III
Estirarse
en el suelo, dentro de todos sus malestares fue una tortura más para la mujer
maldita en aquella sala de torturas, pero una vez que lo consiguió pasó
rápidamente a un alivio inexplicable, sus huesos estaban nuevamente en orden, y
sus músculos poco a poco se estiraban aflojando los incontables nudos producidos
en el estrecho encierro. Dentro de la oscuridad absoluta en la que estaba de
pronto sintió ligeros sonidos de pequeños movimientos, roedores con toda
seguridad que se movían sigilosos en aquel oscuro y hediondo sepulcro, solo las
ratas vivirían allí o eso creía Idalia, eso precipitó sus deseos de ponerse de
pie y al intentarlo se detuvo de golpe, dos ojos la contemplaban a cortísima
distancia, dos ojos plenamente distinguibles en aquella densa tiniebla, como si
tuvieran luz propia, como luciérnagas, dos óvalos, húmedos de un bello color
rosado sin pupila, ella los veía y estaba segura de que esos ojos la veían a
ella, se movían lentamente, como estudiándola pero sin hacer un solo sonido,
ella tampoco se atrevía a hablar ni moverse, aquello podía ser cualquier cosa,
menos una rata, a menos que se tratara de una rata enorme como una persona, eso
le dio más miedo, pero hasta su miedo pasó a segundo plano cuando se oyeron las
voces de Orám y sus guardias en la parte de arriba, se preparaban para bajar y la
iban a encontrar, esos ojos también percibieron los sonidos y se apresuraron a
dar media vuelta y desaparecer pero se detuvieron ante la desesperación de la
mujer que sin saber cómo dejó oír un susurro de ayuda, los ojos la miraron,
miraron la luminosidad de las antorchas que ya bajaban por las escaleras, y sin
emitir un solo sonido el brazo de la mujer fue atenazado, elevada hasta
despegarse del suelo completamente e introducida en un agujero cavado en al
alto cielo de esa cueva subterránea donde las antorchas jamás iluminaban.
De
pronto la poderosa mano que atenazaba a Idalia la aflojó y dejó de arrastrarla
por aquel agujero. Si en su jaula la oscuridad era absoluta, en aquella cueva
era impenetrable, tampoco podía ponerse de pie pero al menos podía mantenerse
estirada en el suelo, cosa que la aliviaba enormemente. Quiso buscar los ojos
del ser que la había arrastrado hasta allí, pero fue inútil, no veía ni oía
nada, además de las voces lejanas de Orám y sus guardias que ya se habían
extinguido hace algún rato, sin poder precisar si los que se habían alejado lo
suficiente habían sido ellos o los otros. Pasaron varios minutos en que la
mujer estuvo totalmente sola, sin saber que hacer, se preguntaba por la
apariencia de aquella cosa, por los agujeros donde se movía debía ser pequeño,
pero por la fuerza que tenía, debía ser enorme, incluso pensaba que podía
volar, porque fuera lo que fuera, no emitía un solo ruido al desplazarse, pero
al imaginarse a una criatura enorme volando hábilmente por una cueva donde apenas
cabía sonrió, era ridículo. De pronto los ojos de color rosado aparecieron a su
lado de la nada, estaban tan cerca que de estirar su mano podía tocar a su
dueño pero no se atrevió a eso, se quedó quieta hasta sentir un trozo de
cáscara dura en la boca, el agua comenzó a escurrirse y la mujer alcanzó a
beber antes de que eso sucediera, era un agua fría y con sabor a tierra pero
ella tenía mucha sed y se la bebió con avidez, luego llegó a su boca un trozo
pequeño y frío de carne cruda, prefirió no preguntarse de donde provenía y solo
comió, no quería disgustar a su anfitrión, además, necesitaba de esa comida y
bebida, incluso para una mujer que solo quería quitarse la vida, era necesario
tener fuerzas para hacerlo.
Orám
y sus guardias no habían podido dar con la mujer maldita, había desaparecido
sin que nadie hubiese visto nada, lo más lógico era que alguien había matado al
pobre Serna y se la había llevado, pero lo curioso era el otro hombre, el que
había sido encontrado fuera del castillo con un corte en la garganta, uno de
los guardias lo había reconocido y al comentarlo, otros guardias también
confirmaron quien era, todos visitaban el burdel, y todos conocían a la
prostituta Lorna, con frecuencia dos hermanos la acompañaban y servían, uno era
este que yacía degollado, el otro, pensó Orám, es el que previno a Rávaro de los planes de la mujer maldita de acabar
con él, pero no solo su amo y el hermano
del degollado caerían si la mujer maldita moría, el viejo jefe de guardias
también se había aprovechado de su prisionera gracias al gentil ofrecimiento de
su amo, quien aseguró la lealtad de su jefe de guardias atando su vida a la de
él, si algo le pasaba a la mujer, ambos morían. Ahora la preocupación de Orám
era encontrar a esa mujer y mantenerla con vida, tomó a cinco de sus hombre y
los envió por el hermano del degollado, para que se lo trajeran ante su
presencia vivo, debía saber algo sobre la muerte de su hermano y sobre todo,
sobre el paradero de la mujer maldita.
León Faras.
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