lunes, 26 de febrero de 2018

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

XIX.

Cuando Eusebio y Eugenio Monje conocieron a Cornelio Morris, eran unos adolescentes sólo un poco mayores que lo que es Eloísa ahora, y tenían un gran problema: su madre moría, se apagaba como una vela, postrada en su propia cama sin que ellos pudiesen hacer nada. Sólo una bondadosa vecina y amiga de muchos años de la mujer, la visitaba a diario para aliviarla en lo que pudiera, aunque dada las condiciones, tampoco era mucho lo que podía hacer, los remedios naturales que conocía no habían hecho gran efecto y para ella también era evidente que la madre de los muchachos moriría muy pronto. El circo recién comenzaba a formarse y Cornelio recolectaba con gran habilidad y facilidad a trabajadores y atracciones, como si una fuerza misteriosa se encargara de buscar a las personas adecuadas y llevárselas frente a él. Para los gemelos Monje, Cornelio apareció como un hombre poderoso, refinado, elegante y ostentoso, el tipo de persona al que se le teme porque parece intocable, sin embargo Morris, quien detectó rápidamente el aura de ese tipo de necesidad que buscaba en las personas para atraerlas a su circo, se mostró amable e interesado con los muchachos, al punto de visitar a la madre de estos a su propia casa, un habitáculo de lo más pobre, para evaluar la situación y buscar la mejor manera de ayudarlos. La vecina, quien en ese momento acompañaba a la mujer postrada en cama, detectó de inmediato algo muy extraño en el hombre que acompañaba a los gemelos, ese sentimiento de que, aunque no sabes bien qué es, no te permite fiarte del todo de alguien, esa idea permanente de que todo lo que hace y dice está siendo fingido, sin embargo, temerosa, guardó silencio y procuró evitar la mirada para no delatarse. Cornelio les dijo a los muchachos que él los ayudaría, pero que para eso debían acompañarlo durante unos días, la idea de dejar sola a su madre no les pareció nada buena, pero cambió cuando Morris se quitó uno de sus ostentosos anillos y se lo entregó a la vecina, le dijo dónde podía cambiarlo y cuánto dinero podían darle por él, para que no les faltara nada durante el tiempo que los gemelos estuvieran ausentes. Eugenio, al salir de su precaria vivienda, se atrevió a sugerir la idea de que si tardaban demasiado tiempo, tal vez al regresar encontrarían a su madre muerta, pero Cornelio les aseguró con tal determinación que no sería así, que las dudas desaparecieron, y los muchachos se fueron con él sin poner más objeciones.

Cornelio los llevó a una pequeña pero cómoda oficina con ruedas que tenía enganchada a un camión, donde les pidió que se sentaran y les dijo, con aires de ser un generoso ser humano, que no sólo les ayudaría con la difícil situación de su madre, sino que también los ayudaría a ellos, dándoles un trabajo en el circo que estaba formando, por supuesto, que no tenían que dejar de lado los cuidados de su madre, sino que el trabajo los estaría esperando hasta que ella ya no estuviera en este mundo. Los muchachos estuvieron de acuerdo y Cornelio les puso sobre la mesa, un contrato que ambos debían firmar. Aunque les pareció inesperado que les pidieran escribir sus nombres en un papel, cosa que era de lo poco que habían aprendido a hacer en el mundo de las letras, los muchachos simplemente firmaron y ya está, pues estos jamás habían visto un contrato en sus vidas y tampoco tenían una clara idea de para qué servía. Cornelio Morris tomó el contrato complacido, y pidiendo que le siguieran, salió de su oficina. Afuera unos hombres, con la mirada turbada y temerosa, construían lo que parecía ser un gallinero, los muchachos siguieron a su nuevo jefe hasta una de las tiendas que estaban armadas, una bastante nueva por cierto, en cuyo interior había una caja de madera sin más peculiaridades que estar pintada de negro por dentro y por fuera. Cornelio, con tranquila determinación, les dijo que debían entrar ahí, los gemelos se miraron entre sí, aquello no tenía ningún sentido, Cornelio no estaba abierto a dar explicaciones, “Pues si no confían en mí, no los puedo ayudar. Pueden regresar a su casa ahora mismo, rompemos el contrato y por supuesto, me devuelven el anillo que le di a su madre” Eusebio negó con la cabeza sin levantar la vista del suelo “Yo voy a entrar…” dijo, mientras daba el primer paso hacia la caja, pero Cornelio lo detuvo, el trato era muy simple: los dos, o ninguno. Entonces, finalmente, Eugenio accedió, “Está bien, haré lo que sea, pero por favor, ayude a nuestra madre…” Cornelio sonrió complacido, “Dejarán de verla sufrir, ya lo verán…”

Apenas entraron, se dieron cuenta de que aquella no era una caja ordinaria, en cuanto la puerta se cerró y la oscuridad los envolvió, todo desapareció para ellos, incluso la presencia del otro, pues fue imposible de que se encontraran a pesar de estar encerrados en el mismo metro cuadrado. Ciegos y solos en un mundo completamente desconocido y hostil, lleno de habitantes extraños que no podían ver, pero sí oían gritar, llorar, rugir o silbar, a veces muy lejos y otras veces, demasiado cerca, incluso a veces, les parecía oír la voz de su propia madre. El olor también era algo desconcertante, desde campos de flores hasta carne podrida, todo mezclado en un ambiente de proporciones imposibles, en el que podían vagar indefinidamente, como si todo sucediera dentro de un sueño, un sueño negro. Cuando salieron, no tenían ni una remota idea de cuánto tiempo había pasado, la luz del día los golpeó con una violencia terrible. Al borde de la locura, los gemelos salieron golpeándose entre sí, aterrados, incapaces de reconocerse, luchando por zafarse de algo que, sin saber exactamente qué era, sí sabían que era muy malo. Cuando por fin la luz llegó a sus ojos, pudieron ver y entender qué estaba sucediendo. Estaban fuera de la caja, inmediatamente recordaron a su madre, cuánto tiempo había pasado, semanas, o incluso meses, “Sólo tres días…” les dijo Cornelio, y luego añadió, “…no deben preocuparse, Cornelio Morris siempre cumple lo que promete. Ella aun está viva y ahora ustedes, pueden evitar que ella muera. Les enseñaré como.”


Fue entonces que supieron que, desde ese día en adelante, podían detener el tiempo, sólo debían estar ambos de acuerdo, y todo el universo, al menos el perceptible para ellos, se estancaba, como una compleja máquina que de pronto se queda sin energía y deja de funcionar. También, debían estar de acuerdo para ponerlo en marcha nuevamente, lo que los ponía en la condición de no poder separarse, pues eso los convertía en hombres comunes y corrientes, su nueva habilidad trabajaba como esos pegamentos que necesitan de dos componentes que se mezclan para fraguar y que por sí solos no sirven de nada. Con el tiempo detenido, nunca supieron a ciencia cierta cuanto tiempo tuvieron a su madre suspendida en ese limbo temporal, pero fue demasiado el que necesitaron para convencerse de que no podían hacer nada y ponerse de acuerdo para permitir que el tiempo siguiera su curso y acabara con la vida de su madre. Cuando esto sucedió, regresaron al circo, para ellos ya habían pasado varios meses, pero en la realidad sólo habían pasado un par de días desde que salieron de la caja, encontraron a Cornelio Morris hablando con un hombre, un hombre que había conocido la noche anterior en una taberna y que le había confesado entre bebidas que sería capaz de hacer cualquier cosa por ver morir a su propio padre de una forma lenta y dolorosa. Su nombre era Charlie Conde y esa  “cualquier cosa” era firmar un contrato y entregarle su vida al circo. Cuando Conde se retiró, Cornelio se acercó a los gemelos, su semblante era mucho más severo, menos tolerante y para nada generoso ya “¿Saben conducir un camión?” fue todo lo que les dijo.


León Faras.

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