sábado, 25 de agosto de 2012

La Prisionera y la Reina. Capítulo uno.

V.

La noche que recién se insinuaba era fría y húmeda, los árboles desnudos se resignaban a recibir la espesa y envolvente neblina una vez más. La comitiva de tres carruajes, los cuales eran de un lujo evidente, pero anticuado y deteriorado, como los residuos de un pasado mejor que se mostraba imposible de emular, se desplazaba lentamente para no maltratar la preciada carga que llevaban ni a sus pasajeros, el camino era angosto y el cortejo debió detenerse, un nutrido grupo de encapuchados cruzaba el sendero en ese momento impidiendo el paso, eran místicos, fácilmente reconocibles por sus túnicas color café oscuro y por su piel color violeta, el grupo que no cesaba de pasar en realidad podía ser solo uno, una docena o una centena, era imposible saberlo, la ilusión era el más pequeño y fácil de sus trucos. Uno de ellos salió del grupo y le estiró su mano morada al cochero del primer carruaje, este sacó un par de monedas de buen valor y se las dio, negarle la limosna a un místico no era usual ni recomendable, el encapuchado hizo una reverencia de agradecimiento que el cochero se apresuró a imitar y se volvió a unir al grupo, el cual en ese mismo momento dejaba de bloquear el camino. 

El hedor pestilente anunciaba que la vasta ciénaga que rodea el palacio del semi-demonio Dágaro, estaba cerca, un extenso pantano de aguas podridas habitado solo por insectos y enfermedades, saturada de cadáveres de animales y humanos y de criaturas mitad de uno y mitad del otro, que imprudentemente se habían aventurado en ese lugar inhabitable y que ahora solo contribuían a generar más infecta podredumbre, un lugar repugnante para cualquiera, menos para los habitantes del palacio, para aquellos, aquel lugar no podría ser mejor, pues ninguno que se mantuviera bien en ese ambiente durante un periodo de tiempo razonable podría ser calificado completamente como humano, Rávaro lo sabía, y el hecho de acercarse a ese lugar ya le revolvía el estómago y le hacía doler la cabeza, pero dentro de su malestar se sentía bien, muy bien, aquel era día de tributos, era el día en que llevaría a cabo su plan, el día en que le entregaría a su hermano la criatura como ofrenda para que acabara con él como lo había hecho con el inútil de Daigo. 

El palacio del semi-demonio Dágaro, era una estructura imponentemente alta y de terminaciones afiladas, hermosa dentro de su diseño siniestro y descuidado, como una mujer bella pero sucia y vestida con harapos, construido por manos hábiles y prolijas. Estaba custodiado por un número indeterminado de guardias, seres que alguna vez fueron humanos, pero que ahora solo quedaban sus corrompidos espíritus, instalados mágicamente dentro de armaduras relucientes, de las cuales, por cada hendidura y rendija emanaba un inquietante vapor de color negro. Seres que de seguro preferían servir en ese lugar, a seguir purgando sus condenas en el sitio de donde habían sido arrancados.


León Faras.

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