XXVIII.
Era
difícil encontrar el camino en una noche tan cerrada, pero Nila hacía su mejor
esfuerzo aguzando la vista y la memoria para encontrar alguna referencia que le
indicara que estaba en la dirección correcta. El agua se agrupaba y corría por
todas partes, el bebé estaba empapado y seguramente hambriento también y para
empeorarlo aun más, Emmer sentía como si hubiese tragado una brasa de carbón ardiendo,
que le estaba quemando las tripas, hasta el punto de hacerlo enrollarse de
dolor como una oruga sobre su caballo. Nila se preocupaba, pero él le aseguraba
que estaría bien. Por fin apareció en la oscuridad la silueta de aquel árbol
que recordaba de su infancia, un gigante de mil años de edad, rajado a la mitad
quien sabe si por un rayo o por la furia de algún dios antiguo, permanecía
igual, con la mitad de su cuerpo viva y la otra mitad muerta, era una
referencia clara de donde estaba y de hacia dónde debía dirigirse. Cerca de ese
árbol, encontrarían un pequeño pero robusto muro de rocas apiladas, que
descendía por una larga y suave pendiente que Nila recordaba cubierta de hierba
y flores pero ahora sólo tenía riachuelos de agua turbia y barro. Luego el
cerco se bifurcaría y siguiendo el de la izquierda, en pocos minutos debería
aparecer la casa del tío de Nila, Qrima. Emmer trataba de contener el dolor,
apretándose el estómago y usando toda su fuerza de voluntad para mantenerse
sobre el caballo. La casa apareció cuando ya estaban a pocos metros, oculta entremedio
de numerosos árboles ahogados en la intensa oscuridad de la noche, imposible de
encontrar para cualquiera que no conociera de su existencia. Nila se bajó del
caballo y buscó la puerta mientras Emmer la seguía torpemente debido al dolor.
La puerta estaba trancada por dentro, pero al golpear y gritar, se oyó que
alguien le abría, en ese momento, Emmer sintió como una fuerza violenta y
rápida le atenazaba la pierna, lo derribaba y lo elevaba en el aire hasta
dejarlo colgado cabeza abajo y la voz de un anciano que lo apuntaba con su
arco, dispuesto a meterle una flecha en el pecho. Dentro de la casa, una mujer
joven y de hermoso rostro asustado, protegía tras ella, aferrada a una horqueta
en las manos, a un niño de apenas dos años, Nila reaccionó con angustia,
anunciando quien era y que sólo buscaban refugio, el viejo Qrima, reconoció a
Emmer como un soldado de Rimos, pero también a Nila como su sobrina, y ante el
grito de espanto de esta, apuntó al hombre colgado y disparó. La flecha pasó a
dos centímetros de la cabeza de Emmer y con exquisita puntería cortó la soga
que lo sostenía algunos metros más allá, luego el viejo bajó su arco y sin
suavizar su expresión, apuró a todos para que se metieran dentro. Emmer
necesitó de una ayuda extra para conseguirlo.
Qrima
era un anciano fuerte y con el carácter amargado luego de años viviendo solo,
tenía la barba y la cabellera de ermitaño rodeando una enorme calva que casi
siempre cubría con un sombrero ancho. Cogió a Emmer por debajo de los brazos y
lo recostó en el suelo de la casa, Darlén, la hermosa muchacha que lo
acompañaba, se acercó con la mísera lumbre que los iluminaba, todos se
espantaron al ver la monstruosa cicatrización en el estómago del Rimoriano, era
una gran protuberancia oscura en el abdomen, con amplias ramificaciones, que
escupía un líquido blancuzco y de mal olor, “¿¡Qué demonios es esto!?”Exclamó
el viejo con mueca de asco. Ninguno de los presentes había visto nunca nada
parecido y era imposible imaginar qué hacer para ayudarlo. El dolor torturaba a
Emmer con insistencia hasta que la herida vomitó por sí sola una bola dura y
negra que rodó por el suelo: era la bala de hierro que le había quedado
atrapada en las entrañas, sólo entonces el soldado sintió alivio, la herida
cicatrizó, aunque la marca que dejó no era nada agradable de ver y por fin el
hombre pudo descansar, Nila preguntó ingenua, si se recuperaría, mientras su
tío observaba con curiosidad la bala, preguntándose cómo había llegado hasta
allí. Enseguida, Nila y la hermosa Darlén, se preocuparon del bebé, secarlo,
darle abrigo y por supuesto, alimentarlo, de esto último se encargó la segunda,
ante la mirada de confusión de Brelio, su propio hijo. Emmer, con su herida
rápidamente recuperada gracias a su inmortalidad, pudo incorporarse, Qrima, lo
miraba con desconfianza desde la mesa, “Deben irse…” dijo sin preámbulos, luego
de secar un vaso de vino. Nila deseaba al menos esperar hasta que el aguacero
se acabara, pero el viejo insistió, “…no lo entienden. Este no es un lugar
seguro para ustedes. Deben irse lo antes posible” Darlén, aun con el bebé aferrado
a su pecho, los miraba con infinita compasión, pero su expresión cambió cuando
entró a la casa un capitán Cizariano sacándose el yelmo y pasándose la mano por
el rostro para quitarse el agua, seguido de seis soldados que igualmente venían
empapados hasta los huesos. El capitán Albedo era un hombre de baja estatura y mediana
edad, con abundante pelo encanecido en los costados, poseía una gran nariz que se
complementaba a una permanente sonrisa cínica. Se detuvo y observó la escena
sin perder su desconcertante y fingido buen humor, todo lo contrario de Qrima,
que lucía rebosante de fastidio.
El
agua caía por todas partes y se amontonaba y corría en todas direcciones, lo
que convertía el campo de batalla en un laberinto oscuro y cubierto de lodo. Un
grupo de Rimorianos avanzaba al trote bordeando la ciudad por una callejuela
larga y angosta, en su camino, se encontraron con un destacamento de arqueros
que en ese momento usaban una escalera para encaramarse a los tejados. El grupo
de inmortales se les lanzó encima evitando siquiera que prepararan sus armas,
mientras dos jóvenes hermanos Rimorianos, gemelos idénticos, perseguían a los
que habían logrado subir. Sus nombres eran Éger y Egan, y sólo se podían
diferenciar porque el primero llevaba una espada y un pequeño escudo Rimoriano de metal y el segundo, una
alabarda con hoja y gancho. Ambos eran buenos luchadores, pero verlos pelear
juntos era completamente distinto, como una pareja de baile que luego de años
practicando juntos, casi pueden leer la mente del otro. Éger corrió con su
escudo enfrente tras los arqueros que soltaron sus flechas contra él, sabiendo
que su hermano estaba pegado a su espalda. Atacó con su espada en un golpe
descendente para que al agacharse, la alabarda de Egan pasara por sobre su
cabeza e hiriera al enemigo al que acababa de romper su defensa, luego atacaba
él con su espada en círculo, dejando su hombro y escudo en línea para que el
arma de su hermano se deslizara por ahí, entrando frontalmente o desgarrando
con su gancho al retroceder. Sus enemigos, menos preparados para la lucha a
corta distancia, cayeron rápidamente, al avanzar por los tejados, vieron desde
la altura que el canal que les cortaba el paso, había crecido
considerablemente, luego, al reunirse con el resto de su grupo, descubrieron
con frustración que el puente que lo cruzaba estaba totalmente destruido,
deberían buscar otro sitio por donde pasar, pero en ese momento oyeron los
gritos de uno de sus compañeros rezagado, parecía realmente agotado, tal vez, herido.
El nombre de este era Cransi, un tipo grande, más bien obeso, que se sujetaba el
pelo con un moño en la mollera, ese tipo de personas de las que todos se burlan
a pesar de que podría aturdir a cualquiera de un solo golpe si quisiera. Traía la
escalera que habían dejado los arqueros Cizarianos, y pasando por el medio de todos,
la tendió sobre el canal a manera de puente, luego se les quedó mirando como el
perro que, luego de traer el palo que le ha lanzado su amo, se queda esperando su
aprobación por el truco que ha hecho. Sus compañeros se miraron entre sí: a ninguno
se le había ocurrido, luego rieron y lo felicitaron. Cransi tenía sus momentos.
León Faras.
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