domingo, 28 de mayo de 2017

Autopsia. Segunda parte.

VII.

El viaje de regreso fue eterno, para Rupano era imposible apurar el coche sin sacudir a sus pasajeros con los interminables baches del camino. El doctor Cifuentes presionaba la herida del padre Benigno con un nuevo manojo de vendas que a su vez se empapaba de sangre rápidamente, mientras el cura se veía débil y algo desorientado, en buena parte por la pérdida de sangre, pero más que todo por la perturbadora experiencia, solo él sabía lo que había experimentado al momento de enfrentarse a Úrsula y su bebé y eso había sido algo más que sólo dolor físico. Había sentido una mano invisible que le rasgaba la herida, pero también una sensación de profunda indefensión, como si por un momento hubiera quedado completamente a merced de algo malvado que lo desprecia, había sentido miedo, un miedo ya olvidado hace años, pero tan intenso que ni siquiera pensó en recurrir a su fe, un miedo que lo arrancó de su posición y lo alejó repentinamente de la cercanía que creía tener con Dios, pero por sobre todo había sentido la presencia de algo o de alguien más, que no podía identificar ni describir, pero que se había interpuesto entre él y Úrsula con una autoridad aplastante.

Una vez en la casa del doctor, recostaron al sacerdote en la camilla, Abel se fue en busca de ropa limpia para el cura mientras el médico cortaba las vendas con una tijera. Al lavar la zona, la herida apareció abierta y levemente desgarrada en sus extremos, había crecido por lo menos medio centímetro desde la última vez, que había sido ese mismo día, lo cual no tenía ninguna lógica. Ahora debería coserla, algo que no hubiese sido necesario si el padre hubiese guardado en un principio el debido reposo, pero esa ya era agua pasada. Por su parte, Guillermina ya se había enterado del alboroto en la iglesia, producto de la herida del cura, y se había dedicado toda la mañana a esclarecer lo sucedido y de paso, tratar de ignorantes y supersticiosas a todas sus respetables amigas que aseguraban que el padrecito, era un hombre santo que había recibido los estigmas de Cristo en plena ceremonia eclesiástica, y a preparar su largo discurso sobre las innumerables advertencias que ella le hizo al sacerdote al respecto, las muchas veces que le insistió que reposara y que no anduviera por ahí haciendo misas ni cosas por el estilo y sobre su ciega obstinación por no tomar en cuenta todos sus consejos que no son más que por su propio bien, discurso que le soltó completo y a modo de ensayo, al pobre de Abel Rupano que llegó allí para pedirle la ropa limpia que necesitaba el sacerdote y de paso contarle las nuevas de que la herida del cura, nuevamente le había sangrado y que por segunda vez en un mismo día, el doctor lo estaba atendiendo en su casa. La mujer, por supuesto, no le permitió irse solo y partió tras él.

Sin estar completamente convencida, y más que nada llevada por el inextinguible entusiasmo de Clarita, Elena siguió a la niña hacia la casa de Tata y su mujer, Lina, una pareja de ancianos que parecían disfrutar mucho de la compañía de Clarita y de Gracia, su hermana imaginaria. En un principio, Elena estaba renuente, porque pensaba que irían a un pueblo donde habría gente que al verla se preguntaría quién era y qué hacía por allí o porque imaginaba que la visita de una extraña no sería bien recibida por los abuelos, sin embargo, sus inquietudes se fueron disipando por el camino, pues este no solo se mostraba cada vez más solitario y tranquilo, sino que también de una belleza natural digna de contemplar. El sendero bordeaba lomas suaves y ovaladas cubiertas de hierbas y salpicadas de finas flores silvestres, por las que se podía rodar sin interrupciones desde arriba hasta abajo, los árboles se veían orgullosos y robustos, algunos imponentes, como señores gobernantes de aquellas tierras. Los manchones de rocas por aquí y por allá, formaban fantásticas esculturas, lo mismo que las nubes, que en ese momento aparecían pintadas tras los cerros como por un talentoso acuarelista. Los poblados y la gente, se veían lejanos y ajenos, como un simple detalle parte del paisaje, sin protagonismo alguno, lo que era tranquilizador para Elena.

El inocuo olor del estiércol de cabras y conejos se paseaba con la brisa sin ofender a nadie, sino más bien estableciendo territorialidad, al fondo apareció una casa aislada que parecía achatada por su propio peso, rodeada de una cerca de madera tosca pero amable y escoltada por tres árboles gigantes. Un respetable número de cabras estaban repartidas por los alrededores, vigiladas por un par de perros cabreros que fueron los primeros en avisar que alguien se acercaba y salir a reconocer quiénes. Uno de ellos era viejo, serio, de poca paciencia; tenía un mostacho largo y duro y cejas pobladas, se llamaba Bruno. Su compañero era joven e irritante, parecía que estarse quieto le provocaba una terrible comezón; era de patas más cortas, orejas puntiagudas y ojos despiertos, su nombre era Satanás. El primero mantuvo la distancia, con una parada erguida y una expresión grave, pero el segundo inmediatamente armó una fiesta junto con Nube, como si hubiesen pasado años sin verse, desentendiéndose del resto del mundo para solo perseguirse, mordisquearse las patas y luego volver a perseguirse. Tata estaba allí, sonreía con su sonrisa de cartón, mientras atizaba un fuego con el que estaba haciendo hervir una olla grande y tiznada con agua. Le había dicho a la niña que le tendría agua caliente y así lo había hecho. Lina estaba sentada en la entrada de la casa, junto a la ventana, con la cara casi empotrada en un trozo de tela que luego alejaba para tirar de una aguja. El interior daba la sensación de que se venía encima, al ser más bajo de lo que se esperaba, aunque estaba sostenido por gruesas vigas milenarias, cuadradas a golpes de hacha. El contraste dentro era muy marcado, la luz entraba con fuerza y encajonada por las ventanas, dejando los rincones a oscuras. Era un sitio acogedor, con pocos muebles de madera sin rastros de pintura, pero con manteles bordados por todas partes. La vieja dejó su trabajo a un lado y se puso de pie, hace tiempo que había perdido buena parte de su vista, pero adivinaba sin problemas quien llegaba, caminó balanceándose de un lado a otro para abrazar a Clarita con el afecto natural de las abuelas y luego a Elena, quien, a pesar de que no sabía bien cómo explicar su presencia ahí, fue recibida por la vieja como un familiar que hace años no ve, “No te aflijas niña, que para un viejo, las visitas son igual que para los niños, las travesuras… ¿Cuándo un niño le va a decir que no a una buena travesura?” Aun era un misterio para Elena el asunto del agua caliente, pero no era nada difícil de entender. Cuándo los viejos conocieron a Clarita, ella se negaba tajantemente a bañarse, pero con el tiempo se enteraron de que lo que realmente la niña odiaba era el agua fría, fuera invierno o verano, la niña no quería saber nada con sumergirse en agua fría, aquello le provocaba un rechazo insoportable. Los abuelos nunca le preguntaron el porqué, tal vez era más sencillo de suponer que de averiguar, en vez de eso, le mostraron a la niña que dentro de un pequeño cuarto de madera negra de humedad, tenían una cuba cortada a la mitad que podían llenar de agua caliente para ella cuando quisiera. La primera vez, Clarita estuvo más de dos horas metida en su tina. Ese era el primer baño de agua caliente de su vida. Elena estaba mucho más acostumbrada, pero ya había pasado un buen tiempo desde la última vez, los baños en el convento habían sido muy diferentes, por lo que no rechazó la invitación de Clarita de meterse al agua juntas. Lina les dejó una barra de jabón hecho con grasa de cabra, aceite de oliva y romero y se fue a registrar sus muebles, segura de que tenía algo limpio para que se vistieran luego, mientras Tata se retiró a continuar su faena atrasada con los quesos que producía. Era extraño como de una forma repentina pero al mismo tiempo natural, las dos muchachas formaban un vínculo fraternal irreprimible tras acciones tan poderosas como comer juntas, dormir juntas y ahora bañarse juntas también, Gracia lo expresó muy bien: “…Las familias, no siempre nacen en un mismo sitio…”

Lucila ya había logrado quitar las manchas de sangre de su piso y se sentaba a la mesa con un té con limón junto a su marido, que calentaba un vaso de vino en la mano, pensativo y preocupado. Ninguno de los dos entendía qué había sucedido, ambos sabían de la herida que había sufrido el cura, Guillermina ya había informado a Ismael con todos los detalles de los que ella disponía, pero todo lo que acababa de suceder era como si hubiesen acuchillado de nuevo al padre Benigno delante de sus narices. No sabían qué pensar ni a quién culpar. Ismael en ese momento se pasó la mano por la frente y se miró con asombro los dedos empapados, a su mujer también se le formaban gotas de sudor rápidamente, estaba haciendo un calor repentino en una casa que por lo general era bastante fresca. Mucho calor. Lucila se puso de pie alarmada para abrir la ventana más próxima, estaban dentro de un horno que se calentaba cada vez más rápido, como si el sol les estuviera cayendo encima, o tal vez las puertas del infierno se estuvieran abriendo bajo sus pies. Revisaron la casa, la mujer por fuera, el hombre por dentro, ambos jadeaban, el oxígeno estaba siendo devorado, en ese momento Ismael vio el humo que salía por debajo de la puerta desde la habitación de Úrsula, era un humo negro que se atascaba en la garganta y apuñalaba los ojos. El hombre cogió la perilla de la puerta pero la soltó de inmediato con un insulto, le había quemado la mano, Lucila no tardó en llegar, entre los dos comenzaron a golpear la puerta con desesperación, a gritar a su hija y a intentar girar la manilla con la ayuda de un trapo. El calor es sofocante y el aire irrespirable. Ismael golpea brutalmente la puerta con su hombro y todo el peso de su enorme masa corporal para abrirla, una vez y luego otra, pero un golpe más violento aun le responde desde dentro, luego se oyen todos los muebles de la habitación de Úrsula caer lanzados al piso al mismo tiempo y después el silencio más desconcertante.


El humo se disipa, la temperatura se normaliza, Ismael trata de abrir la puerta con cierto recelo, pero solo entonces se da cuenta de que ha sido reventada hacia afuera. Luego de varios empellones logra pasarla hacia adentro, pero un bulto tirado en el suelo le impide abrirla, ese bulto es Úrsula. Cuando su hijo llega, no entiende nada, sus padres están agotados y sudados y su hermana tirada en el suelo de la sala, desmayada. El muchacho estaba a pocos metros, pero ni él ni nadie vio humo ni llamas, nadie vio fuego ni quedaron rastros de incendio alguno en ninguna parte, solo los muebles esparramados en el piso del dormitorio de Úrsula con las patas extrañamente quebradas, la puerta del cuarto inutilizada por los golpes y ni rastros del bebé.


León Faras. 

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