas que había formado. El alquimista le informó a su aprendiz que el enano en realidad, se estaba reproduciendo, que estaba propiciando el nacimiento de un nuevo Enano de Rocas, cosa que alarmó a la muchacha, quien pensó que en poco tiempo se iba a llenar el Escorpión con esas criaturas, pero Galbatar la miró con el desencanto del tutor que ve que su alumno no ha aprendido nada. Aquel era un lento y largo proceso mágico que podía tomar muchas décadas en el mejor de los casos. Luego de terminar su trabajo, el enano literalmente se derrumbó junto a su nido formando un cúmulo de piedras similar, mientras los tripulantes del Escorpión retomaban sus tareas. Así se dispusieron a pasar la noche, junto a un buen fuego, amparados por la imponencia del Escorpión y con el universo infinito del desierto sobre ellos. Abrieron una botella de licor y luego otra, de las cuales Bolo dio cuenta de buena gana casi él solo. Exactamente esa era la idea de Gálbatar, pues allí se reunirían con Licandro y la barcaza aerostática, cosa de la que el esclavo, no se enteraría hasta que fuera demasiado tarde. En otra zona cercana a la jungla que rodeaba la ciudad Antigua, otro viajero solitario se disponía a pasar la noche, el Místico, pues adentrarse allí en la oscuridad era una osadía que se pagaba con la vida, incluso para alguien como él.

Driana e Idalia llegaron al socavón con la niebla pisándoles los talones. No era que aquella oscuridad densa y anormal pudiera matar a alguien nomás tocarlo, su toxicidad era letal pero lenta, como un envenenamiento paulatino, el problema era que una vez que te envolvía, te privaba de los sentidos, te desorientaba, te dejaba sin salidas y poco a poco te arrebataba la vida, como un hombre en medio del océano que inexorablemente se cansa de luchar. Cuando la niebla se retiraba, el cuerpo aparecía lívido, como si la oscuridad aparte de arrebatar la vida, pudiera también arrebatar el color a sus víctimas. El gran socavón era un agujero cavado por el río bajo la ciudad, un oasis increíble rodeado de paredes de tierra y rocas por donde caían cascadas que alimentaban una laguna pequeña y un río que desaparecía bajo tierra. El suelo estaba cubierto de hierba, arbustos e incluso árboles pero esta era una vegetación verdadera, natural, muy diferente a la que se encontraba en la selva que rodeaba la ciudad, además de una bruma blanca y húmeda, sana, que hacía de delicado velo que se abría gradualmente, todo aquello había crecido y sobrevivido allí, gracias a la luz de día que inundaba todo el lugar, una luz que provenía del Corazón de Antigua, un cristal que sobresalía desde el piso de la ciudad sobre sus cabezas, al ser removida toda la tierra bajo él y quedar expuesto y que aparte de mantener protegido de la oscuridad ese lugar y con vida, había sido fuente de magia y sabiduría durante siglos. Ambas mujeres, luego de recuperarse de la carrera se adentraron en el oasis, Idalia aun no comprendía bien qué sucedía, de una ciudad espectacular, había pasado casi sin darse cuenta a un escenario de una belleza natural de fantasía, iluminado por un pequeño sol artificial que parecía poder tocarse con la mano. Casi al mismo tiempo que un muchacho muy joven corría a abrazar a Driana, feliz de que regresara sana y salva, Idalia se encontró frente a frente con un pollo gigante, un ave enorme, con esos ojos severos y agresivos de las gallinas y esa expresión de deprecio en el pico que parece odiarte solo por el hecho de existir, sin embargo, el pollo tenía bozal y riendas, además de una montura en el lomo y una bonita pechera de metal labrado, tras él, apareció un caballero, un soldado con armadura y espada y un yelmo con plumas en la mollera, usaba una barba larga y negra que le daba cierta solemnidad. Tenía el pomposo nombre de Lázar de Agazar y se le quedó mirando a Idalia largo rato con incredulidad, como si buscara en el rostro de la mujer las facciones de otra persona, tanto que logró ponerla nerviosa, cuando por fin el soldado despejó todas sus dudas, se quitó el yelmo, hincó una rodilla en el piso y le suplicó que le perdonara por haber dudado de ella. Un tercer individuo apareció en ese momento, estaba sentado sobre una roca observando la situación desde un extremo, se acercó a Idalia para observarla también luego de la reacción del soldado. Era un mago, tenía la cabeza rapada, un rostro largo y afilado y sus ojos eran poco amigables, su nombre era Madra y solo un vistazo le bastó para darse cuenta de que el caballero no se confundía. Las dos mujeres se miraron esperando que la otra tuviera alguna respuesta.


En el socavón, todos eran extranjeros pero a diferencia de Idalia, venían de ese lado del foso y todos habían llegado allí por diferentes motivos: Madra, el mago, en busca de magia y sabiduría; Driana, la ladrona y su hermano pequeño Cían, buscando cosas de valor para tener una mejor vida y Lázar, el caballero, este era un caso especial. Se trataba de un comandante que como todo caballero juramentado, vivía para servir a su reina, pero que en su caso, se había enamorado de ella y ella de él. El honor y el deber de uno y las obligaciones e imposiciones de la otra, les había impedido estar juntos más allá de las formalidades de sus respectivos cargos. Un día su reina lo llama para darle una extraña y misteriosa orden, le pide que se vaya solo y que la busque en la ciudad Antigua, un sitio muy peligroso donde ir, pero que solo así estarían juntos, Lázar obedece sin entender pero sin cuestionar. Antes de partir, el caballero se entera de que su reina ha muerto, profundamente consternado, comprende que la orden que le ha dado implicaba la muerte de ambos y que solo así se cumplirían sus anhelos, sin embargo, el caballero sobrevive y llega hasta el socavón, donde se encuentra con Madra, este, luego de escuchar su historia, le suelta una parrafada sobre asuntos místicos y trascendentales en los que el caballero no cree ni le interesan, pero que le dan un vano consuelo, suficiente para mantenerse con vida, es entonces cuando se presenta Idalia, una mujer idéntica a su reina más allá incluso de la apariencia física: Su nombre, su voz, sus lunares, su sonrisa. La mujer, tras enterarse de lo que sucede, le explica que está confundido, que ella no es reina y que jamás ha deseado serlo, el caballero sonríe y le responde que incluso en eso coincidía, pues su reina, tampoco había querido nunca el cargo que le habían dado.


León Faras. 

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