jueves, 31 de julio de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

104.



Janzo meneaba y se sobaba el hombro haciendo muecas de dolor sentado fuera de su casa. Era una de esas lesiones testarudas que iban y venían como el clima, y no estaba su esposa para que le hiciera uno de sus remedios mágicos con esperma de vela, hierbajos aromáticos y rezos susurrados entre dientes que le quitaban el dolor por una buena temporada. Miraba a su alrededor y pensaba en su hermano, y en lo que aquel estaría pensando ahora, después de lo que sucedió con su poderoso ejército de hombres de metal y artefactos escupe-fuego. Pensaba en que ese mismo atrevimiento fallido le había costado la potestad a Rimos y a su rey, y en que un tropiezo como ese debía ser corregido a la mínima oportunidad y lo antes posible para no alimentar las ambiciones de sus enemigos. Seguramente eso era algo que también había considerado su hermano ya, y con razón. En Bosgos, algunos ya predicaban la ilusoria idea de atacar Cízarin, de devolverles el golpe, de derrocar a su rey. Uno de ellos, el que demostraba más convicción en sus ideas y fervor en su discurso, y que con ello atraía más la atención, era uno al que llamaban el capitán Musso. Tenía un puñado de fieles seguidores dispuestos a todo y a la mitad de la ciudad que aprobaba sus ideas sobre no dejarse atropellar por nadie, o que dejar una ofensa sin castigo era el primer paso hacia la esclavitud. La otra mitad creía que, aunque tuviera toda la razón, pensar en enfrentarse a Cízarin era una locura y una estupidez, pues no había forma de vencer un reino como ese ni aunque pelearan durante toda una vida, pero Musso les recordaba que la verdadera locura, y estupidez, era quedarse esperando sin hacer nada a que su enemigo los atacara cuando quisiera, para eso, era mejor invitarlos con los brazos abiertos a apropiarse de sus tierras y sus animales a cambio del honor de “¡Poder besarle sus reales pies!” Janzo estaba un poco de acuerdo con ambos, porque aunque podía aplaudir las ideas de Musso y su fervor, aún no veía con claridad cuál era la brillante estrategia que éste pensaba usar para llevarlas a cabo y derrotar a Cízarin, nada aparte de su apasionado discurso, muy inspiracional en su opinión, pero nada práctico.



Brelio ya era todo un hombre, y podía estar orgulloso de que gracias a la educación de su madre, era un hombre sensato y bienintencionado en el que se podía confiar. Pero había algo en él que a su padre le incomodaba un poco, como una segunda capa que no dejaba ver, como si su hijo estuviera siempre pretendiendo ocultar o reprimir algo. Su madre decía que su hijo era claro y transparente como el agua y siendo ella una bruja como era, seguramente sabía hasta lo que el chico soñaba por las noches, pero él no estaba muy seguro de conocerlo como debía. Brelio ni sospechaba que era un príncipe cizariano sobrino de un rey, y su padre vivía preguntándose si había sido injusto o egoísta al ocultárselo desde niño, también con la paranoia de que algún día lo averiguase y tuviera una reacción inesperada, renegando de sus padres por mentirles o tal vez solo terminara odiándolos en secreto por ocultárselo. Janzo no hablaba mucho del tema porque casi nadie sabía quién era él en su pasado, pero uno con quien sí podía hacerlo era Emmer, y éste, sin tomarse demasiado en serio la preocupación de su amigo, le respondió con suficiencia: “Mira, si hubiera algo raro en él, Emma lo sabría, porque ella siempre lo ha sabido desmenuzar con total facilidad, y si Emma supiera algo, todos lo sabríamos, porque ella nunca ha sido capaz de mantener sus ideas dentro de su cabeza por mucho tiempo.” Luego agregó: “Si fuera tú, no me preocuparía.”



“…La guerra ya comenzó, algunos no quieren oírlo, pero es cierto. Ellos ya dieron el primer golpe y darán el segundo y el tercero si es necesario. Por eso es que defenderse no es suficiente, ¡hay que atacar! Hay que quemar sus lechos, destrozar sus armas, envenenar sus alimentos y bebidas… quitarles la paz durante el descanso..” Predicaba Musso su doctrina ante un generoso grupo de bosgoneses que solo deseaban escuchar las palabras adecuadas para convencerse de luchar. “¿Y cómo vamos a enfrentar a su ejército?” Gritaba uno. “¿Cómo vamos a pelear? ¡No tenemos nada!” Gritaban otros, pero Musso respondía con pasión que tenían todo lo necesario. “No somos idiotas, no enfrentaremos un ejército que nos aplastaría como moscas en un instante. Nosotros los atacaremos en sus propias casas, por las noches y en secreto; con pequeños grupos, causando el mayor daño posible para luego huir. Ocultándonos, descansando y volviendo a atacar… golpeándolos una y otra vez aquí y allá y donde menos se lo esperan. Los debilitaremos mientras nosotros nos hacemos más fuertes.” Una mujer de unos treinta y pocos años llamada Iulia; robusta, con un atractivo relativo y cierta autoridad en el grupo de Musso, notó la presencia de una pareja muy joven entre la multitud. Se acercó a ellos seguida de un hombre apenas mayor pero con una marcada calvicie, cuyo mayor atributo eran sus enormes cejas y un par de brazos como para romperle la columna a un hombre joven. La mujer hizo unas señas con las manos y otros gestos con el rostro que el hombre tradujo. “Ella quiere saber si están dispuestos a pelear o están aquí solo de curiosos.” “¡Podemos pelear!” Respondió la chiquilla, impulsiva. Iulia no necesitó su lenguaje de señas para comunicar su impresión, bastó con la mirada. “¿Y estás así de dispuesta a que te rajen el cuello también?” Preguntó el hombre, inclinándose sobre ella. La muchacha dudó, como si estuviera siendo amenazada, pero luego de un par de segundos reaccionó. “¡No somos cobardes, podemos enfrentarnos a quién sea!” Alegó, altanera como un perro pequeño, muy valiente a pesar de su tamaño. La chiquilla estaba verde, su actitud era superficial, en una situación real probablemente se desmoronaría, tal vez dentro de un par de años más. El muchacho en cambio había mantenido la postura y el gesto, parecía del tipo que mantiene la boca cerrada y piensa antes de abrirla. Iulia hizo un par de señas con sus manos y el hombre se dirigió sólo a él. “Nadie les obliga a entrar, pero una vez dentro, nadie abandona el grupo. Piénsalo bien y vuelve mañana si estás dispuesto a unirte a nosotros.” Brelio asintió con una sonrisilla contenida y cierto brillo en los ojos, Emma en cambio se sentía un poco rechazada. “¡Qué tontería! Quién va a estar dispuesta a que le rajen el cuello…” Comentó la chica cuando ya se iban. “Seguro que son del tipo que solo fanfarronea frente a los demás, pero luego no hacen nada.” Agregó después. “No creo que debamos volver otra vez. Ese par que se nos acercó daba muy mala espina.” Concluyó luego, ante el persistente silencio de su compañero.



León Faras.

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