viernes, 2 de febrero de 2018

El Perro.

El Perro.


Tendría yo unos doce años, cuando un compañero de mi curso, en mi escuela, me invitó a su casa a compartir un juego que le habían regalado y que seguramente jugarlo solo, no tenía el mismo sabor. La ciudad estaba rodeada de cerros los que, a su vez, estaban cubiertos de viviendas en sus laderas y un poco más arriba. Allí vivía mi amigo. Iba yo por un angosto camino peatonal de tierra, que desembocaba en una escalera de cemento por la que obligadamente debía subir, ahí a los pies de la escalera, estaba echado el Perro. Era un perro grande, al menos, para los ojos de un niño de doce años, de un color negro sucio, polvoriento, casi rojizo, orejas puntiagudas clásicas, de esas que automáticamente le dan al perro un aspecto más intimidante, y el pelo largo como el Lobo de las películas, bastante cliché, lo sé, pero así lo recuerdo. El perro me vio acercarme y comenzó a gruñirme, sin siquiera cambiar de posición, me miraba con su cabeza reposada sobre sus patas delanteras, mostrándome sus intimidantes colmillos y haciendo ese sonido gutural tan característico. Yo, por supuesto, me paré en el acto y el perro dejó de gruñirme, como un pequeño pacto entre caballeros, pero eso sí, no me quitó el ojo de encima, lo que significaba que no se fiaba ni un pelo de mí. Intenté avanzar un par de pasos muy despacio hacia la escalera, como mostrándole mis respetos, pero el perro no estaba para trucos baratos y esta vez levantó la cabeza para gruñirme, y juro que pude ver completo su hermoso juego de dientes húmedos de saliva. Reculé rápidamente. Sobra decir que no había ni una persona cerca que me ayudara, como en esos duelos del oeste en los que todo el mundo se esconde. La siguiente estrategia, era rodearlo, pero era un camino angosto, con una pared del cerro por un lado y una pendiente de tierra por el otro. Aun así me pegué a la pared para avanzar lo más lejos posible de él, demostrándole que no quería molestarlo ni entrometerme en sus asuntos, pero mi amigo el Perro, se dio cuenta rápidamente de que yo no estaba captando el mensaje, así que se puso de pie con un resorte en las patas, me soltó dos ladridos que te hielan la sangre, eso si no te aflojan el estómago primero, y terminó con un gruñido largo como diciéndome “No te pases, muchacho… conmigo no te pases" Entonces tomé la decisión más sabia de toda mi vida, o de la que llevaba vivida hasta ese momento: dar la media vuelta e irme por donde había venido. Cuando volví la vista atrás, aun con el corazón latiéndome en todo el cuerpo y las piernas temblando, el perro se había vuelto a echar, en la misma posición y lugar en el que estaba antes. La experiencia quedó en mi mente para siempre, mi subconsciente, ni corto ni perezoso, la archivó de inmediato y hasta le puso una marquita de “No borrar” Muchos años después, recordando aquello, se me ocurrió otra hipótesis: el perro no estaba en su casa, por lo tanto no cuidaba su territorio, era un lugar público por el que, sin duda, mucha gente transitaba todos los días, tampoco en ningún momento, y para mi fortuna, intentó atacarme, solo amenazarme y de una manera lo suficientemente convincente como para hacerme desistir y volver a casa y una vez logrado esto, el animal volvió a su posición como si no hubiese pasado nada, su única intención fue cerrarme el paso. ¿Y si me salvó de algo? Algo malo que me hubiese sucedido de seguir mi camino, nadie imagina a los ángeles guardianes con un aspecto tan atemorizante y desaliñado, pero tampoco tienen por ley que ser criaturas hermosas y sobrenaturales. Esto me recuerda una historia que me contó mi padre hace años sobre un pollito recién salido de su cascarón, que, aventurero, decide salir a conocer la granja, en su paseo, no demasiado extenso aun, llega hasta donde las vacas estaban pastando. Era una mañana fría y el animalito ya comenzaba a sentirse algo entumecido, pero estaba perdido y no sabía bien como regresar de vuelta al delicioso calor de su madre. Por esas cosas del destino, eso de ubicarse en el lugar y el momento justo, uno de los vacunos decidió que era buen momento para vaciar sus intestinos, y le soltó una tremenda bosta que cubrió por completo al pollo que justo pasaba por debajo en ese momento. Sin embargo, el pollito pudo sacar su cabeza afuera y pasado el aturdimiento inicial por el impacto, se dio cuenta de que el excremento de la vaca estaba caliente, de que el frío desaparecía y de que realmente se estaba a gusto allí, literalmente con la mierda hasta el cuello. Eso, hasta que un ave rapaz, conocidas por su excelente vista, lo vio moverse, y de una sola pasada, lo tomó con sus garras y se lo llevó para comérselo y dárselo regurgitado a sus crías. Moraleja: No todo el que te caga, necesariamente te causa un daño, ni todo aquel que te saca de la mierda, te está haciendo un favor.


León Faras. 

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