XXVII.
Su
nombre era Abaragar, un hombre enorme, con una prominente calvicie, a pesar de que
aun era joven, que lideraba un buen grupo de soldados Rimorianos. No era un
estratega inteligente ni tampoco un espadachín brillante, ni siquiera usaba una
espada sino un intimidante martillo que encajaba a la perfección con su respetable
musculatura. Los hombres lo seguían porque parecía un loco, un guerrero bárbaro
de cien kilos de peso con una maza de hierro en la mano que blandía como si se
tratara de una vara de madera: inspiraba miedo en el enemigo y valor en sus
compañeros y más aún ahora que era un inmortal. Una vez que la lluvia comenzó, renunciaron
a sus caballos y continuaron a pie, debido a la densa oscuridad que se esparció
por los estrechos callejones de Cízarin cuando el fuego se vio abatido por el
agua, lo que dificultaba aun más el avanzar sin toparte con trampas, con
caminos bloqueados o con grupos de arqueros que parecían no acabarse nunca y
facilitaba el ocultarse y moverse rápido bajo el amparo de las sombras. De esta
manera lograron llegar hasta uno de los puentes laterales en el que un grupo de
hombres trabajaba afanosamente terminando con hachas lo que el fuego no había
alcanzado a acabar. Era un bonito puente hecho de madera, ancho, como para una
carreta, ligeramente convexo para resistir bien el peso con el paso de los años
y con gruesas balaustradas a ambos lados que, en uno de sus flancos, se veía
destruida casi por completo por el fuego, hacía rato, enfriado por el aguacero;
el piso también había sido consumido en buena parte, y parecía haber sido mordido
por una gigantesca bestia come-puentes. Era una brecha, y debían tomarla si
querían avanzar de la misma manera que los Cizarianos debían defenderla si
querían detenerlos: La lluvia parecía caer contagiada de la misma violencia desatada
en la ciudad, como si fuera el festejo de algún dios agresivo y despiadado; apagaba
el fuego y lavaba la sangre, pero también acumulaba fuerzas para arrasar con
todo lo que pudiera. Detrás de Abaragar venía un hombre llamado Rino, era
joven, pequeño y fornido, había cogido un elegante escudo Cizariano formado de
círculos concéntricos de hierro y madera alternados para protegerse de las
flechas. Como él, muchos habían tenido la misma idea tras abandonar sus
caballos. Junto a Rino, venía un viejo de largas barbas encanecidas al que
todos llamaban Motas, era un hombre maduro que siempre se estaba carcajeando de
todo y bebiendo largos sorbos de un pellejo de vino que nunca abandonaba, usaba
un pañuelo atado en la cabeza para contener la cabellera y el sudor y manejaba
con ambas manos un espadón de hoja ancha y doble filo. Era un gran amigo de
Sinaro con el que en más de una ocasión, se había reunido sólo para hablar y
beber. Un pequeño grupo de arqueros Cizarianos protegía el paso, la ropa oscura
los ocultaba completamente en la oscuridad, llevaban puestos unos sencillos
pero eficientes sombreros anchos que les protegían bien la vista de la lluvia.
Una oleada de flechas cayó sobre los Rimorianos que asaltaban el puente,
algunos lograron cubrirse a tiempo, más por instinto que por ayuda de sus
sentidos, otros recibieron flechas que su cuerpo de inmortales resistieron,
pero otros ni se enteraron, como Abaragar que avanzó dejando caer su maza sobre
un hombre que, para su mala suerte, no alcanzó siquiera a despegar su hacha atascada
en la madera del puente. La brecha era estrecha y limitada y la resistencia se
volvía cada vez más férrea. Tanto Abaragar, como Motas repartían golpes
brutales y violentos para abrir paso a los hombres que les seguían de atrás,
pero a ratos, parecía como si solo lanzaran ataques que se perdían estériles en
la lluvia. Las flechas seguían cayendo sobre los hombres atascados en el puente
roto, pero estos se cubrían con escudos o cadáveres y seguían luchando como
animales atormentados dentro de una jaula. Rino, con su escudo y su espada, se
abría paso en la vanguardia, su combate era mucho más técnico que brutal, pero
se defendía bien, a pesar de que el aguacero nublaba los sentidos y tornaba el
piso resbaladizo. Un nuevo rayo desgarró el cielo proveyendo a los hombres que
se mataban en la tierra de un instante fugaz de luz, suficiente para que un inmortal
llamado Lerman, un tipo de cabello rizado, flaco y alto pero de musculatura
firme, quien cargaba una lanza enemiga, detectara la posición de los arqueros y
derribara a uno atravesándolo con su jabalina. Su sentimiento de triunfo fue
breve, las vigas del puente, erosionadas por el fuego y las hachas, cedieron al
peso de los hombres en un doloroso crujido que inclinó el suelo en dirección al
costado que no tenía baranda. Al menos media docena de soldados de Rimos
cayeron al caudaloso canal que pasaba bajo sus pies y cualquier intento por
ayudarles fue disuadido con una nueva oleada de flechas, era inminente que
pronto colapsaría el resto de la estructura, ante la constante presión del agua
y la gravedad, por lo que la urgencia por llegar al otro extremo desató un caos
enorme en un reducido espacio de suelo. El general Rodas, alertado por uno de
sus hombres, apareció en ese momento acompañado de cincuenta soldados para
contener el avance enemigo, pero cada vez más y más Rimorianos cruzaban el
puente abriéndose camino frente a una compacta muralla de escudos, espadas y
las interminables flechas que les caían encima. En ese momento, y entre todo el
ruido de la batalla, Abaragar sintió el inconfundible sonido de la caballería a
sus espaldas y se volteó hacia el puente: Rianzo y sus hombres estaban al otro
lado, encerrándolos mortalmente, entonces, el enorme líder Rimoriano se plantó
desafiante, se quitó con furia una flecha clavada en su pecho y comenzó a
descargar mazazos bestiales sobre las tablas del puente que estallaban como si
estuvieran hechas de hielo para cortarles el paso, Rianzo se bajó de su caballo
seguido de algunos de sus hombres y se lanzaron contra él protegidos con escudos,
mientras Rodas ordenaba a sus arqueros que centraran sus ataques en el gigante
de la maza de hierro. Los Cizarianos debían utilizar ese puente para apoyar a
sus compañeros que resistían al otro lado, pero la figura del gigante Rimoriano
y su martillo de hierro, era algo que no se podía tomar a la ligera. En el
momento en que Abaragar levantó su maza por sobre su cabeza, Rianzo se acercó
con su escudo en alto y su espada al frente logrando herirlo en el vientre,
pero la herida fue insignificante y debió retroceder rápido antes de que la
maza le cayera encima. El cuerpo de Abaragar lucía numerosas flechas clavadas
que parecían enfurecerlo más que debilitarlo. Otro Cizariano intentó aprovechar
ese momento para atacar pero fue detenido en el aire por una patada del gigante
Rimoriano que le hizo perder el equilibrio y no recuperarlo más, debido a la
inclinación del piso. La maza volvió a elevarse y a hacer un amplio ataque
horizontal capaz de hacer retroceder a cualquier enemigo para luego elevarse y
caer sobre las maderas, volviendo más precaria la resistencia del puente que
amenazaba con dejarse arrastrar por la corriente. Rianzo comprendió que no
tenía tiempo y volvió a lanzar otro ataque frontal, pero el momento no fue bien
calculado y el martillo de Abaragar golpeó violento su escudo, el Cizariano
cayó de rodillas con el brazo destrozado, al tiempo que el intimidante martillo
se elevaba nuevamente en el aire y caía con furia a escasos centímetros de él,
desastillando la última viga que se resistía a ceder, haciendo colapsar toda la
estructura que finalmente fue arrastrada por el agua. Rianzo, con una sola mano
no pudo sujetarse y su cuerpo desapareció en la corriente.
León Faras.
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