XIX.
Cuando
Eusebio y Eugenio Monje conocieron a Cornelio Morris, eran unos adolescentes
sólo un poco mayores que lo que es Eloísa ahora, y tenían un gran problema: su
madre moría, se apagaba como una vela, postrada en su propia cama sin que ellos
pudiesen hacer nada. Sólo una bondadosa vecina y amiga de muchos años de la
mujer, la visitaba a diario para aliviarla en lo que pudiera, aunque dada las
condiciones, tampoco era mucho lo que podía hacer, los remedios naturales que
conocía no habían hecho gran efecto y para ella también era evidente que la madre
de los muchachos moriría muy pronto. El circo recién comenzaba a formarse y
Cornelio recolectaba con gran habilidad y facilidad a trabajadores y
atracciones, como si una fuerza misteriosa se encargara de buscar a las
personas adecuadas y llevárselas frente a él. Para los gemelos Monje, Cornelio
apareció como un hombre poderoso, refinado, elegante y ostentoso, el tipo de
persona al que se le teme porque parece intocable, sin embargo Morris, quien
detectó rápidamente el aura de ese tipo de necesidad que buscaba en las
personas para atraerlas a su circo, se mostró amable e interesado con los
muchachos, al punto de visitar a la madre de estos a su propia casa, un
habitáculo de lo más pobre, para evaluar la situación y buscar la mejor manera
de ayudarlos. La vecina, quien en ese momento acompañaba a la mujer postrada en
cama, detectó de inmediato algo muy extraño en el hombre que acompañaba a los
gemelos, ese sentimiento de que, aunque no sabes bien qué es, no te permite
fiarte del todo de alguien, esa idea permanente de que todo lo que hace y dice
está siendo fingido, sin embargo, temerosa, guardó silencio y procuró evitar la
mirada para no delatarse. Cornelio les dijo a los muchachos que él los
ayudaría, pero que para eso debían acompañarlo durante unos días, la idea de
dejar sola a su madre no les pareció nada buena, pero cambió cuando Morris se
quitó uno de sus ostentosos anillos y se lo entregó a la vecina, le dijo dónde
podía cambiarlo y cuánto dinero podían darle por él, para que no les faltara
nada durante el tiempo que los gemelos estuvieran ausentes. Eugenio, al salir
de su precaria vivienda, se atrevió a sugerir la idea de que si tardaban
demasiado tiempo, tal vez al regresar encontrarían a su madre muerta, pero
Cornelio les aseguró con tal determinación que no sería así, que las dudas
desaparecieron, y los muchachos se fueron con él sin poner más objeciones.
Cornelio
los llevó a una pequeña pero cómoda oficina con ruedas que tenía enganchada a
un camión, donde les pidió que se sentaran y les dijo, con aires de ser un
generoso ser humano, que no sólo les ayudaría con la difícil situación de su
madre, sino que también los ayudaría a ellos, dándoles un trabajo en el circo
que estaba formando, por supuesto, que no tenían que dejar de lado los cuidados
de su madre, sino que el trabajo los estaría esperando hasta que ella ya no
estuviera en este mundo. Los muchachos estuvieron de acuerdo y Cornelio les
puso sobre la mesa, un contrato que ambos debían firmar. Aunque les pareció
inesperado que les pidieran escribir sus nombres en un papel, cosa que era de
lo poco que habían aprendido a hacer en el mundo de las letras, los muchachos simplemente
firmaron y ya está, pues estos jamás habían visto un contrato en sus vidas y
tampoco tenían una clara idea de para qué servía. Cornelio Morris tomó el
contrato complacido, y pidiendo que le siguieran, salió de su oficina. Afuera
unos hombres, con la mirada turbada y temerosa, construían lo que parecía ser
un gallinero, los muchachos siguieron a su nuevo jefe hasta una de las tiendas
que estaban armadas, una bastante nueva por cierto, en cuyo interior había una
caja de madera sin más peculiaridades que estar pintada de negro por dentro y
por fuera. Cornelio, con tranquila determinación, les dijo que debían entrar
ahí, los gemelos se miraron entre sí, aquello no tenía ningún sentido, Cornelio
no estaba abierto a dar explicaciones, “Pues si no confían en mí, no los puedo
ayudar. Pueden regresar a su casa ahora mismo, rompemos el contrato y por
supuesto, me devuelven el anillo que le di a su madre” Eusebio negó con la
cabeza sin levantar la vista del suelo “Yo voy a entrar…” dijo, mientras daba
el primer paso hacia la caja, pero Cornelio lo detuvo, el trato era muy simple:
los dos, o ninguno. Entonces, finalmente, Eugenio accedió, “Está bien, haré lo
que sea, pero por favor, ayude a nuestra madre…” Cornelio sonrió complacido, “Dejarán
de verla sufrir, ya lo verán…”
Apenas
entraron, se dieron cuenta de que aquella no era una caja ordinaria, en cuanto
la puerta se cerró y la oscuridad los envolvió, todo desapareció para ellos,
incluso la presencia del otro, pues fue imposible de que se encontraran a pesar
de estar encerrados en el mismo metro cuadrado. Ciegos y solos en un mundo
completamente desconocido y hostil, lleno de habitantes extraños que no podían
ver, pero sí oían gritar, llorar, rugir o silbar, a veces muy lejos y otras
veces, demasiado cerca, incluso a veces, les parecía oír la voz de su propia
madre. El olor también era algo desconcertante, desde campos de flores hasta
carne podrida, todo mezclado en un ambiente de proporciones imposibles, en el
que podían vagar indefinidamente, como si todo sucediera dentro de un sueño, un
sueño negro. Cuando salieron, no tenían ni una remota idea de cuánto tiempo
había pasado, la luz del día los golpeó con una violencia terrible. Al borde de
la locura, los gemelos salieron golpeándose entre sí, aterrados, incapaces de
reconocerse, luchando por zafarse de algo que, sin saber exactamente qué era,
sí sabían que era muy malo. Cuando por fin la luz llegó a sus ojos, pudieron
ver y entender qué estaba sucediendo. Estaban fuera de la caja, inmediatamente
recordaron a su madre, cuánto tiempo había pasado, semanas, o incluso meses,
“Sólo tres días…” les dijo Cornelio, y luego añadió, “…no deben preocuparse,
Cornelio Morris siempre cumple lo que promete. Ella aun está viva y ahora
ustedes, pueden evitar que ella muera. Les enseñaré como.”
Fue
entonces que supieron que, desde ese día en adelante, podían detener el tiempo,
sólo debían estar ambos de acuerdo, y todo el universo, al menos el perceptible
para ellos, se estancaba, como una compleja máquina que de pronto se queda sin energía
y deja de funcionar. También, debían estar de acuerdo para ponerlo en marcha
nuevamente, lo que los ponía en la condición de no poder separarse, pues eso
los convertía en hombres comunes y corrientes, su nueva habilidad trabajaba
como esos pegamentos que necesitan de dos componentes que se mezclan para
fraguar y que por sí solos no sirven de nada. Con el tiempo detenido, nunca
supieron a ciencia cierta cuanto tiempo tuvieron a su madre suspendida en ese
limbo temporal, pero fue demasiado el que necesitaron para convencerse de que
no podían hacer nada y ponerse de acuerdo para permitir que el tiempo siguiera
su curso y acabara con la vida de su madre. Cuando esto sucedió, regresaron al
circo, para ellos ya habían pasado varios meses, pero en la realidad sólo
habían pasado un par de días desde que salieron de la caja, encontraron a
Cornelio Morris hablando con un hombre, un hombre que había conocido la noche
anterior en una taberna y que le había confesado entre bebidas que sería capaz
de hacer cualquier cosa por ver morir a su propio padre de una forma lenta y
dolorosa. Su nombre era Charlie Conde y esa
“cualquier cosa” era firmar un contrato y entregarle su vida al circo. Cuando
Conde se retiró, Cornelio se acercó a los gemelos, su semblante era mucho más
severo, menos tolerante y para nada generoso ya “¿Saben conducir un camión?”
fue todo lo que les dijo.
León Faras.
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