VII.
Ya era de noche cuando Gálbatar llegó
al Valle de las Mellizas, un páramo enorme y pedregoso donde a fuerza, lo único
que destacaba, eran las dos rocas enormes que le daban el nombre al lugar.
Junto a estas se detuvo el Escorpión, la primera en bajar fue Gíbrida estirando
las piernas y haciendo múltiples contorsiones para soltar los agarrotados
músculos de su espalda, agobiada por las muchas horas de forzado reposo. Bolo
bajó tras ella, murmurando cosas en un lenguaje ininteligible con algo de su
tradicional disgusto, preocupado de encender una fogata, comer y descansar, se
alejó en busca de leña, una leña que parecía tener cientos de años tirada
secándose al sol, en un lugar en el que no podía verse un solo árbol con vida
en kilómetros a la redonda. Gálbatar, por su parte, descubrió la preciosidad
infinita y majestuosa del cielo nocturno en aquel lugar llano y cogió su
telescopio, fabricado por él mismo, para dedicarle algo de tiempo a su afición
por investigar las estrellas y tomar apuntes de lo que encontraba. Pero uno para
quien ese lugar se asemejaba al mismísimo paraíso, era el Enano de Rocas, este
descendió del Escorpión y comenzó a vagar por ahí con la calma de quien visita
una exposición de arte, habían rocas por todos lados, de diferentes formas y
tamaños, ideales para su propósito de reproducción. Con un embeleso y esmero
que le eran imposible de exteriorizar, comenzó a escoger las que le parecían
más hermosas o útiles y ha apilarlas en un lugar no muy alejado haciendo una
pequeña ruma con ellas, su trabajo era tan meticuloso, que llamó la atención de
los demás, Gíbrida y Bolo lo miraban como a un chiflado que de pronto hace
cosas cuyo sentido es imposible de descifrar, algo así como “cosas de Enano de
Rocas” pero Gálbatar, que lo observaba fascinado, se daba cuenta de que estaba
ante un suceso rarísimo, que confirmó una vez que el enano se quitó su ojo y lo
depositó ceremoniosamente en el nido de rocas que había formado. El alquimista
le informó a su aprendiz que el enano en realidad, se estaba reproduciendo, que
estaba propiciando el nacimiento de un nuevo Enano de Rocas, cosa que alarmó a
la muchacha, quien pensó que en poco tiempo se iba a llenar el Escorpión con
esas criaturas, pero Galbatar la miró con el desencanto del tutor que ve que su
alumno no ha aprendido nada. Aquel era un lento y largo proceso mágico que podía
tomar muchas décadas en el mejor de los casos. Luego de terminar su trabajo, el
enano literalmente se derrumbó junto a su nido formando un cúmulo de piedras
similar, mientras los tripulantes del Escorpión retomaban sus tareas. Así se
dispusieron a pasar la noche, junto a un buen fuego, amparados por la
imponencia del Escorpión y con el universo infinito del desierto sobre ellos.
Abrieron una botella de licor y luego otra, de las cuales Bolo dio cuenta de
buena gana casi él solo. Exactamente esa era la idea de Gálbatar, pues allí se
reunirían con Licandro y la barcaza aerostática, cosa de la que el esclavo, no
se enteraría hasta que fuera demasiado tarde. En otra zona cercana a la jungla
que rodeaba la ciudad Antigua, otro viajero solitario se disponía a pasar la
noche, el Místico, pues adentrarse allí en la oscuridad era una osadía que se
pagaba con la vida, incluso para alguien como él.
Driana e Idalia llegaron al socavón
con la niebla pisándoles los talones. No era que aquella oscuridad densa y
anormal pudiera matar a alguien nomás tocarlo, su toxicidad era letal pero
lenta, como un envenenamiento paulatino, el problema era que una vez que te
envolvía, te privaba de los sentidos, te desorientaba, te dejaba sin salidas y
poco a poco te arrebataba la vida, como un hombre en medio del océano que
inexorablemente se cansa de luchar. Cuando la niebla se retiraba, el cuerpo
aparecía lívido, como si la oscuridad aparte de arrebatar la vida, pudiera
también arrebatar el color a sus víctimas. El gran socavón era un agujero
cavado por el río bajo la ciudad, un oasis increíble rodeado de paredes de
tierra y rocas por donde caían cascadas que alimentaban una laguna pequeña y un
río que desaparecía bajo tierra. El suelo estaba cubierto de hierba, arbustos e
incluso árboles pero esta era una vegetación verdadera, natural, muy diferente
a la que se encontraba en la selva que rodeaba la ciudad, además de una bruma
blanca y húmeda, sana, que hacía de delicado velo que se abría gradualmente, todo
aquello había crecido y sobrevivido allí, gracias a la luz de día que inundaba
todo el lugar, una luz que provenía del Corazón de Antigua, un cristal que sobresalía
desde el piso de la ciudad sobre sus cabezas, al ser removida toda la tierra
bajo él y quedar expuesto y que aparte de mantener protegido de la oscuridad
ese lugar y con vida, había sido fuente de magia y sabiduría durante siglos. Ambas
mujeres, luego de recuperarse de la carrera se adentraron en el oasis, Idalia
aun no comprendía bien qué sucedía, de una ciudad espectacular, había pasado
casi sin darse cuenta a un escenario de una belleza natural de fantasía,
iluminado por un pequeño sol artificial que parecía poder tocarse con la mano.
Casi al mismo tiempo que un muchacho muy joven corría a abrazar a Driana, feliz
de que regresara sana y salva, Idalia se encontró frente a frente con un pollo
gigante, un ave enorme, con esos ojos severos y agresivos de las gallinas y esa
expresión de deprecio en el pico que parece odiarte solo por el hecho de
existir, sin embargo, el pollo tenía bozal y riendas, además de una montura en
el lomo y una bonita pechera de metal labrado, tras él, apareció un caballero,
un soldado con armadura y espada y un yelmo con plumas en la mollera, usaba una
barba larga y negra que le daba cierta solemnidad. Tenía el pomposo nombre de
Lázar de Agazar y se le quedó mirando a Idalia largo rato con incredulidad,
como si buscara en el rostro de la mujer las facciones de otra persona, tanto
que logró ponerla nerviosa, cuando por fin el soldado despejó todas sus dudas,
se quitó el yelmo, hincó una rodilla en el piso y le suplicó que le perdonara
por haber dudado de ella. Un tercer individuo apareció en ese momento, estaba
sentado sobre una roca observando la situación desde un extremo, se acercó a
Idalia para observarla también luego de la reacción del soldado. Era un mago, tenía
la cabeza rapada, un rostro largo y afilado y sus ojos eran poco amigables, su
nombre era Madra y solo un vistazo le bastó para darse cuenta de que el
caballero no se confundía. Las dos mujeres se miraron esperando que la otra
tuviera alguna respuesta.
En el socavón, todos eran
extranjeros pero a diferencia de Idalia, venían de ese lado del foso y todos
habían llegado allí por diferentes motivos: Madra, el mago, en busca de magia y
sabiduría; Driana, la ladrona y su hermano pequeño Cían, buscando cosas de valor
para tener una mejor vida y Lázar, el caballero, este era un caso especial. Se
trataba de un comandante que como todo caballero juramentado, vivía para servir
a su reina, pero que en su caso, se había enamorado de ella y ella de él. El
honor y el deber de uno y las obligaciones e imposiciones de la otra, les había
impedido estar juntos más allá de las formalidades de sus respectivos cargos.
Un día su reina lo llama para darle una extraña y misteriosa orden, le pide que
se vaya solo y que la busque en la ciudad Antigua, un sitio muy peligroso donde
ir, pero que solo así estarían juntos, Lázar obedece sin entender pero sin
cuestionar. Antes de partir, el caballero se entera de que su reina ha muerto, profundamente
consternado, comprende que la orden que le ha dado implicaba la muerte de ambos
y que solo así se cumplirían sus anhelos, sin embargo, el caballero sobrevive y
llega hasta el socavón, donde se encuentra con Madra, este, luego de escuchar
su historia, le suelta una parrafada sobre asuntos místicos y trascendentales
en los que el caballero no cree ni le interesan, pero que le dan un vano
consuelo, suficiente para mantenerse con vida, es entonces cuando se presenta
Idalia, una mujer idéntica a su reina más allá incluso de la apariencia física:
Su nombre, su voz, sus lunares, su sonrisa. La mujer, tras enterarse de lo que
sucede, le explica que está confundido, que ella no es reina y que jamás ha
deseado serlo, el caballero sonríe y le responde que incluso en eso coincidía,
pues su reina, tampoco había querido nunca el cargo que le habían dado.
León Faras.
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