viernes, 27 de julio de 2012

La Prisionera y la Reina. Capítulo uno.

I.

Rávaro se sentía inundado de un sentimiento de plena satisfacción mientras caminaba por los fríos pasillos de su castillo rumbo a las catacumbas, su escuálida silueta dibujaba alargadas y siniestras sombras en las paredes cada vez que pasaba junto a alguna de las distantes antorchas que iluminaban las sucias piedras que formaban las murallas. Se sobaba sus pálidas y nudosas manos una y otra vez con nerviosa ansiedad sintiendo el roce de sus largas y descuidadas uñas mientras su rostro lucía una sonrisa forzada y una mirada pervertida, que eran fieles reflejo de sus pensamientos. Los guardias, que de por si eran seres siniestros y con tendencia a la crueldad, no sentían ninguna simpatía por él, el escaso respeto que le proferían, era solo debido al temor que Rávaro les provocaba, solo ellos conocían las torcidas acciones de las que era capaz y los medios de los que se valía para ello, sin embargo, no eran pocos los que se regocijarían con ver a su amo padecer un poco de la desesperación que gustaba provocar en sus víctimas. El jefe de sus guardias, Oram, le esperaba con una marcada expresión de desprecio en el rostro, como un anfitrión cuyo huésped le repugna. Era un hombre que ya entraba en edad madura, grande y fuerte con el poco pelo que le quedaba firmemente atado en una cola, y un estómago prominente, este abrió la puerta que conducía a las celdas y luego caminó con arrogancia tras los pasos de su amo, haciendo callar, con su sola presencia, los gemidos y alaridos que de común se oían ahí. Las antorchas que se encendían a capricho de los guardias eran la única luz que llegaba a esos lugares tanto de día como de noche y Oram tuvo que tomar una para iluminar las últimas celdas del largo pasillo. El guardia y su amo se detuvieron frente a una de los pequeños y asquerosos calabozos, un maloliente escondrijo cerrado con mohosos y oxidados barrotes, contra los cuales Rávaro se apretujó con un gesto de profunda admiración en el rostro, como quien contempla la belleza misma, no conforme con eso, alargó uno de sus famélicos brazos por entre las barras en un arrebato nacido de su conmoción, pero se detuvo a tiempo y lo retiró, haciendo que tal muestra de fortaleza dibujara nuevamente una sonrisa depravada en sus labios. La criatura ahí encerrada era un ser con la forma de una mujer de belleza superlativa, la fragilidad de su figura contrastaba con la tosquedad de los grilletes que la sujetaban por las muñecas a la parte alta de una de las paredes. Parecía esculpida en mármol, pero por manos celestiales. Rávaro sintió la necesidad de interrumpir su sonrisa para humedecerse los labios en un despreciable gesto de insano apetito, casi no podía esperar a que el día de los tributos llegara, había capturado a una criatura de una letalidad infalible y que ahora usaría en contra de su hermano, Dágaro, un semi-demonio, amo y señor de esas tierras, el cual era lo suficientemente perverso como para provocar un inquietante miedo a cualquiera, incluso a él.


León Faras.

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