VII.
El
viaje de regreso fue eterno, para Rupano era imposible apurar el coche sin
sacudir a sus pasajeros con los interminables baches del camino. El doctor
Cifuentes presionaba la herida del padre Benigno con un nuevo manojo de vendas
que a su vez se empapaba de sangre rápidamente, mientras el cura se veía débil
y algo desorientado, en buena parte por la pérdida de sangre, pero más que todo
por la perturbadora experiencia, solo él sabía lo que había experimentado al
momento de enfrentarse a Úrsula y su bebé y eso había sido algo más que sólo
dolor físico. Había sentido una mano invisible que le rasgaba la herida, pero
también una sensación de profunda indefensión, como si por un momento hubiera
quedado completamente a merced de algo malvado que lo desprecia, había sentido
miedo, un miedo ya olvidado hace años, pero tan intenso que ni siquiera pensó
en recurrir a su fe, un miedo que lo arrancó de su posición y lo alejó
repentinamente de la cercanía que creía tener con Dios, pero por sobre todo
había sentido la presencia de algo o de alguien más, que no podía identificar
ni describir, pero que se había interpuesto entre él y Úrsula con una autoridad
aplastante.
Una
vez en la casa del doctor, recostaron al sacerdote en la camilla, Abel se fue
en busca de ropa limpia para el cura mientras el médico cortaba las vendas con
una tijera. Al lavar la zona, la herida apareció abierta y levemente desgarrada
en sus extremos, había crecido por lo menos medio centímetro desde la última
vez, que había sido ese mismo día, lo cual no tenía ninguna lógica. Ahora
debería coserla, algo que no hubiese sido necesario si el padre hubiese
guardado en un principio el debido reposo, pero esa ya era agua pasada. Por su
parte, Guillermina ya se había enterado del alboroto en la iglesia, producto de
la herida del cura, y se había dedicado toda la mañana a esclarecer lo sucedido
y de paso, tratar de ignorantes y supersticiosas a todas sus respetables amigas
que aseguraban que el padrecito, era un hombre santo que había recibido los
estigmas de Cristo en plena ceremonia eclesiástica, y a preparar su largo
discurso sobre las innumerables advertencias que ella le hizo al sacerdote al
respecto, las muchas veces que le insistió que reposara y que no anduviera por
ahí haciendo misas ni cosas por el estilo y sobre su ciega obstinación por no
tomar en cuenta todos sus consejos que no son más que por su propio bien,
discurso que le soltó completo y a modo de ensayo, al pobre de Abel Rupano que
llegó allí para pedirle la ropa limpia que necesitaba el sacerdote y de paso
contarle las nuevas de que la herida del cura, nuevamente le había sangrado y
que por segunda vez en un mismo día, el doctor lo estaba atendiendo en su casa.
La mujer, por supuesto, no le permitió irse solo y partió tras él.
Sin
estar completamente convencida, y más que nada llevada por el inextinguible
entusiasmo de Clarita, Elena siguió a la niña hacia la casa de Tata y su mujer,
Lina, una pareja de ancianos que parecían disfrutar mucho de la compañía de
Clarita y de Gracia, su hermana imaginaria. En un principio, Elena estaba
renuente, porque pensaba que irían a un pueblo donde habría gente que al verla
se preguntaría quién era y qué hacía por allí o porque imaginaba que la visita
de una extraña no sería bien recibida por los abuelos, sin embargo, sus inquietudes
se fueron disipando por el camino, pues este no solo se mostraba cada vez más
solitario y tranquilo, sino que también de una belleza natural digna de
contemplar. El sendero bordeaba lomas suaves y ovaladas cubiertas de hierbas y salpicadas
de finas flores silvestres, por las que se podía rodar sin interrupciones desde
arriba hasta abajo, los árboles se veían orgullosos y robustos, algunos
imponentes, como señores gobernantes de aquellas tierras. Los manchones de
rocas por aquí y por allá, formaban fantásticas esculturas, lo mismo que las
nubes, que en ese momento aparecían pintadas tras los cerros como por un talentoso
acuarelista. Los poblados y la gente, se veían lejanos y ajenos, como un simple
detalle parte del paisaje, sin protagonismo alguno, lo que era tranquilizador
para Elena.
El
inocuo olor del estiércol de cabras y conejos se paseaba con la brisa sin
ofender a nadie, sino más bien estableciendo territorialidad, al fondo apareció
una casa aislada que parecía achatada por su propio peso, rodeada de una cerca
de madera tosca pero amable y escoltada por tres árboles gigantes. Un
respetable número de cabras estaban repartidas por los alrededores, vigiladas
por un par de perros cabreros que fueron los primeros en avisar que alguien se
acercaba y salir a reconocer quiénes. Uno de ellos era viejo, serio, de poca
paciencia; tenía un mostacho largo y duro y cejas pobladas, se llamaba Bruno.
Su compañero era joven e irritante, parecía que estarse quieto le provocaba una
terrible comezón; era de patas más cortas, orejas puntiagudas y ojos
despiertos, su nombre era Satanás. El primero mantuvo la distancia, con una
parada erguida y una expresión grave, pero el segundo inmediatamente armó una
fiesta junto con Nube, como si hubiesen pasado años sin verse, desentendiéndose
del resto del mundo para solo perseguirse, mordisquearse las patas y luego
volver a perseguirse. Tata estaba allí, sonreía con su sonrisa de cartón, mientras
atizaba un fuego con el que estaba haciendo hervir una olla grande y tiznada con
agua. Le había dicho a la niña que le tendría agua caliente y así lo había
hecho. Lina estaba sentada en la entrada de la casa, junto a la ventana, con la
cara casi empotrada en un trozo de tela que luego alejaba para tirar de una
aguja. El interior daba la sensación de que se venía encima, al ser más bajo de
lo que se esperaba, aunque estaba sostenido por gruesas vigas milenarias,
cuadradas a golpes de hacha. El contraste dentro era muy marcado, la luz
entraba con fuerza y encajonada por las ventanas, dejando los rincones a
oscuras. Era un sitio acogedor, con pocos muebles de madera sin rastros de
pintura, pero con manteles bordados por todas partes. La vieja dejó su trabajo
a un lado y se puso de pie, hace tiempo que había perdido buena parte de su
vista, pero adivinaba sin problemas quien llegaba, caminó balanceándose de un
lado a otro para abrazar a Clarita con el afecto natural de las abuelas y luego
a Elena, quien, a pesar de que no sabía bien cómo explicar su presencia ahí, fue
recibida por la vieja como un familiar que hace años no ve, “No te aflijas
niña, que para un viejo, las visitas son igual que para los niños, las
travesuras… ¿Cuándo un niño le va a decir que no a una buena travesura?” Aun
era un misterio para Elena el asunto del agua caliente, pero no era nada
difícil de entender. Cuándo los viejos conocieron a Clarita, ella se negaba
tajantemente a bañarse, pero con el tiempo se enteraron de que lo que realmente
la niña odiaba era el agua fría, fuera invierno o verano, la niña no quería
saber nada con sumergirse en agua fría, aquello le provocaba un rechazo insoportable.
Los abuelos nunca le preguntaron el porqué, tal vez era más sencillo de suponer
que de averiguar, en vez de eso, le mostraron a la niña que dentro de un
pequeño cuarto de madera negra de humedad, tenían una cuba cortada a la mitad que
podían llenar de agua caliente para ella cuando quisiera. La primera vez,
Clarita estuvo más de dos horas metida en su tina. Ese era el primer baño de
agua caliente de su vida. Elena estaba mucho más acostumbrada, pero ya había
pasado un buen tiempo desde la última vez, los baños en el convento habían sido
muy diferentes, por lo que no rechazó la invitación de Clarita de meterse al
agua juntas. Lina les dejó una barra de jabón hecho con grasa de cabra, aceite
de oliva y romero y se fue a registrar sus muebles, segura de que tenía algo limpio para
que se vistieran luego, mientras Tata se retiró a continuar su faena atrasada con
los quesos que producía. Era extraño como de una forma repentina pero al mismo
tiempo natural, las dos muchachas formaban un vínculo fraternal irreprimible
tras acciones tan poderosas como comer juntas, dormir juntas y ahora bañarse
juntas también, Gracia lo expresó muy bien: “…Las familias, no siempre nacen en
un mismo sitio…”
Lucila
ya había logrado quitar las manchas de sangre de su piso y se sentaba a la mesa
con un té con limón junto a su marido, que calentaba un vaso de vino en la
mano, pensativo y preocupado. Ninguno de los dos entendía qué había sucedido, ambos
sabían de la herida que había sufrido el cura, Guillermina ya había informado a
Ismael con todos los detalles de los que ella disponía, pero todo lo que
acababa de suceder era como si hubiesen acuchillado de nuevo al padre Benigno delante
de sus narices. No sabían qué pensar ni a quién culpar. Ismael en ese momento
se pasó la mano por la frente y se miró con asombro los dedos empapados, a su
mujer también se le formaban gotas de sudor rápidamente, estaba haciendo un
calor repentino en una casa que por lo general era bastante fresca. Mucho
calor. Lucila se puso de pie alarmada para abrir la ventana más próxima,
estaban dentro de un horno que se calentaba cada vez más rápido, como si el sol
les estuviera cayendo encima, o tal vez las puertas del infierno se estuvieran
abriendo bajo sus pies. Revisaron la casa, la mujer por fuera, el hombre por
dentro, ambos jadeaban, el oxígeno estaba siendo devorado, en ese momento
Ismael vio el humo que salía por debajo de la puerta desde la habitación de Úrsula,
era un humo negro que se atascaba en la garganta y apuñalaba los ojos. El
hombre cogió la perilla de la puerta pero la soltó de inmediato con un insulto,
le había quemado la mano, Lucila no tardó en llegar, entre los dos comenzaron a
golpear la puerta con desesperación, a gritar a su hija y a intentar girar la
manilla con la ayuda de un trapo. El calor es sofocante y el aire irrespirable.
Ismael golpea brutalmente la puerta con su hombro y todo el peso de su enorme
masa corporal para abrirla, una vez y luego otra, pero un golpe más violento
aun le responde desde dentro, luego se oyen todos los muebles de la habitación
de Úrsula caer lanzados al piso al mismo tiempo y después el silencio más
desconcertante.
El
humo se disipa, la temperatura se normaliza, Ismael trata de abrir la puerta
con cierto recelo, pero solo entonces se da cuenta de que ha sido reventada
hacia afuera. Luego de varios empellones logra pasarla hacia adentro, pero un
bulto tirado en el suelo le impide abrirla, ese bulto es Úrsula. Cuando su hijo
llega, no entiende nada, sus padres están agotados y sudados y su hermana
tirada en el suelo de la sala, desmayada. El muchacho estaba a pocos metros,
pero ni él ni nadie vio humo ni llamas, nadie vio fuego ni quedaron rastros de
incendio alguno en ninguna parte, solo los muebles esparramados en el piso del
dormitorio de Úrsula con las patas extrañamente quebradas, la puerta del cuarto
inutilizada por los golpes y ni rastros del bebé.
León Faras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario