viernes, 27 de octubre de 2017

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XXVIII.

Era difícil encontrar el camino en una noche tan cerrada, pero Nila hacía su mejor esfuerzo aguzando la vista y la memoria para encontrar alguna referencia que le indicara que estaba en la dirección correcta. El agua se agrupaba y corría por todas partes, el bebé estaba empapado y seguramente hambriento también y para empeorarlo aun más, Emmer sentía como si hubiese tragado una brasa de carbón ardiendo, que le estaba quemando las tripas, hasta el punto de hacerlo enrollarse de dolor como una oruga sobre su caballo. Nila se preocupaba, pero él le aseguraba que estaría bien. Por fin apareció en la oscuridad la silueta de aquel árbol que recordaba de su infancia, un gigante de mil años de edad, rajado a la mitad quien sabe si por un rayo o por la furia de algún dios antiguo, permanecía igual, con la mitad de su cuerpo viva y la otra mitad muerta, era una referencia clara de donde estaba y de hacia dónde debía dirigirse. Cerca de ese árbol, encontrarían un pequeño pero robusto muro de rocas apiladas, que descendía por una larga y suave pendiente que Nila recordaba cubierta de hierba y flores pero ahora sólo tenía riachuelos de agua turbia y barro. Luego el cerco se bifurcaría y siguiendo el de la izquierda, en pocos minutos debería aparecer la casa del tío de Nila, Qrima. Emmer trataba de contener el dolor, apretándose el estómago y usando toda su fuerza de voluntad para mantenerse sobre el caballo. La casa apareció cuando ya estaban a pocos metros, oculta entremedio de numerosos árboles ahogados en la intensa oscuridad de la noche, imposible de encontrar para cualquiera que no conociera de su existencia. Nila se bajó del caballo y buscó la puerta mientras Emmer la seguía torpemente debido al dolor. La puerta estaba trancada por dentro, pero al golpear y gritar, se oyó que alguien le abría, en ese momento, Emmer sintió como una fuerza violenta y rápida le atenazaba la pierna, lo derribaba y lo elevaba en el aire hasta dejarlo colgado cabeza abajo y la voz de un anciano que lo apuntaba con su arco, dispuesto a meterle una flecha en el pecho. Dentro de la casa, una mujer joven y de hermoso rostro asustado, protegía tras ella, aferrada a una horqueta en las manos, a un niño de apenas dos años, Nila reaccionó con angustia, anunciando quien era y que sólo buscaban refugio, el viejo Qrima, reconoció a Emmer como un soldado de Rimos, pero también a Nila como su sobrina, y ante el grito de espanto de esta, apuntó al hombre colgado y disparó. La flecha pasó a dos centímetros de la cabeza de Emmer y con exquisita puntería cortó la soga que lo sostenía algunos metros más allá, luego el viejo bajó su arco y sin suavizar su expresión, apuró a todos para que se metieran dentro. Emmer necesitó de una ayuda extra para conseguirlo.

Qrima era un anciano fuerte y con el carácter amargado luego de años viviendo solo, tenía la barba y la cabellera de ermitaño rodeando una enorme calva que casi siempre cubría con un sombrero ancho. Cogió a Emmer por debajo de los brazos y lo recostó en el suelo de la casa, Darlén, la hermosa muchacha que lo acompañaba, se acercó con la mísera lumbre que los iluminaba, todos se espantaron al ver la monstruosa cicatrización en el estómago del Rimoriano, era una gran protuberancia oscura en el abdomen, con amplias ramificaciones, que escupía un líquido blancuzco y de mal olor, “¿¡Qué demonios es esto!?”Exclamó el viejo con mueca de asco. Ninguno de los presentes había visto nunca nada parecido y era imposible imaginar qué hacer para ayudarlo. El dolor torturaba a Emmer con insistencia hasta que la herida vomitó por sí sola una bola dura y negra que rodó por el suelo: era la bala de hierro que le había quedado atrapada en las entrañas, sólo entonces el soldado sintió alivio, la herida cicatrizó, aunque la marca que dejó no era nada agradable de ver y por fin el hombre pudo descansar, Nila preguntó ingenua, si se recuperaría, mientras su tío observaba con curiosidad la bala, preguntándose cómo había llegado hasta allí. Enseguida, Nila y la hermosa Darlén, se preocuparon del bebé, secarlo, darle abrigo y por supuesto, alimentarlo, de esto último se encargó la segunda, ante la mirada de confusión de Brelio, su propio hijo. Emmer, con su herida rápidamente recuperada gracias a su inmortalidad, pudo incorporarse, Qrima, lo miraba con desconfianza desde la mesa, “Deben irse…” dijo sin preámbulos, luego de secar un vaso de vino. Nila deseaba al menos esperar hasta que el aguacero se acabara, pero el viejo insistió, “…no lo entienden. Este no es un lugar seguro para ustedes. Deben irse lo antes posible” Darlén, aun con el bebé aferrado a su pecho, los miraba con infinita compasión, pero su expresión cambió cuando entró a la casa un capitán Cizariano sacándose el yelmo y pasándose la mano por el rostro para quitarse el agua, seguido de seis soldados que igualmente venían empapados hasta los huesos. El capitán Albedo era un hombre de baja estatura y mediana edad, con abundante pelo encanecido en los costados, poseía una gran nariz que se complementaba a una permanente sonrisa cínica. Se detuvo y observó la escena sin perder su desconcertante y fingido buen humor, todo lo contrario de Qrima, que lucía rebosante de fastidio.


El agua caía por todas partes y se amontonaba y corría en todas direcciones, lo que convertía el campo de batalla en un laberinto oscuro y cubierto de lodo. Un grupo de Rimorianos avanzaba al trote bordeando la ciudad por una callejuela larga y angosta, en su camino, se encontraron con un destacamento de arqueros que en ese momento usaban una escalera para encaramarse a los tejados. El grupo de inmortales se les lanzó encima evitando siquiera que prepararan sus armas, mientras dos jóvenes hermanos Rimorianos, gemelos idénticos, perseguían a los que habían logrado subir. Sus nombres eran Éger y Egan, y sólo se podían diferenciar porque el primero llevaba una espada y un pequeño escudo Rimoriano de metal y el segundo, una alabarda con hoja y gancho. Ambos eran buenos luchadores, pero verlos pelear juntos era completamente distinto, como una pareja de baile que luego de años practicando juntos, casi pueden leer la mente del otro. Éger corrió con su escudo enfrente tras los arqueros que soltaron sus flechas contra él, sabiendo que su hermano estaba pegado a su espalda. Atacó con su espada en un golpe descendente para que al agacharse, la alabarda de Egan pasara por sobre su cabeza e hiriera al enemigo al que acababa de romper su defensa, luego atacaba él con su espada en círculo, dejando su hombro y escudo en línea para que el arma de su hermano se deslizara por ahí, entrando frontalmente o desgarrando con su gancho al retroceder. Sus enemigos, menos preparados para la lucha a corta distancia, cayeron rápidamente, al avanzar por los tejados, vieron desde la altura que el canal que les cortaba el paso, había crecido considerablemente, luego, al reunirse con el resto de su grupo, descubrieron con frustración que el puente que lo cruzaba estaba totalmente destruido, deberían buscar otro sitio por donde pasar, pero en ese momento oyeron los gritos de uno de sus compañeros rezagado, parecía realmente agotado, tal vez, herido. El nombre de este era Cransi, un tipo grande, más bien obeso, que se sujetaba el pelo con un moño en la mollera, ese tipo de personas de las que todos se burlan a pesar de que podría aturdir a cualquiera de un solo golpe si quisiera. Traía la escalera que habían dejado los arqueros Cizarianos, y pasando por el medio de todos, la tendió sobre el canal a manera de puente, luego se les quedó mirando como el perro que, luego de traer el palo que le ha lanzado su amo, se queda esperando su aprobación por el truco que ha hecho. Sus compañeros se miraron entre sí: a ninguno se le había ocurrido, luego rieron y lo felicitaron. Cransi tenía sus momentos.


León Faras.

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