martes, 13 de febrero de 2018

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

XVIII

Finalmente Von Hagen bailó con Eloísa, y esta, con una amplia sonrisa, e inocente burla, le hizo notar que cuando él le advirtió que no bailaba muy bien, era completamente cierto. Horacio se movía con muy poca gracia, a destiempo y evidentemente con demasiado nerviosismo. La chica, astuta, sin dejar de bailar cogió un vaso de encima de una improvisada mesa y se lo dio a su compañero de baile “¡Bebe!” le dijo con los ojos más enormes que nunca, Horacio no quería, no era un buen bebedor, la chica rió “Mal bebedor, mal bailarín y mal mentiroso. Vamos, bebe y apuesto a que mejoras” Von Hagen recibió el vaso, pero no fue hasta que sus ojos se toparon con la severa mirada de Cornelio Morris, que se lo bebió y con la ayuda de Eloísa, quien con infantil malicia se lo empujó suavemente hasta vaciárselo por completo, en parte dentro de la boca y en parte fuera, en la barba y el pecho, Horacio trató de limpiarse un poco espantado, como si se tratase de algo muy grave regarse un poco de vino encima, pero la chica volvió a cogerle las manos y arrastrarlo a bailar. No mejoró mucho su técnica, pero al menos hizo que se relajara un poco y dejara de moverse como un espantapájaros, hasta logró animarse, y volvió a beberse otro trago cuando la pieza de baile terminó. Tarde en la noche, Von Hagen abandonó la fiesta, la música aun sonaba y Eloísa, incansable, bailaba encantada con quien se lo pidiera. Con la testarudez propia del borracho, Horacio llevaba en la mano un último vaso a pesar de que ya se sentía mareado, sus pasos eran torpes y desde hacía un rato, se daba cuenta de que sostenía un soliloquio que le era imposible cortar, pues cada vez que lo intentaba, no hacía más que alargarlo. Como todo borracho, los sentimientos amorosos terminan apoderándose de él, sobre todo si se trata de amores difíciles o frustrados y aunque Von Hagen sabía que era una buena idea irse a su cama y dormir un poco, inevitablemente terminó encaminándose hacia el acuario donde estaba Lidia. Era una noche clara, por lo que, a pesar de que no había ni una luz cerca, no era difícil orientarse. Se sentó en el acoplado del camión con los pies colgando y la cabeza apoyada en el cristal, tras este, la masa de agua era oscura e impenetrable. Con la sutileza y el cuidado propio de un cirujano, dejó su vaso junto a él, el cual ya había perdido la mitad del contenido en el trayecto. Nada más estar ahí, las lágrimas se agolparon en sus ojos, maldijo el circo y a Cornelio, juró que la liberaría, aunque tuviera que romper los cristales con sus propios puños, pero sólo terminó golpeándose en la frente y luego, con la misma mano, limpiándose los mocos, pues, como borracho que estaba, no podía contener el llanto. En un susurro temeroso y confuso de entender, le explicó a los cristales frente a él, pues Lidia no podía verse y de ser así, tampoco podía oírlo, lo que Mustafá le había dicho, que la única solución, era matar a Cornelio Morris, incluso podía sentir el valor infundido por el alcohol, para hacerlo en ese mismo momento, pero luego se burló de sí mismo, al darse cuenta de lo absurda de sus pretensiones, de que ni borracho sería capaz de enfrentar a Cornelio Morris, ni menos matarlo. Nuevamente pegó la frente y las manos al cristal con el llanto de la impotencia mezclada con el alcohol, un llanto largo y a media voz, que de pronto se vio forzosamente interrumpido cuando sintió una caricia en sus dedos, no retiró la mano, pero sí levantó la vista, frente a él, apenas visible, estaba el rostro de Lidia, borroso en la turbiedad del agua, que lo observaba con ternura. En ese momento, hasta su borrachera pareció evaporarse de su cerebro, cuando vio que los dedos de su mano derecha, atravesaban el cristal y eran tocados directamente por la mano de Lidia. Horacio no era un tipo acostumbrado a embriagarse, por lo que, no podía estar muy seguro pero, aquello tenía que ser una alucinación provocada por el vino, porque, estaba más o menos seguro de que no estaba soñando y también estaba más o menos seguro de que sus dedos no podían atravesar el cristal, por lo que tenía que ser una alucinación, sin embargo, la mirada de Lidia al otro lado del cristal y el suave pero perceptible contacto de sus dedos con los de él, lo hicieron finalmente aceptarlo todo sin más cuestionamientos, estaba lo suficientemente ilusionado, contento y borracho como para preocuparse de lo absurda que podía volverse la realidad, cuando a uno se le pasaban las copas.

Diego Perdiguero se estaba tomando su primer trago de la mañana cuando un chico llegó a buscarlo urgentemente: el único teléfono del pueblo había sonado y habían preguntado por él. El hombre dejó su vaso a la mitad y le lanzó al muchacho la moneda que esperaba de recompensa por correr todo el pueblo buscándolo y luego se dirigió rápido a la tienda del turco Emre, un negocio de abarrotes al que siempre le estaba yendo muy bien, especialmente porque su dueño tenía el talento visionario para llevar a su negocio ciertas cosas que nadie más tenía o que eran demasiado difíciles de conseguir, como por ejemplo el teléfono, por el que cobraba la correspondiente comisión por su uso. Eso por una parte, otra causa probable por la que el negocio prosperaba, era Emilia, su hermosa hija. Diego, al coger el auricular, ya adivinaba quien lo llamaba, no había mucha gente en el mundo interesada en utilizar un teléfono para hablar con él. Damián Corona le preguntó con cierta urgencia si el circo seguía en la ciudad, a lo que Perdiguero respondió que sí, y que estaba seguro porque de hecho, lo estaba viendo a través de las ventanas, desde la tienda del turco “…Pues no te despegues de él, salimos para allá ahora mismo…” Diego notó que algo malo había pasado, Damián se lo confirmó “…Son las fotos, algo muy raro pasó con ellas y ahora no tenemos nada. Si no conseguimos una buena foto, perderemos muchísimo dinero…”


De no estar en su litera, no era difícil presumir dónde había pasado la noche Horacio Von Hagen. Ya era media mañana cuando su amigo Ángel Pardo salió a buscarlo, aun con el cansancio de la larga noche anterior, y como era de esperarse, lo encontró tirado junto al acuario de Lidia, dormido. Apenas despertó, Horacio, sintió los síntomas de la resaca, se quedó largos segundos presionándose las sienes con las palmas de las manos y los ojos cerrados, luego su amigo lo ayudó a bajar, pues todavía se sentía algo mareado, pero en cuanto se pusieron a andar, Von Hagen, como en un chispazo, un golpe a su subconsciente, recordó lo sucedido durante la noche y se devolvió sobresaltado, ansioso y olvidando momentáneamente los síntomas de la bebida, palpó los cristales del acuario buscando los agujeros por los que había introducido sus dedos, pero no los encontró por ningún lado, sin embargo mantenía vivo el recuerdo de haber sentido la mano de Lidia tocando sus dedos, tanto así, que comenzó a golpear los cristales para llamar la atención de la sirena y que esta confirmara su historia. Lidia no apareció, aunque de haberlo hecho, tampoco hubiese podido decirles nada. Ángel Pardo, al escuchar la historia de lo sucedido, sólo lo miró con compasión, a pesar de no haber bebido demasiado, Horacio estaba muy borracho cuando dejó la fiesta, y era obvio que el alcohol lo había engañado, si es que no lo había vencido el sueño antes. Von Hagen, poco a poco desistió en su búsqueda, era inútil, los cristales eran tan impenetrables como siempre, lo más probable era que su amigo tuviera razón, pero de ser así, y aun así, su recuerdo era tan vívido como el recuerdo de haber bailado con Eloísa. Ángel Pardo no insistió, no era de esas personas que buscan convencer a nadie de que sus ideas son las correctas, sólo se limitó a decirle que tal vez, sólo lo había soñado, hay sueños capaces de confundir a cualquiera, una idea que Von Hagen aceptó al final, resignado, pero no del todo convencido.


León Faras.

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