miércoles, 11 de enero de 2012

Autopsia. Primera parte.

IV.


“Me equivoqué… esto... no es una enfermedad…estaba equivocado, esto no puede ser una enfermedad…”

El añoso y atormentado tronco del sauce que enjuagaba las puntas de sus ramas en el pequeño lago de la ciudad, anidaba en uno de sus recovecos una pareja de pequeños y orondos cactus, con sus espinas blancas aplastadas, que crecían en apenas un puñado de tierra inerte, y que Elena visitaba en sus paseos para cerciorarse de que siguieran ahí. La muchacha llevaba buen rato sentada en la agreste banca de madera junto al viejo árbol desde su salida de la iglesia, buscando paz para su mente en las tranquilas aguas, en la barcaza destrozada a la orilla de estas y en los numerosos patos, que indiferentes llevaban a cabo sus actividades naturales sin prestar atención a su tristeza. Las palabras del padre Benigno se repetían en su mente como un inclemente eco que la hacía angustiarse, provocándole un sincero temor por su alma, ella no había hecho nada malo, lo sabía, pero eso no la hacía sentirse mejor. La suave pero fresca brisa del atardecer estival la hizo incorporarse, con un suspiro se puso de pie, ya era hora de regresar a casa.

Un carruaje lujoso y lustrosamente negro estaba detenido frente a la puerta del doctor Ballesteros cuando Elena llegaba, una silueta enorme e igualmente oscura permanecía erguida ahí, esperando ser atendida. La muchacha la reconoció en seguida y con ello, se evaporó la escasa tranquilidad que había conseguido. “Padre Benigno, ¿qué hace usted aquí?”, pregunto con humildad, el cura le dirigió una mirada sin cambiar su adusta expresión, “Vengo a hablar con tu padre” dijo, y volvió la vista hacia la puerta que en ese momento se abría. El sacerdote entró con la autoridad que su investidura le daba, detrás de él, un hombre maduro que abrazaba a una mujer de mediana edad, ambos vestidos de riguroso luto, entraron a la casa del doctor ante la vista impávida de Elena y del ama de llaves quien se secaba las manos en su delantal, mientras le informaba que el doctor estaba ocupado trabajando, “Dígale que necesito hablar con él ahora”. Elena, sin prestar demasiada atención a las intenciones del cura, se dirigió rápido al estudio de su padre. Entró y cerró la puerta. Lo encontró vaciando agua en un lavatorio, tenía sus manos totalmente ensangrentadas y el rostro marcadamente contrariado, tanto que su saludo sonó carente de todo interés, antes de que la muchacha hablara, la puerta comenzó a ser golpeada con insistencia, Elena le informó de quien había llegado a su padre, quien respondió con un desgano que más parecía profundo agotamiento, como quien a sido derrotado después de una larga y dura batalla, “Abre la puerta, lo estaba esperando”.

Elena abrió la puerta protegiéndose tras ella y el cura entró a la habitación con la vista fija en el doctor, que en ese momento se secaba las manos en una toalla blanca, manchada con un rojo diluido. “Este lugar huele a matadero”, “Buenas tardes, Benigno”, el médico se defendió con sarcasmo, jamás usaba el título de “Padre” con el cura, como este nunca le llamaba “Doctor”, entre ellos existía la misma rivalidad que siempre ha existido entre la ciencia y la religión. “Vengo por el cuerpo de Domingo, el alma del muchacho sufre el más insondable dolor de los condenados por el más reprochable de los pecados, el suicidio, y necesita cristiana sepultura, además de todo lo que esté en nuestras manos para atenuar su terrible sufrimiento”, dicho esto, reparó en el frasco que contenía el feto extraído del cadáver de Isabel y agregó “¿cuantos seres humanos mantiene en este lugar? No se da cuenta que son hijos de Dios” el médico miró de reojo el frasco, “dudo mucho que aquello sea un hijo de Dios”. Los padres de Domingo, que permanecían detrás del cura, eran bastante acomodados y generosos con la iglesia, lo que obligaba al sacerdote a usar cierta vehemencia en su causa, “sin embargo, el doctor respondió con cansancio en sus palabras, no creo que Domingo tenga más sufrimiento del que ya padeció en vida”, “Las espinas de este mundo no encuentran comparación en los tormentos eternos del infierno, Horacio, ¿dónde tiene el cuerpo?”, el doctor se le acercó al sacerdote y tuvo que inclinar levemente la cabeza hacia arriba para mirarlo a los ojos, “¿Sabe usted por qué se quitó la vida?”, el cura permaneció inmutable, “la locura descarrila las buenas almas, cegándolas…” el médico le interrumpió, cansado de oír argumentos Bíblicos “¿Quiere saber por qué enloqueció Domingo hasta el punto de colgarse de una viga?”, “¿y acaso usted me va a responder eso?”, aquel desafío del cura era lo que Ballesteros esperaba. Retrocedió hasta el fondo del cuarto, donde una cortina ocultaba su mesa de trabajo, y la corrió de un tirón. Todos guardaron silencio, solo se oyó una sonora aspiración de sorpresa que hizo el cura y el golpe seco en el suelo del cuerpo de la madre de Domingo al desmayarse, pero nadie se movió de su posición. “En el nombre de Jesucristo, ¿qué ha hecho?”. Sobre la mesa del doctor, yacía el cuerpo de Domingo recostado desnudo, una tela le cubría la cara y otra los genitales, su tronco estaba abierto de par en par, dejando ver las paredes internas, donde las limpias costillas resaltaban entre la carne rojiza con vetas blancas de grasa, dos ensangrentadas palanganas de loza a su lado contenían, una, una buena cantidad de los órganos que el doctor había retirado, y la otra, varias herramientas quirúrgicas sumergidas en un agua que había adoptado un atractivo tono rojo, el cura se acercó persignándose con una lentitud aturdida, “¿Cómo puede profanar un cuerpo de esta manera, como si fuera un animal?”, el médico se le acercó sin hablar señalando algo en el interior del cadáver, una bolsa de pellejo, como un melón grande, el sacerdote miró de cerca “¿Qué es lo que tiene dentro del estómago?”, “no es el estómago, ya lo extraje, aquello es una especie de formación celular totalmente anormal adherida al intestino” el doctor cogió una pinza y abrió la bolsa ya rasgada de antemano, el padre Benigno se llevó una mano a la boca y retrocedió consternado “…un bebé…”, “¿aún cree que aquello es un hijo de Dios?, esto que el muchacho sentía en su interior, fue lo que al final lo obligó a matarse”, el cura trataba de meditar, “ese niño… el del frasco… ¿de donde lo sacó?” el Padre había cambiado totalmente su tono desafiante y se mostraba desarmado, con lo que el médico adquirió cierta autoridad sobre la situación, “del cadáver en descomposición de Isabel Vázquez”, el sacerdote había perdido sus fuerzas, sudaba, “Dios mío, le reprocharía esa exhumación clandestina, si no fuera por lo que estoy viendo” luego bajó la vista y se llevó la mano a la frente unos segundos y agregó, “Dios nos proteja de aquello que está intentando venir al mundo”, esas últimas palabras lo hicieron reflexionar, algo apareció en su mente y buscó con la vista a Elena quien se mantenía en el mismo sitio junto a la puerta, y se le acercó “Tú, hija mía, no mentías…en el confesionario, no estabas mintiendo…”


León Faras.

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