martes, 2 de abril de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo dos.


II.


La tierra de las bestias se extendía más allá de lo que cualquier ojo, humano o animal, podía alcanzar, llanuras estériles, rocosas y polvorientas donde las enormes criaturas vagaban solitarias buscando casi cualquier cosa para alimentarse. Las bestias eran bípedos braquicéfalos cubiertos de pelo que fácilmente alcanzaban los seis metros de altura, solitarios, territoriales y sin enemigos naturales llevaban siglos extinguiéndose a si mismos en colosales y encarnizados combates cuerpo a cuerpo que casi siempre terminaban con un muerto y otro gravemente herido, ajustando su extenso territorio al número de individuos, cada vez menor, que cabía en él. Su escaso intelecto era insuficiente para llevar a cabo algo más allá de lo elemental, sin embargo eso no los hacía menos peligrosos. Esas tierras eran las que el místico se preparaba a cruzar, llevar a la criatura al lugar de donde la habían sacado era lo más sensato, al ver como había caído tan fácilmente él, no arriesgaría la vida del resto de sus colegas, además, ahora que su muerte era inminente, no podía abandonar a la criatura a su suerte o a la suerte de los desafortunados que se toparan con ella. Su plan era alcanzar los bosques que limitaban al Este, lugar que las bestias evitaban sencillamente porque apenas podían moverse en su espesura, pero tampoco debía adentrarse demasiado en ellos, aún siendo él un místico experimentado y llevando un arma tan letal como la criatura, los bosques no son un lugar apropiado para seres prudentes. Por el momento, debía buscar un lugar donde pasar la noche.


Orám ya se había retirado a su pequeño cuartucho, cuando uno de sus hombres se atrevió a molestarlo, acababan de encontrar el cuerpo de Serna sin vida, atravesado en el pecho por un puñal y fuera del castillo otro hombre, degollado, al parecer por la misma arma. Al incorporarse, el viejo jefe de guardias se encontró con el resto de sus hombres, quienes le informaron que el castillo había sido revisado y todo perecía estar en orden, pero para Orám, solo había una cosa verdaderamente de valor en ese lugar, la prisionera. Cuando llegaron a las celdas, la puerta que daba a la sala de torturas estaba sin seguro, eso mereció una severa mirada del jefe a sus subalternos, Serna la había dejado abierta aquella tarde siguiendo el plan de Lorna para deshacerse de la mujer maldita, un plan que sin embargo había fallado. El viejo jefe de guardias y sus hombres se apresuraron a bajar, con las antorchas encendidas llegaron hasta la jaula de la prisionera, pero al iluminar su interior su rostro se petrificó, la jaula estaba vacía, y tampoco estaba dentro de la sala, era imposible que la hubiesen sacado del castillo sin que nadie la viera, seguramente la muerte de Serna y del otro hombre tenían que ver en esto, había que encontrarla con vida, ordenó Orám y sus hombres se extrañaron de que le importara esa mujer o la muerte de los maldecidos por ella, uno de los guardias se atrevió a ventilar sus pensamientos en voz alta y recibió una bofetada por parte de su jefe que lo hizo perder el equilibrio como un niño, la orden fue puesta en marcha sin que nadie necesitara una repetición.

Una hora antes, Idalia comenzó a despertar de un sueño muy largo y horrible, un sueño en el que buscaba la muerte por todos los medios sin encontrar más que sufrimiento y dolor, deseando dejar de existir una y otra vez sin conseguirlo. Despertaba en una oscuridad impenetrable, confundida y desorientada; adolorida y acalambrada, sensaciones que se le hacían presente paulatinamente como el frío, la humedad, la sed, dándole la bienvenida a una realidad carente de forma, de sonido, pero con olores nauseabundos, indefinible hasta el extremo. Dejando atrás los sueños, sus recuerdos, que se abrían paso a duras penas entre una martillante  migraña, se enfocaron en su vida real, en quien era y que hacía y junto con un nombre que nunca había desaparecido de su mente el resto de su historia fue apareciendo, como si ese nombre fuese el responsable de todo: Rávaro. La mujer maldita tanteando su entorno se encontró en una jaula en la que no cabía de pie, recordaba cuando la drogaron y la metieron ahí porque descubrieron su propósito, pero no podía saber cuanto tiempo había pasado desde entonces ni tampoco el lugar exacto donde estaba. Se sentía débil, pero los barrotes de su jaula eran de madera, hecha seguramente para apresar a algún animal y al zamarrearlos con fuerza se movían, pues aquel agujero oscuro y húmedo donde se encontraba era caldo de cultivo para la putrefacción de cualquier cosa orgánica, el zamarreo aflojó uno de los barrotes e Idalia, tremendamente delgada, pudo salir por aquel espacio, si habían olvidado darle la droga entonces pronto vendrían a dársela, pensó, debía huir pero no había cómo, no había donde, no veía nada y su cabeza casi se le partía en dos.

León Faras.

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