lunes, 31 de marzo de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

92.



Una vez medicado para la fiebre, hidratado y alimentado con jugo de bayas y sedado nuevamente, Yurba lucía mucho mejor gracias al señor Sagistán y su sobrino, y Teté, mucho más aliviada. Le quitaron la cuchara atravesada en la quijada al enfermo y este pudo descansar al fin. Habían sido al menos dos horas de lucha contante con él, por lo que, el vaso de vino dulce y frío que les ofreció Rubi al acabar resultó maravillosamente apropiado, pero el mal no se había acabado y mucho menos había sido derrotado. Yurba comenzó a sonar muy raro, con ruidos que le salían desde dentro, muy profundo en las tripas y que lo hacían estremecerse y gesticular como si alguien estuviera jugando con sus nervios. “Pero qué mier…” Murmuró el señor Sagistán con el vaso de vino congelado a dos centímetros de sus labios. Teté rápidamente se volvió a angustiar y esta vez sería peor, porque lo que estaba a punto de suceder sería repugnante, incluso para unos “tripa-tiesa” como el señor Sagistán y su sobrino, quienes ya habían presenciado a lo largo de sus vidas todo tipo de cosas desagradables. Al tiempo que Teté y su hija se apretujaban entre sí y gritaban horrorizadas, Yurba comenzó a vomitar a plena capacidad de su boca y entrañas, soltando un chorro oscuro y acuoso, tan abundante y prolongado que era imposible para cualquier ser humano, con una presión que no decaía, arrojó una cantidad de porquería suficiente como para llenar medio bebedero de caballos. Luego de eso, el enfermo simplemente se dejó caer en su lecho, como un borracho que, satisfecha su necesidad, vuelve a su sueño con todo gusto. Cherman fue el primero en acercarse, curioso, notó que el vómito esparramado por todo el piso, no olía a nada en particular, ni a lo que le habían dado de beber, ni a los líquidos estomacales, ni a diablos, como esperaba, de hecho, su olor era similar al de la leche. Le acercó la oreja al rostro del enfermo y comprobó que éste respiraba con normalidad, que, al menos en apariencia, todo lo que lo aquejaba había sido expulsado de su cuerpo como en un exorcismo, pues era evidente que ahora, Yurba dormía como un bebé, un bebé capaz de girarse sobre sí mismo y acomodarse la almohada para dormir más a gusto.



Migas no estaba avanzando con los manuscritos y eso lo exasperaba, y tener la tonta mirada de Nimir encima no ayudaba. “Por qué no buscas algo que hacer en otra parte.” Le dijo, para no descargar su frustración con él, pero Nimir solo lo miraba con la boca abierta y lástima en los ojos como si el idiota fuera él. Migas insistió haciendo evidente su esfuerzo por contenerse. “Pero tal vez pueda ayudar.” Le respondió el otro, con una inocencia que hacía temblar de rabia al viejo Migas. Este respiró hondo, se restregó sus cansados ojos, se puso de pie con calma y se sirvió un poco de licor de mora. Era Nimir, enojarse con él era como enojarse con un caballo ciego por chocar contra un árbol. “Estaba seguro de que ese era su nombre escrito con sus caracteres.” Reflexionó Migas. “Pero lo uso para escarbar y lo único que saco son sinsentidos e incoherencias que no llevan a ninguna parte. Tal vez el maldito usaba otro nombre.” “Y si los garabatos esos los hizo otra persona.” Propuso Nimir, arrugando el ceño y Migas se restregó la cara con disgusto contenido. Cuándo iba a entender este chico que el silencio era mucho más valioso que decir tonterías. “¿Otra persona? ¡Pero qué otra persona! Si ese viejo estaba más solo que… Espera.” Había una chica allí, recordó Migas, una que escribió su nombre en la pared con una caligrafía casi infantil y que había huido durante el ataque de Rimos montada en un caballo llamado Romeo. Migas soltó una risita. Era curioso que recordara el nombre del caballo y no el de la chica. Pero acaso era posible que fuera esa chica la creadora de estos manuscritos, se preguntó el viejo con una tenue y rara sensación de esperanza y miedo, porque si la chica era la autora, y él invertía más de su tiempo en descifrar sus escritos, ¿qué clase de basura encontraría al final? ¿Los lamentos de una muchacha cuyo destino no había sido lo que ella esperaba? ¿Sus descargos de odio en contra de su captor? La amarga poesía de un alma presa… o, el genio oculto tras la impropia pedantería del viejo Larzo, cuyo único mérito, en realidad, fue encontrarla y capturarla. “¿Cómo era que se llamaba?” Preguntó en voz alta, aunque Nimir no intervino esta vez, intuyendo que la pregunta no era para él. “Estaba escrito en la pared, lo escribió muchas veces… era con M.” Insistió el viejo, como tratando de alimentar el recuerdo de alguien más, lo que le daba ansiedad a Nimir, porque quería decir algo útil pero no sabía qué. “¿Mar… Mer?” Repetía Migas, probando distintos cebos como si quisiera pescar el recuerdo. “Tiene que evocar el momento en su mente, cerrar los ojos y enfocarse en los detalles…” Aconsejó Nimir, expectante y ansioso, Migas lo miró inseguro de lo que acababa de oír. “Es lo que yo hago cuando pienso en mi madre…” Se excusó Nimir, un poco avergonzado por haber dicho nuevamente una tontería, ante la expresión severa de Migas, pero este comenzó a asentir con gravedad. “Puede funcionar.” Dijo al fin, sonriendo un poco, casi como con orgullo, pero pronto borró esa sonrisa. “Ya lo veremos, Nimir, ya lo veremos.”



Leerse el destino propio era una práctica antiprofesional, porque entonces el criterio se veía sesgado por el propio deseo de ver lo que uno quiere ver y no lo que en realidad está escrito, Lorina lo sabía bien, su tía abuela Miula, quien era capaz de captar el destino de las personas en el aire como si pudiera olerlo, sobre todo cuando éste era malo, se lo había advertido muchas veces. “Los ojos no pueden voltearse hacia dentro, niña.” Le decía, con su dedo en alto y sus párpados pintados de negro con tizne, y Lorina, que tomaba cada una de sus palabras coma la verdad absoluta, decidía sin quererlo ni dudarlo, que no obedecer los mandamientos de su tía, era pecado. Pero ahora ella ya era grande, hace rato que vivía por su cuenta y su tía abuela Miula ya se había ido hacía mucho tiempo, por lo que decidió coger sus huesos de gallina, los que por cierto, no eran de cualquier gallina, invocar su infinita sabiduría con más humildad y respeto que nunca, y lanzarlos a la sombra del árbol medicinal que la cobijaba, pidiendo luz sobre su propio camino. Al principio no vio nada, nada que le dijera algo, pero pronto vio que la formación de los huesos era inusual, inusual y favorable, inusualmente favorable, tal como si estuviera viendo justo lo que deseaba ver; tal como le dijo una vez su tía abuela Miula, la que nunca en toda su vida vio enferma ni herida: “Para bien o para mal, nunca dejaremos de engañarnos a nosotros mismos.” Lorina recogió y guardó sus huesos con una sonrisa adolorida, sintiéndose un poco tonta también por pretender caer en su propio engaño, pero entonces oyó los pasos de alguien muy cerca de ella, y al voltearse lo vio, era él, el que había huido, regresaba mirándola con gravedad en los ojos y un ligero gesto de ruego en el rostro, permitiendo que sus ojos se vieran atrapados por los de ella, esta vez, sin oponer resistencia ni querer escapar de ellos. “¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?” Le dijo, como si hablara con una deidad. “Soy solo Lorina.” Respondió ella, encogiendo un hombro. “¿Eres una especie de bruja, Lorina?” Pregunto él, acortando cada vez más la distancia entre ellos. Ella sonrió tenuemente. “Claro que no, ¿por qué lo dices?” Susurró. Estaban tan cerca el uno del otro que no necesitaban alzar la voz más que eso. “Porque me siento hechizado.” Respondió Yan. Lorina sintió el olor a ciruela en su aliento y le pareció reconfortante, comparado con lo que estaba acostumbrada en su trabajo. Sus ojos comenzaron a cerrarse y sus labios a estirarse hacia los de él, pero entonces alguien lo llamó por su nombre con rudeza, era Bacho, su hermano. Al parecer, se había tardado mucho menos de lo que esperaba.


León Faras.

martes, 18 de marzo de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

91.



¡Siento que solo estoy perdiendo el tiempo!” Se quejó Falena, impotente, mientras se movían por una de las callejuelas de Bosgos, rumbo a ninguna parte en particular. “Uno nunca puede perder el tiempo ni aprovecharlo, porque nadie puede reconocer cuando está haciendo lo uno o lo otro.” Dijo Brelio, como citando a algún sabio antiguo. Ambas chicas lo miraron con las cejas arqueadas en espera de contexto para semejante perla de sabiduría condescendiente. “Es lo que mi madre dice.” “Si lo dice tu madre, entonces es cierto.” Afirmó Emma, medio en serio y medio en broma, cosa en la que era especialista. ”¡Pero aun así! Podría estar muerto ahora.” Se quejó Falena. “No morirá, más bien todo lo contrario…” Dijo la voz de una mujer que sonaba divertida de decirlo. Falena se volteó a verla casi de un salto, y por menos de un segundo, juró ver algo muy raro en el rostro de esa mujer, pero al darle la luz del día en la cara, descubrió que era una mujer realmente hermosa, incluso por encima de los andrajos que llevaba puestos, lo más extraño era que, antes, cuando pasaron frente a ella, estaba segura de haber visto a una anciana inclinada sobre sí misma desgranando habas en su lugar. La mujer sonreía y desenvolvía algo muy extraño en el ambiente con esa sonrisa. “¿Quién eres?” Preguntó la chica, aturdida. “Tú lo sabes. Tú me buscabas.” Respondió la mujer, sin dejar de sonreír, amable, pero enigmática. Y agregó. “No te preocupes, tu amigo tiene que pagar un precio, pero ese precio no es la muerte.” Iba a preguntar, Falena, cómo sabía ella sobre su amigo, pero de pronto comprendió perfectamente quién le hablaba, sin embargo, Circe, apagando su sonrisa bruscamente, no le permitió hablar. “Yo no hago nada sin que me lo pidan, pero algunos no ponen ningún cuidado en lo que desean.” Entonces una mano en su hombro remeció su cuerpo y vio aparecer el preocupado rostro de Brelio frente a ella, a su lado, Emma la miraba más bien como a un bicho raro. Falena quiso buscar a la mujer hermosa de nuevo, pero en su lugar, había una vieja con una vaina de haba a medio desgranar en las manos y una marcada indignación en el rostro hacia su sola presencia. “¿Haces eso a menudo?” Preguntó Emma, con algo de recelo en el rostro, pero Falena no entendía qué había pasado. “Te quedaste ahí pegada como una gallina ciega frente a esa mujer…” Le reprochó su amiga a gritos susurrados, mientras ella y Brelio la arrastraban fuera de allí. “Te llamamos pero ni siquiera nos escuchaste. Parecías poseída…” Añadió el muchacho, y a Emma, eso le pareció de lo más acertado que había oído en toda su vida. “Pero vi a la mujer, la bruja, la con cara de cabra de la que todos hablan y nadie ve…” Se excusó Falena, vehemente, pero solo logró que la miraran aún más raro. “Yo llevo toda mi vida aquí y jamás le he visto ni las pisadas.” Argumentó Emma, mirándola con intenciones de hacerla sentir como una loca.A eso me refiero exactamente.” Replicó la otra. “Yo la vi, y era una mujer hermosa en realidad.” Emma alzó sus ojos al cielo implorando un poco de paciencia. “¡Tiene cara de cabra! Qué tan hermosa puede ser una cabra.” E iban a enfrascarse en una nueva discusión pero Brelio intervino. “¿Pero qué fue lo que te dijo?” Falena se centró en sus recuerdos por un segundo. “Dijo que el cuerpo de mi amigo estaba cambiando, se estaba rehaciendo o algo así… pero que no moriría.” Emma estiró los labios en gesto de estar conforme. “Al fin buenas noticias. ¿Alguien más tiene hambre?”



Yan Vanyán, el paladín Jazzabariano, según su propio concepto de sí mismo, se paseaba cubierto de pies a cabeza por las callejuelas de Bosgos, lo que llamaba más aun la atención, debido a que el clima era bueno para vestirse liviano a menos que fueras un apestado, uno de esos pobres desgraciados obligados a vivir ocultando sus llagas y pústulas; condenados a vagar indefinidamente al no ser bienvenidos en ninguna parte. Yan jamás lo hubiese notado, si no fuera porque una mujer con pinta gruñona, le dio con ruda urgencia un cuenco de corteza con agua y lo despachó con idéntico apuro, sin permitirle siquiera devolverle el tiesto. “¡Llévatelo, llévatelo!” Le ordenó, corriéndolo con la mano como si fuese una mosca. Luego alguien más le tiraría dentro del cuenco un par de ciruelas y una rodaja de pan de ayer. La gente era generosa, con tal de que el apestado se alejara lo más rápido posible de su calle. Yan se sentó bajo un árbol desde donde podía ver los Tronadores y juzgar el nivel de seguridad que tenían, pero se topó con la mirada de una mujer joven que, inmóvil, lo miraba desde prudente distancia con dolorosa resignación, como si viera su deseo más valioso destrozarse lentamente ante sus ojos. Yan intentó ignorarla y centrarse en su trabajo mientras se preparaba para meterle una buena mordida a su ciruela, pero podía sentir los ojos suplicantes de esa mujer en los huesos y así era imposible disfrutar de su comida, así que, descubriéndose la cabeza, la llamó para que le dijera cuál era su problema. La mujer lo miró sorprendida, seguramente porque esperaba ver llagas y pústulas en su cara; se acercó con algo de recelo, o tal vez solo timidez. Ella cojeaba. “No tienes peste.” Afirmó, señalando con el dedo lo evidente. Yan la miraba con cansancio mal disimulado, como un empleado público después de una larga jornada atendiendo imbéciles. “Nunca he dicho que la tenga.” Respondió con desdén. La mujer quiso señalar a la gente que decía lo contrario tras ella, pero tenía la prueba ante sus ojos, por lo que no insistió. “Necesito algunas hojas de ese árbol… es que es el único que está cerca y… ya he caminado mucho hoy.” Yan asintió, harto de información innecesaria. “Son medicinales, ¿lo sabías? Son muy buenas para sanar las heridas…” Dijo la mujer, susurrando muy cerca de su oído. Yan no lo sabía. “¡Por supuesto que lo sé! Todo el mundo lo sabe… yo…” Entonces sucedió lo que siempre había temido pero que nunca le había pasado: sus ojos se quedaron atrapados en los de ella. Por un instante se sintió privado de libertad, capturado por una tonta mirada de la que no podía despegarse y de la que solo pudo huir, alejarse torpemente tropezando con todo a su paso, poniendo tierra de por medio lo más rápido posible. El gran Yan Vanyán, aterrado, se dio cuenta de que no era inmune a todo como él creía. Lorina se quedó insegura de lo que sentía. Se olió a sí misma. Idéntica reacción había tenido Costia la última vez que lo vio, pero aquel era un condenado a muerte, mientras que este solo parecía asustado… ¿de ella?


León Faras.

viernes, 7 de marzo de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

90.



En Bosgos la noticia se esparció como el olor a estiércol por la mañana. “¡Yo lo vi! Estaba oscuro, pero el hombre llevaba una antorcha en la mano. Eso que lo atacó, no era un animal cualquiera… pero tampoco un hombre.” Bacho respiraba con urgencia, como si en realidad estuviera asustado, y Yan, lo miraba como si estuviera actuando y no muy bien. Recorrieron todo el resto del camino hasta allí a oscuras, iluminado solo por la luz de la luna que afortunadamente no los abandonó hasta que los primeros rayos del sol se insinuaron y le soltaron su historia a los primeros pobladores que encontraron. Pronto todo Bosgos hablaría de eso y eventualmente llegaría a los oídos de Nina. El monstruo, la bestia cuya masacre, ella y sus chicas habían tenido que limpiar, estaba de regreso y se había cobrado la vida de dos hombres, porque, según Bacho, el otro que acompañaba al difunto, era imposible que hubiese sobrevivido, así de idiota como estaba. “Tiempo sin verte, bonito.” Dijo Cípora, estirando el cuello como una lagartija coqueta, y Bacho, que no podía luchar contra ella cuando lo llamaba así, se le comenzaron a escapar las risas por un costado de la boca de puro gusto, como a un niño borracho que bebe por primera vez. “¿Cómo estás Cipo?” Dijo, sonriendo con la boca chueca como un idiota y olvidándose de la bestia, de su trabajo y de todo lo demás. “Ve avanzando tú, Yaya, luego te alcanzo.” Le dijo a su hermano, pero este de solo verlo, ya lo había dado por perdido. Bacho estaría ocupado por un buen rato y luego de eso seguiría con un buen sueño, porque no habían dormido en toda la noche, pero él, en cambio, era Yan Vanyán, y no necesitaba dormir si no quería, por lo que comenzaría a hacer el trabajo por su propia cuenta.



Mientras tanto, el idiota, que en algún momento lo venció el sueño sin que se diera cuenta, despertó sobándose la mandíbula, allí donde la muela lo traía de vuelta a su triste realidad. Ya no estaba tan idiota, y notó de inmediato que estaba solo. Su suegro, si no estaba haciendo el desayuno, tal vez estaría defecando tras un arbusto o yendo por agua; el tipo de cosas que se hacen a primera hora de la mañana. Lo gritó dos veces, y a la tercera lo llamó por su nombre, cosa que no acostumbraba a hacer, a menos que le preocupara algo. Había algunas cosas que no eran de ellos, como un pellejo de vino a medio vaciar, pero su medicina lo ponía tan estúpido, que no era nada extraño que el mundo siguiera girando mientras él estaba ausente. Era muy raro que su suegro no estuviera, pero estaban sus cosas, por lo que seguro que había una buena explicación, e iba a recoger algo de leña para la fogata matutina, cuando un olor muy familiar le llegó con la brisa. Tanto él, como su suegro, eran matarifes de profesión, y el olor de la sangre, de las vísceras expuestas y de los cuerpos abiertos eran parte de su vida. El hombre sonrió, ya lo entendía todo. Su suegro, seguramente, se había encontrado con la oportunidad de capturar algún animal y lo estaba despostando por ahí cerca, lo extraño era que no le contestara. Siguió el aroma de la sangre hasta su fuente y hasta oír su respiración, sonaba alterado o asustado. Muy asustado. Cuando por fin lo vio, vio que ese no era su suegro, sino otro hombre que miraba el vacío, ausente; cubierto de sangre desde las mejillas hasta la cintura, temblando de terror con el puño en la boca y que en cuanto se dio cuenta de su presencia, huyó despavorido, como si hubiese visto la guadaña del Segador de Hombres sobre su cabeza. A pocos metros estaba su suegro tirado entre la hojarasca, expuesto como una manzana a medio roer, con medio de todo: media cara, medio torso, media extremidad… ni siquiera podía ser recogido del suelo sin que se desparramara el pobre. Se sintió estúpido otra vez, incapaz de reaccionar, de sentir o entender, y por ese rato, su muela ya no le dolía. Se dejó caer al suelo, como si sus piernas hubiesen perdido el interés en sostenerlo, y ahí se quedaría hasta que el dolor, el implacable dolor, lo trajera de vuelta de nuevo al aquí y el ahora y lo obligara a vivir.



Y ¿qué piensas hacer? Eres bienvenido a quedarte aquí, si eso quieres… Eres mi sangre.” Le dijo el señor Sagistán a su sobrino, mientras preparaba una masa gorda de harina, agua y sal para cocerla en los rescoldos de su fogón luego. Había sido una agradable noche en la Descorazonada recordando sus “días de gloria” en la Rueda, pero demasiada fama lo había agotado. Quedarse o irse no hacía mucha diferencia para un hombre que no pertenecía a ningún sitio, y la respuesta debería brotar por sí sola, pero antes de que eso sucediera, una mujer terriblemente angustiada, o así se veía, aferrada al brazo de su hija que lucía idéntica aflicción, llegaron hasta su casa. Incluso sus perros se preocuparon de solo verlas. Era la señora Telina, la madre de su más reciente aprendiz. “Señor Sagistán, le ruego que me perdone, pero es que no sé a quién más recurrir…” Le dijo, a punto de llorar. “Mi esposo debió atender sus deberes y yo con mi hija no sabemos qué más hacer. Ya lo hemos intentado todo, se lo juro. Por favor perdone.” Dijo, pero sin poner ningún contexto de fondo, por lo que entenderle era complicado, y de no conocerla, se podía considerar la peor de las tragedias con solo verla. Cherman apareció en escena y Teté redobló sus lamentos al ver que el señor Sagistán tenía invitados y ella solo estaba molestando, y los hombres debieron redoblar sus esfuerzos para tranquilizarla y lograr que la mujer les dijera algo de utilidad para comprender lo que ocurría. “Es Yurba, señor Sagistán. Él está mal. Muy mal.” Intervino Rubi, también un poco nerviosa ante la inoperancia de su madre para comunicarse como debía.



Efectivamente, Yurba se veía más muerto que vivo en ese momento, rígido hasta la mandíbula y tiritando de un frío que no existía. “Suda como un cerdo.” Comentó Cherman, alarmado, pero su tío lo corrigió de inmediato mientras le tocaba la frente al enfermo. “Los cerdos no sudan… Está ardiendo.” Teté le comentó que Barucho lo había revisado antes y el viejo se sorprendió de que ese curandero aún estuviera vivo, pero ahora su sobrino lo corrigió de inmediato. “No es el viejo, es uno de sus nietos. Heredó el don.” “Dijo que era brujería.” Apuntó Rubi, creyéndolo pertinente, y los dos hombres se voltearon a mirarla como si pretendiera ser graciosa en el momento más inapropiado de todos, pero no era así. “Tonterías, el viejo era un embustero y el joven seguro que también lo es. Cuando no saben qué decir, sueltan disparates como ese.” Dijo el señor Sagistán, abriendo su morral con sus hierbas, pero Teté ya lo había intentado sin éxito, debido a que el enfermo mantenía los dientes apretados constantemente desde que el soporífero de Barucho había perdido su efecto, y era imposible hacerle tragar nada. Sagistán asintió disconforme, como si lo estuvieran retando. “Ábrele la mandíbula, sobrino. Vamos a ver si no va a tragar nada.” Y una vez hecho esto, le atravesó el mango de una cuchara de oreja a oreja en la boca y se la ató en la nuca como si fuese una jáquima. “Primero tratamos la fiebre, luego la rigidez.” Advirtió Sagistán. Y agregó. “O lo ahogaremos en lugar de ayudarlo.” Concluyó.


León Faras.