martes, 6 de junio de 2017

Del otro lado.

XXVIII. 


La precaria vivienda donde vivió y murió Julieta, hacía ya bastante tiempo que no existía, el terreno había sido vendido, la casa echada abajo y una nueva se había edificado en el lugar. Cuándo ella murió y sus ojos nacieron, Julieta se quedó allí por algún tiempo, acompañando a sus padres y hermanos. El mundo se había abierto ante sus ojos y podía pasar horas solo observando, desde los objetos más cotidianos, hasta el rostro de sus familiares, que nunca había podido siquiera llegar a imaginar correctamente, además de su infinidad de expresiones y contrastes, sin embargo, lo que más llegó a disfrutar, fue irse a sentar al columpio que colgaba del árbol en casa de su vecino, un objeto incongruente en la casa de un viejo viudo cascarrabias que vivía solo. A Julieta le encantaba el apellido de su vecino y por eso jamás lo olvidó, era el señor Laprosa. Germán Laprosa rara vez salía de su propiedad, nunca recibía visitas, al menos no de familiares y no mostraba el menor interés por socializar con nadie, ese era el concepto general que se tenía de él y por todo ello es que resultaba tan curioso que tuviera un columpio en su patio, Julieta, en su calidad de fantasma, se sentaba en él largo rato solo a contemplar el mundo, el cielo, las aves; las texturas, los colores, los brillos y a entablar lazos con sus percepciones pasadas, saber cómo se veían aquellas cosas que antes sólo podía tocar u oír, todo era nuevo y fascinante, pero con el tiempo, comenzó también a observar al señor Laprosa, el motivo fue ver por casualidad un objeto imposible de concebir en la casa de alguien como su vecino: Una muy bonita muñeca de trapo, sentada en una mecedora en la sala principal de la pequeña casa, eso llamó mucho su atención y despertó la curiosidad necesaria para comenzar a frecuentar el lugar, pero de forma discreta, aunque era un espíritu, su naturaleza no encajaba bien con la idea de espiar o de invadir, sino más bien de acompañar y conocer. Así pudo ver algunas fotos repartidas por la casa, unos antiguos retratos de un joven señor Laprosa junto a su mujer y un hijo y otra mucho más moderna donde el hombre, ya mayor, aparecía contento, con ropa de verano, tomando la mano de una niña pequeña de unos tres o cuatro años. Julieta, mientras estuvo viva, nunca se enteró de la existencia de esa niña en la vida de su vecino y si sus familiares lo supieron, no se lo comentaron, tampoco logró desentrañar la historia, pero sí percibir que esa pequeña había significado mucho en la vida del viejo y que por alguna razón la había perdido. Pocos meses antes de morir, el señor Laprosa cavó un hoyo bajo el columpio y sepultó allí todos los recuerdos de esa niña, incluyendo el retrato y la muñeca además de una caja metálica llena de dinero de su pensión que Julieta pudo ver, todo cuidadosamente sellado en bolsas plásticas, con la clara esperanza de que se conservaran, como esperando que esa niña regresara. De lo que sucedió, muy pocos se enteraron, pero nadie por boca del señor Laprosa. Él tenía un hijo, del cual hacía mucho tiempo que no tenía noticias, un día llegó este a su casa con la niña, hablando de una relación muy deteriorada con su mujer de la cual había debido separar a la pequeña por el bien de la misma niña, el viejo, por supuesto, le dio todo el apoyo a su hijo y su nieta, con la que se encariñó rápido y fácil como con algo que, íntimamente se espera y se desea por bastante tiempo. Casi un año duró la farsa, sólo porque el hijo del señor Laprosa no hablaba con nadie de su padre y cuando lo hacía, daba pistas falsas al respecto y la madre de la niña, junto con las autoridades, tardaron todo ese tiempo en dar con ellos. La niña no era nieta suya, su hijo había tenido una corta relación con esa mujer, pero suficiente para obsesionarse con ella al punto de convencerse de que la niña debía ser su hija y de que su ex mujer seguro le mentía cuando se lo negaba. Al momento de llegar las autoridades a su casa con pruebas en mano de que nada de lo que su hijo le había dicho era cierto, el señor Laprosa no dudó ni un momento en entregarlo, avergonzado, como un viejo samurái que ve manchado el honor de su familia, pidió perdón a la madre, asegurándole que no movería un dedo en favor de su hijo, que de haber sabido la verdad, nunca lo hubiese permitido y que todo ese tiempo había tratado a la niña como a una nieta, por lo que nada malo le había sucedido. Ni la madre ni las autoridades pusieron en duda el testimonio del señor Laprosa, tanto su actuar, recto y consecuente, como el posterior testimonio de la niña, dejaron en claro que no mentía. La madre, debido al fuerte vínculo que habían formado, le aseguró al señor Laprosa que le llevaría a la niña de visita algún día, pero eso nunca sucedió. Esa fue la principal causa de que el señor Laprosa, siendo una buena persona, rehuyera el resto de su vida de volver a encariñarse con alguien, sin embargo, no evitó que separara parte del dinero de su pensión para la niña, en principio para hacerle algún obsequio, pero con el pasar de los años, para regalárselo en caso de que la muchacha regresara algún día ya mayor, después de todo, ya estaba seguro de que esa niña había sido lo más cercano que tendría nunca a una nieta.

Allí fue donde Julieta llevó a Gastón Huerta para que le ayudara, debajo del columpio, que aun existía, también la casa, aunque ambos en muy mal estado. La muchacha había estado desde hace algún tiempo, acariciando la idea de darles ese dinero a Lucas y su familia, pues ellos lo necesitaban y estaba claro que la niña, a quien el señor Laprosa se lo había dejado, y a quien esperó hasta el día de su muerte, jamás regresaría. El problema de Julieta era que ella, era un espíritu muy reciente, y por lo tanto, tenía bastantes dificultades para manejar realmente, cosas materiales, pero Gastón era un materializado, que podía interactuar con la realidad sin problemas. Huerta cavó el agujero hasta dar con las bolsas plásticas, mientras Julieta explicaba sus razones al señor Laprosa mirando al cielo, hasta que apareció la caja metálica, entonces ambos se quedaron expectantes, como esperando a que el dueño de casa diera su permiso o lo negara. Nada sucedió y tomaron eso como un “Sí” tomaron la caja y dejaron el resto como estaba, al abrirla vieron que adentro estaba llena de dinero y un trozo de papel que decía escuetamente “Para Amanda” ya sabían el nombre de la niña. Gastón se puso la caja bajo el brazo y se fue con Julieta a casa de Lucas.


Joel dejó la bicicleta apoyada en el muro de piedra junto a la costanera y empezó a caminar. La dejó abandonada sin ningún seguro ni nada, de hecho, confiaba en que tarde o temprano alguien se apropiara de ella. La bicicleta no era de él y no la necesitaría en un buen tiempo a donde iba. Mucha gente se podía ver en la playa aunque pocos se bañaban. El hombre caminó entre la gente sin llamar la atención, cruzó la caleta de pescadores, donde los botes, todos bautizados con llamativos nombres, descansaban sobre la arena como una colonia de enormes y coloridos mamíferos marinos y luego el pequeño mercado donde la gente llegaba en buen número a comprar los pescados y mariscos del día. Nadie se fijó en él. Joel siguió caminando con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos hasta donde las rocas le quitaban todo el espacio a la arena y tomaban posesión del mar, allí volvió a la costanera, un sector particularmente peligroso cuando el mar estaba crispado y su oleaje se volvía intimidante, al fondo se veía el muelle, donde los numerosos aficionados a la pesca probaban suerte con sus cañas, Joel llegó hasta allí, pero él no llevaba caña, en realidad, no llevaba nada. Buscó un lugar desocupado, se paró en la orilla y se lanzó al mar. Algunos vieron el agua saltar, pero nadie recordó haber visto su cuerpo entrar al agua. Se sumergió hasta llegar al fondo, a pesar de que la luz del sol a esa hora era fuerte, el agua era turbia y la visibilidad no era buena, abajo, el oleaje aminoraba y el vaivén del agua desaparecía por completo. Algunos peces nadaban cerca de él, sabía bien que los peces pequeños no lo verían como una amenaza ni los grandes como alimento. Un carro de supermercado brillaba a corta distancia, aquello era de lo menos extraño que se podía uno encontrar en el fondo del mar. Joel comenzó a nadar, a internarse en el océano, era un mundo vasto en el que podían encontrarse parajes hermosos, surrealistas e increíbles, aunque en su inmensa mayoría, el mar ofrecía un ambiente silencioso, frío y oscuro, pero principalmente desolador, poderosamente vetado para los sentidos humanos, incluso los de un espíritu materializado como él, sin embargo, era un lugar ideal para apartarse de la civilización y su gente, de los vivos y de los muertos. No se sentía orgulloso de haber matado a esa chica en el autobús, era la primera persona que mataba y aun luchaba contra la resaca de esa experiencia, aquella mujer había sido una víctima circunstancial, pues, como había sido ella, podría haber sido cualquier otra, Joel sólo vio la oportunidad y la tomó, debía hacerlo, era una obligación que no podía eludir ni dilatar demasiado. Le dijeron que sería fácil y rápido, pero nunca se lo creyó. Lo único fácil, fue que Laura era una completa desconocida para él y lo único rápido, fue que se encontró con un arma de fuego para liquidarla. Nunca supo por qué lo hizo, nunca se lo dijeron, solo le dijeron que debía matar a alguien, pues alguien que muriera por otros motivos, no servía y que luego debía vaciar el contenido de la pequeña botella que le habían dado en la boca de la víctima, eso era todo, conocer más detalles sólo hubiese hecho más difícil su trabajo, o mejor dicho, su deber, pues tampoco a él le habían dado a elegir.


León Faras.

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