jueves, 26 de junio de 2014

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

V.

Cornelio Morris fumaba su cigarrillo mientras contemplaba el horizonte, era un atardecer despejado, limpio y frío, lo cual no le agradaba del todo, Charlie Conde llegó a su lado, el frío, la humedad, la vida itinerante pero sobre todo su horripilante y pesada joroba le habían causado bastante deterioro en sus articulaciones que a veces acusaba al caminar, venía a consultar a su jefe, pues este era quien siempre debía decidir si el Circo se quedaba o debía irse, Cornelio le habló sin voltearse a ver quién era, “Que los hombres enciendan sus fuegos y se instalen, pasaremos esta noche aquí. Mañana ya veremos” Conde se retiró mientras su jefe se quedaba escudriñando el horizonte, temeroso aun de equivocarse. Esa era una buena noticia para la gente del circo, significaba comida caliente, relajo, algunos tragos, esparcimiento y un sueño más reparador. De inmediato se encendieron las fogatas, se instalaron los fondos para cocinar, los hombres se reunieron, el buen humor se esparció, aunque no para todos, uno de los que no participaba del jolgorio era el pobre de Braulio Álamos, encerrado en su jaula parecía hipnotizado, idiotizado, solo pensaba en comer basura sin notar lo que sucedía a su alrededor. Era increíble lo que había cambiado, era difícil de reconocer para cualquiera que lo hubiese visto antes, engordaba rápidamente, incluso la fisonomía de su rostro se había alterado notoriamente y de forma antinatural, algo que no era nuevo dentro del Circo. Cuando Morris se retiraba a su oficina fue interceptado por Beatriz Blanco, ajena también al festejo general, “Creo que algo está sucediendo entre Horacio y Lidia” le informó seca y apresuradamente como si estuviera soltando una bomba, una bomba que por cierto no detonó, Morris se detuvo pero más que interés mostró impaciencia “¿Y...?” La información no era lo suficientemente interesante como esperaba por lo que no dudó en delatar a Von Hagen para ver si conseguía el agradecimiento de Cornelio o algo más “...lo acabo de sorprender haciéndole promesas de liberarla…” pero para su jefe todo aquello aun carecía de interés e importancia, entonces la mujer se jugó su última carta “…tenía una moneda... era una moneda vieja que no servía, pero el tonto de Horacio no lo sabía, yo lo sorprendí y se la quité… pensaba usarla… deberías tener cuidado con esos dos, no es bueno que…” pero Beatriz se detuvo incrédula, su jefe reía “¿Y qué piensas que Horacio hará?... ¿meterse dentro del estanque de agua para hacerle compañía a Lidia?...” preguntó Morris y volvió a reír “…¡Si alguien saca a Lidia de ahí, muere! ¿Crees que ella tiene interés en ser liberada? ese peludo ingenuo es inofensivo, deja que alimente sus ilusas intenciones y tú deja de fastidiarme con tus pobres embustes de prensa rosa” Beatriz se sintió profundamente ofendida, confundida, parecía a punto de llorar “Yo solo quería ayudar… serte útil” Cornelio le acarició la mejilla para consolarla pero en el fondo la situación le divertía, “Eres mi favorita Beatriz, reconozco tu talento y soy el único capaz de apreciarlo. Admiro que viendo la situación en la que está Lidia, aun pienses en perjudicarla, más sabiendo que se trata de tu propia hermana, pero haces perder mi tiempo preocupándote por los desvaríos románticos de un inútil como Horacio. Deja de preocuparte por estupideces y preocúpate por Sofía que para eso estás aquí” Dicho eso, Morris se retiró sin más.

Román Ibáñez se echaba un trago de licor mientras apuraba a los hombres que cocinaban a fogata la cena en el exterior, estaba realmente hambriento luego de pasar toda la jornada prestando su energía vital al funcionamiento de Mustafá, quien de forma espantosa absorbía las fuerzas y la consciencia de un ser humano para funcionar y hacer sus espectaculares y exactas predicciones. Cobraba vida literalmente y de forma lúgubre como si se tratara de un cadáver que de pronto revive, en la penumbra de su habitáculo de lona, y en el interior de su caja oscura protegida por un vidrio, su cuerpo semejante a un maniquí de latón y madera, de viejas y toscas articulaciones y pintura descascarada despertaba espantosamente, sus ojos de mirada inquietante buscaban al consultante hasta que ambas miradas coincidían, luego su voz sonaba profunda y asfixiada a través de una defectuosa bocina, pero eso no era todo, al verlo, parecía difuminarse la línea entre lo natural y lo artificial, el muñeco se transformaba en algo que no era completamente una persona pero sin duda no era solo un muñeco. El autómata estaba lejos de ser una ingeniosa obra de la ciencia o la ingeniería, más bien era una abominación sobrenatural creada por medios y motivos oscuros y malvados al cual daba miedo ver y oír, pero cuyas verdades eran incuestionables las creyeran o no y eso lo hacía bastante útil e irresistible sobre todo para sus numerosos clientes, pero no para su pequeño esclavo, ya que el enano le había firmado un contrato a Cornelio que lo ataba irremediablemente a servir en el funcionamiento de su tétrico compañero. Aunque al momento de firmar dicho contrato lo había hecho con gusto, no era aquello exactamente lo que Román Ibáñez tenía en mente.


Detrás de los camiones y los habitáculos armados por los hombres del circo para pernoctar Horacio Von Hagen estaba sentado solo y ajeno sobre un tronco tan ignorado como él, aun tenía la bolsa llena de desperdicios a su lado. Se sentía humillado por haber demostrado tanta torpeza frente a Lidia, esta, podría estar riéndose de él en esos precisos momentos y sería con toda razón frente a su triste tendencia a avergonzarse a sí mismo. Restregaba la moneda inservible en sus velludas manos mientras se torturaba recordando el ridículo que había hecho, estaba tan ilusionado que no le habría importado que todos se enterasen de su pequeño tesoro, ni siquiera Don Cornelio, como él le llamaba, mientras aquello sirviera para demostrar a Lidia la fuerza de sus sentimientos, la convicción de sus intenciones, su valor como persona y como hombre, pero en lugar de eso se había comportado como un idiota y un inútil y haberlo hecho frente a la persona que más le importaba en el mundo lo tenía verdaderamente destrozado. Distraído en su dolorosa frustración, no sintió que alguien llegaba y se sentaba a su lado, la pequeña Sofía lo apreciaba profundamente y disfrutaba su compañía. Von Hagen era un tipo tranquilo, honesto, noble, algunas de sus varias cualidades  que desaparecían tras su aspecto simiesco, primitivo, pero no para la niña, para ella Horacio era transparente e inocente como un niño, un niño con un aspecto un poco extraño. La pequeña Sofía traía un libro de cuentos clásicos infantiles que posó sobre sus piernas para compartirlo con su amigo “Mira Horacio, tiene ilustraciones, ¿quieres leerlo conmigo?” pero Horacio no sabía leer bien, solo su abuela materna se había preocupado alguna vez de enseñarle los complicados e interesantes caminos de los números y las letras pero esta no le había durado mucho. La niña leía con seguridad, no era un libro nuevo ni aquella la primera vez que lo leía, pero para Von Hagen aquello era una maravilla, tan pequeña y leía tan bien. De pronto la pequeña Sofía se detuvo al notar lo que el hombre tenía en sus manos, “Tienes una moneda” afirmó, Horacio asintió sin decir palabra, “Mamá dice que no es bueno andar con dinero…” el hombre volvió a asentir “Tu mamá tiene razón, pero no te preocupes, que esta moneda… no sirve” y trató de disimular la vergüenza repentina que volvió a sentir bajando la mirada al suelo, “Ah, dijo la niña, como las monedas que le lanzaron hoy al “Cometodo” después de que se las tragó, seguro ya no sirven para nada” y retomó su lectura con el mismo cuidado y pulcritud que al principio mientras Von Hagen se quedaba pensando en ese “Cometodo” que la niña había mencionado. Pero el asunto terminó ahí, una voz femenina se escuchó llamando a la niña por su nombre y esta cerró su libro, se despidió con cariño y se fue corriendo “¡Ya voy mamá!”


León Faras.  

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