105.
Cerca de donde estaba Yan, había un tipo soltando una especie de discurso revolucionario metido en medio de un gentío que a ratos parecía apoyar sus palabras y a ratos sonaba disgustado con él. Como fuera, eran una molestia, porque él tendría una cita en ese lugar con la mujer más fabulosa que jamás hubiese conocido, si es que ella accedía a asistir, por supuesto, y el bullicio de esa muchedumbre estropeaba cualquier ambiente, digamos romántico, que pudiera haber en ese lugar. Para su desgracia, cambiar el lugar de la cita era ya algo imposible. El mensaje ya estaba enviado, la suerte echada, y a él sólo le quedaba esperar lo mejor.
En el burdel de Nina, Dan Rivel intentaba averiguar dónde encontraba a la prostituta coja a la que le había entregado el mensaje, pero se topó en la entrada con Mirú, un joven varón de ademanes afeminados, apenas mayor que él, que coqueto, le gustaba jugar con todos al tira y afloja sin dejar nunca de sonreír, ni tomarse absolutamente nada en serio. Dan intentaba explicarse, pero era como si aquel no quisiera escucharlo y solo le respondía con risitas vanidosas y caricias incómodas, hasta que le ofrecieron algo de dinero. “Lorina, por supuesto. ¿Acaso hay otra puta coja en otra parte?” Le respondió con la suficiencia del que hace rato conoce las respuestas, y agregó. “Llegas tarde. Ella no está aquí…” Dan quiso saber dónde estaba, pero solo obtuvo una rápida descripción de lo elegante que se veía cuando salió. “¡La hubieses visto! Si no fuera por la cojera, yo jamás la hubiese reconocido.” Confesó Mirú, sin miedo a la honestidad, sobre todo sabiendo lo poco producida que podía ser Lori con su apariencia. “¡Siempre desabrida como un huevo esa mujer, incluso a pesar de trabajar en un burdel! Yo no la entiendo.” Concluyó Mirú, dando su opinión personal, pero Dan ya no le prestaba atención, porque comenzaba a pensar en que él le había entregado el mensaje del señor Yan específicamente a la mujer que éste señaló, y ésta misma mujer, acababa de salir vestida inusualmente elegante como si asistiera a una cita. “¿Acaso la mujer de la que el señor Bacho hablaba era Lorina, la puta coja?” Comentó esto en voz alta sin darse cuenta, interrumpiendo a Mirú que ya había empezado a hablarle sobre lo maltratadas que tenía las manos luego de todos esos días trabajando duro por la ciudad y sus heridos. “¿Quién es ese Bachu?” Preguntó éste, ciertamente ofendido porque no le estaban prestando ni pizca de atención a lo que él decía, pero Dan ya debía irse. No había nada más que investigar. Claramente, no se trataba de ninguna cita romántica ni de ninguna relación seria de la que preocuparse. El señor Bacho lo entendió todo mal y su hermano solo buscaba un encuentro con una prostituta, pero fuera del burdel. Eso ni siquiera era algo raro. El asunto es que cuando fue, confiado y sonriente, a explicarle al señor Bacho que lo que sucedía no era más que un mal entendido, éste reaccionó como si aquel lo estuviera tratando de estafar. “¿Acaso me tomas por imbécil, imbécil?” Le gruñó Bacho, atragantándose con su bebida favorita, una de bonito color rosa hecha a base de jugo de tomate fermentado y leche de cabra. “¿Crees que no sé cuando mi hermano está interesado en una mujer, y me dices que solo tiene una cita con una puta! ¿Estás diciendo que mi hermano está enamorado de esa puta coja!” Dan podía explicarse, pero dada la superioridad física, la violencia inminente en el ambiente y la dosis de alcohol ingerida por aquel, era muy difícil. “¿Dónde es la cita…? ¿Qué no sabes dónde es la cita! Pero vaya mierda que eres. ¡Y encima te pago para esto!” Bacho insistió hasta que se cansó de zarandear al pobre chico y al fin lo soltó como a un estropajo inservible. “Ven conmigo. ¡Y más te vale que tengas razón!” Lo amenazó, antes de secar su jarra de un trago.
El lugar de encuentro de la pareja no era otro más que aquel en el que se conocieron la primera vez, en la pequeña plazoleta a la sombra del gran Sagistán que crecía allí, un árbol relacionado con lo sagrado y lo divino, cuyas innumerables virtudes abarcaban también el terreno de lo mágico, y cuya presencia nunca era algo casual. Aunque para Yan, ese sólo era el lugar en donde vio a Lorina por primera vez, y con eso era suficiente. La esperaba imperturbable como un guardia real, sin descanso ni distracciones, pues era ella quien debía decidir en qué momento presentarse, y él debía esperarla por el tiempo que hiciera falta, el cual nunca sería demasiado gracias a su superioridad física y a su voluntad de hierro. Eso se repetía mentalmente en el momento que la vio aparecer y todo aquello desapareció de su mente. Se sintió legítimamente abrumado por la belleza que irradiaba ella con ese simple cambio en su peinado y en sus atuendos, comprendiendo por primera vez el verdadero poder del encanto femenino, ese del que sus tres hermanas le habían hablado con petulante insistencia, pero que él siempre desestimó por saberse inmune, ahora lo doblegaba. “Espero no haberlo hecho esperar demasiado.” Dijo Lorina, acercándose tan rápido como su cojera se lo permitía. “Solo la muerte podría hacer que esa espera fuese demasiado.” Respondió Yan de forma automática, y es que esas frases afectadas y poéticas brotaban de su ser por sí solas en presencia de Lorina. “No diga eso, por favor.” Replicaba ella, sintiéndose halagada y avergonzada al mismo tiempo por la obsequiosa galantería de su hombre. “Anhelaba volver a ver sus ojos una última vez…” Decía él, y así, toda su interacción era cursi y suplicante a más no poder, encerrados dentro de una burbuja donde todo el mundo que los rodeaba, con sus miradas curiosas y sus opiniones que nadie pidió, simplemente desaparecían al no tener ojos ni oídos para nadie más. Aunque ciertamente, ellos no pasaban desapercibidos en absoluto.
León Faras.
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