VIII
Los subterráneos, eran criaturas cuya piel
parecía corteza de árbol, rugosa y dura, tenían el aspecto de una persona de
largos y delgados miembros al erguirse pero al transportarse asemejaban arañas
y lo hacían tanto por el piso como por paredes totalmente verticales, su rostro
alargado y de ojos grandes recordaba al de los saltamontes, eran excelentes
excavadores que prioritariamente vivían solitarios y bajo tierra donde eran
capaces de ver en la oscuridad más absoluta, por otro lado, la luz se les hacía
insoportable, lo que los obligaba a evitar salir a la superficie, las rarísimas
veces que lo hacían era por poco tiempo y solo durante la noche. Uno de estos
seres fue el silencioso salvador de Idalia, y uno de estos mismos seres era
quien había arrastrado a Lorna y a un indiferente enano de rocas hacia los drenajes
del foso de catacumbas que desembocaban en los abismos de donde solo se podía salir
volando o morir en sus profundidades, pero para un subterráneo era un lugar muy
cómodo, frío y oscuro. En una extensión de varios kilómetros, literalmente la
tierra se había partido en dos, dejando una ancha falla de ingente profundidad
y donde los salvajes probaban su valor lanzándose al vacío.
La tierra de los salvajes estaba al otro
lado de la falla, aunque hace tiempo ya que vivían en el abismo mismo, en las
paredes de este justo debajo del brazo de río que caía y se perdía en la oscuridad
del precipicio. Este era parte de sus vidas desde siempre, el abismo los
ocultaba, los protegía del peligro, los retaba cuando alcanzaban edad
suficiente y los obligaba a ser valientes, disciplinados, los obligaba a volar.
En vez de huir de aquel aterrador peligro, lo adoptaron como padre y protector,
comenzaron con los recovecos pequeños que la naturaleza les ofrecía, las cuevas
naturales y angostos pasadizos donde debían moverse con la espalda pegada a la
pared para no caer, con el tiempo, ahora habían conseguido tener una ciudad
vertical adherida a las paredes del abismo por innumerables estacas que constantemente
se multiplicaban y renovaban, con pasadizos de madera cómodos y seguros, con
cuevas cavadas por ellos donde vivían familias completas, comunicadas unas con
otras, con escaleras y cuerdas y encima de todo, una enorme rueda de madera que
giraba gracias al agua canalizada que caía sobre ella y que le daba su fuerza
al ascensor que los ayudaba a descender hasta las zonas más bajas de la ciudad vertical.
En medio de esta ciudad estaba la gran cueva, la más grande y antigua de todas,
tan amplia como para que los hombres pudieran construir y preparar sus enormes
alas en su interior con las que luego caminarían sobre la plataforma para
probar su valor y habilidad lanzándose al vacío. A esta ciudad era donde
Idalia, la mujer maldita, se dirigía, conducida por los salvajes que la habían
encontrada, aunque no estaba totalmente segura si como invitada o como
prisionera.
Rávaro aún no se enteraba de que todo era
un desastre a su alrededor y creía que tenía razones suficientes para sentir
una felicidad completa, no sabía que Idalia había huido e iba rumbo a la ciudad
vertical de los salvajes, donde él acumulaba algunos enemigos que podían acabar
con la mujer sin dudar si supieran que su vida estaba atada a la de ella,
tampoco sospechaba que su media hermana Lorna ya no estaba encerrada en su celda
si no que en la oscuridad del foso de drenajes, planeaba la forma de darle al espíritu
del semi-demonio lo que quería, un cuerpo. Ni menos podía saber que la criatura,
en compañía del místico llegaría dentro de poco a los bosques, donde Rodana, conocida
como la hechicera de las jaulas, vivía desde hace años, una mujer con el poder de
inclinar la balanza definitivamente, si elegía un bando.
Fin del capítulo dos.
León Faras.
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