martes, 9 de julio de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo dos.


VIII

Los subterráneos, eran criaturas cuya piel parecía corteza de árbol, rugosa y dura, tenían el aspecto de una persona de largos y delgados miembros al erguirse pero al transportarse asemejaban arañas y lo hacían tanto por el piso como por paredes totalmente verticales, su rostro alargado y de ojos grandes recordaba al de los saltamontes, eran excelentes excavadores que prioritariamente vivían solitarios y bajo tierra donde eran capaces de ver en la oscuridad más absoluta, por otro lado, la luz se les hacía insoportable, lo que los obligaba a evitar salir a la superficie, las rarísimas veces que lo hacían era por poco tiempo y solo durante la noche. Uno de estos seres fue el silencioso salvador de Idalia, y uno de estos mismos seres era quien había arrastrado a Lorna y a un indiferente enano de rocas hacia los drenajes del foso de catacumbas que desembocaban en los abismos de donde solo se podía salir volando o morir en sus profundidades, pero para un subterráneo era un lugar muy cómodo, frío y oscuro. En una extensión de varios kilómetros, literalmente la tierra se había partido en dos, dejando una ancha falla de ingente profundidad y donde los salvajes probaban su valor lanzándose al vacío.

La tierra de los salvajes estaba al otro lado de la falla, aunque hace tiempo ya que vivían en el abismo mismo, en las paredes de este justo debajo del brazo de río que caía y se perdía en la oscuridad del precipicio. Este era parte de sus vidas desde siempre, el abismo los ocultaba, los protegía del peligro, los retaba cuando alcanzaban edad suficiente y los obligaba a ser valientes, disciplinados, los obligaba a volar. En vez de huir de aquel aterrador peligro, lo adoptaron como padre y protector, comenzaron con los recovecos pequeños que la naturaleza les ofrecía, las cuevas naturales y angostos pasadizos donde debían moverse con la espalda pegada a la pared para no caer, con el tiempo, ahora habían conseguido tener una ciudad vertical adherida a las paredes del abismo por innumerables estacas que constantemente se multiplicaban y renovaban, con pasadizos de madera cómodos y seguros, con cuevas cavadas por ellos donde vivían familias completas, comunicadas unas con otras, con escaleras y cuerdas y encima de todo, una enorme rueda de madera que giraba gracias al agua canalizada que caía sobre ella y que le daba su fuerza al ascensor que los ayudaba a descender hasta las zonas más bajas de la ciudad vertical. En medio de esta ciudad estaba la gran cueva, la más grande y antigua de todas, tan amplia como para que los hombres pudieran construir y preparar sus enormes alas en su interior con las que luego caminarían sobre la plataforma para probar su valor y habilidad lanzándose al vacío. A esta ciudad era donde Idalia, la mujer maldita, se dirigía, conducida por los salvajes que la habían encontrada, aunque no estaba totalmente segura si como invitada o como prisionera.

Rávaro aún no se enteraba de que todo era un desastre a su alrededor y creía que tenía razones suficientes para sentir una felicidad completa, no sabía que Idalia había huido e iba rumbo a la ciudad vertical de los salvajes, donde él acumulaba algunos enemigos que podían acabar con la mujer sin dudar si supieran que su vida estaba atada a la de ella, tampoco sospechaba que su media hermana Lorna ya no estaba encerrada en su celda si no que en la oscuridad del foso de drenajes, planeaba la forma de darle al espíritu del semi-demonio lo que quería, un cuerpo. Ni menos podía saber que la criatura, en compañía del místico llegaría dentro de poco a los bosques, donde Rodana, conocida como la hechicera de las jaulas, vivía desde hace años, una mujer con el poder de inclinar la balanza definitivamente, si elegía un bando.

Fin del capítulo dos.

León Faras.

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