sábado, 4 de agosto de 2012

La Prisionera y la Reina. Capítulo uno.

III.

Daigo era un completo inútil, siempre había sido un inútil y era así porque así se sentía, porque todo lo que lo había rodeado siempre, así se lo había demostrado, porque se pasaba la vida auto compadeciéndose y lamentando lo inútil que era, lo crueles que habían sido los dioses y los humanos con él, lo innecesaria de su existencia. Hacía rechinar su endeble carrito al empujarlo por los pasillos de piedra acompañado de desagradables olores, con ese caminar doloroso debido a su columna torcida y a su pierna derecha dos pulgadas más corta, arrastrando su presencia ausente, limitado de sus cinco sentidos, salvo del oído del cual carecía completamente, y con su autoestima por debajo de sus calzados de cuero de perro y por detrás de su alargada sombra producida por el pequeño farol que llevaba por delante. Llegaba a las celdas como todas las tardes y contemplaba a todos esos desdichados y desdichadas que le estiraban los brazos a través de los barrotes para casi arrebatarle de las manos el poco apetitoso alimento que él les traía, los conocía a todos sin saber absolutamente nada de ninguno de ellos, avanzaba por el largo pasillo repartiendo porciones insuficientes y disfrutando de ver como se las disputaban, ese, era de los pocos disfrutes que podía darse en su miserable vida, o negándosela a aquellos que a él le parecía que no la merecían, sintiéndose importante dentro de su insignificancia auto asumida. 

 Pero aquella tarde, nadie avisó a Daigo del peligro letal que yacía al final del pasillo, jamás pudo oír ninguno de los numerosos comentarios que se hacían sobre la criatura ahí encerrada, tampoco pudo oír los gritos que algunos de los prisioneros, aquellos que aún no habían perdido del todo su condición humana, le daban para que no se acercara, Daigo avanzó rengueando con confianza hasta las últimas celdas, destruyendo la oscuridad, la única arma que lo podía proteger, con el pequeño farol adherido a su carrito, alzó su vista en busca de algún nuevo preso a quien alimentar y cayó para siempre. Sus ojos se toparon por vez definitiva con la personificación misma de la belleza, quedando atados por el resto de su existencia, la cual no sería muy larga, a ella. Soltó su carro para aferrarse a los oxidados barrotes con las manos temblosas, con el sobrecogimiento esculpido en el rostro, con los párpados renuentes a volverse a cerrar. La mujer encerrada ahí ocultaba su rostro tras el velo color oro y sol que constituían sus cabellos, hechos de un material capaz de brillar y mantener un orden inmaculado aún en esa pocilga, flotando en suaves ondulaciones sobre sus hombros y espalda, su cuerpo desnudo, del indescriptible color de la luna llena, era de proporciones diseñadas en las constelaciones, su piel parecía una delgada película de esmalte, lisa y suave como el hielo más frío, pero con la consistencia de la carne eternamente joven, su postura, era delicadamente provocadora. Daigo, totalmente perdido de la realidad más allá de esa criatura ante sus ojos, ya estaba preso de una atracción más ineluctable que la gravedad, sin la fuerza de voluntad de Rávaro, se entregó por entero a la necesidad de tocar, sus sucios y agrietados dedos la alcanzaron en un tenue roce, suficiente para embriagarse de la tibieza de aquel cuerpo, que despertó a la criatura, la que se volteó sin sobresalto a mirar a su inesperada visita, aquella mirada que haría palidecer a la más bella de las sirenas, era el punto de no retorno, la letal trampa se cerraba de forma definitiva, Daigo casi conteniendo la respiración, quiso alzar su brazo, sintiéndose capaz de romper esos barrotes o su propio cuerpo por alcanzar esa mejilla que no lo rechazaba, esos labios que parecían esperarle… fue en ese momento en que sintió el empellón de una masa muy superior a la suya que lo lanzó lejos, era Oram que llegaba de la sala de torturas seguido de su amo, sin embargo, aquello solo empeoró la situación de aquel hombrecito, porque lo hizo despertar de la hipnótica anestesia en la que estaba sumido y sentir de golpe todo el dolor y tormento que su cuerpo estaba experimentando hace rato. Sus músculos y tendones se contraían y retorcían hasta el punto de fracturar cada uno de sus huesos mientras su sangre lo abandonaba por todos los orificios de su cuerpo, Rávaro contemplaba con asombro pero sin intervenir todo el sufrimiento que su reciente adquisición era capaz de producir, aquello era un espectáculo tan ilustrativo como inesperado para él. Entre los alaridos más escalofriantes jamás oídos, incluso en un lugar como ese, Daigo dejó de existir, manteniendo la mueca de incontenible dolor en el rostro, para ese momento, la criatura ya había vuelto a ocultar su rostro tras su hermosa cabellera.


León Faras.

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