jueves, 24 de septiembre de 2015

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

XI.

El atardecer ya se instalaba y la calma del letargo vespertino inundaba todo el circo cuando Von Hagen llegó hasta la caja donde habían encerrado a Eloísa, la niña llevaba un día completo allí dentro, y nada sabía de ella desde entonces. El hombre posó su oreja velluda contra la tapa, pero no se oía ni el más mínimo murmullo, Horacio estaba preocupado, con timidez dio algunos golpecitos a la caja con sus nudillos, golpecitos muy suaves que no obtuvieron respuesta, intentó llamar a la niña por su nombre, muy despacio también, pues no quería llamar la atención de los demás y porque se suponía que la muchacha estaba a solo un paso de distancia dentro de la caja, pero tampoco recibió respuesta, Von Hagen estaba angustiado, temía que lo peor le hubiese sucedido a la pobre chiquilla y nadie se daba cuenta ni la podía ayudar. Estaba a punto de intentar abrir la tapa de la caja, cuando alguien lo detuvo, “No podrás oír a nadie allí dentro, así como tampoco, nadie podría oírte desde afuera. Es un universo aparte el interior de esa caja y bien harías con mantenerlo así. Aparte…” Quien habló era uno de los gemelos Monje, aunque para Horacio era imposible precisar si se trataba de Eugenio o Eusebio, “…Mi hermano y yo estuvimos ahí dentro, encerrados juntos, pero jamás tuvimos contacto el uno con el otro, ni mucho menos con el exterior. Dicen que duró tres días el encierro en esa caja, yo diría que fueron muchos más, no lo sé, fue una pesadilla, larga y siempre consciente, nunca duermes o nunca estás despierto… hay seres ahí dentro, a veces los sientes lejanos, luego te rozan, se te meten dentro…” Horacio lo oía absorto, como un niño que escucha un interesante cuento de terror, creyendo todo, a pesar de que muchas veces había visto el interior de esa caja, sin más particularidad que la pintura negra, pero sabía que el gemelo no mentía, todos comentaban cómo habían salido los pobres tipos del interior de esa caja, sucios, ciegos, asustados, desorientados, agresivos, desde entonces que podían detener el tiempo, desde entonces que servían a Cornelio “…pero ya nada puedes hacer por esa chiquilla, y más te vale no intentar interrumpir el proceso. Ella saldrá cuando llegue el momento, y sea como sea que salga, no es problema tuyo Horacio, tú tienes tus propios asuntos… ocúpate de ellos.” Luego de eso el gemelo se fue y Von Hagen se quedó con la duda de a qué “asuntos” se refería.

Damián y Vicente Corona eran hermanos y se dedicaban al reciente y pujante negocio de la fotografía y su trabajo ya había alcanzado una considerable reputación, no por la calidad de sus obras, que de por sí, y considerando la aún escasa tecnología disponible, no eran precisamente de una calidad sobresaliente, sino que por las complejidades que sorteaban a la hora de conseguir una imagen determinada. Ellos conseguían la fotografía deseada a como diera lugar, esa era la base y premisa de su prestigio y a eso se dedicaban y para ello se valían del truco, el engaño o el robo, según fuera necesario, llegando incluso al montaje, cuando la imagen requerida era simplemente una fantasía que debía ser fabricada. Damián detuvo su furgoneta negra frente a la cafetería donde habían sido citados por el dueño de esta, Enrique Bolaño. Vicente, el hermano menor, le dio la última calada a su cigarrillo y lo apagó al bajarse, luego sacó un pulcro pañuelo de su bolsillo para retirar la minúscula capa de polvo que sus zapatos habían acumulado, se peinó con el índice y el pulgar su fino bigote y se acomodó el sombrero. Su hermano era un poco más corpulento, vestía elegante y se peinaba con gomina. El aspecto de ambos era innegablemente refinado pero gansteril.

El trabajo que les ofrecería Bolaño no era otro que conseguir una fotografía de la sirena que se suponía, tenía Cornelio Morris en su circo, un circo que por lo demás, jamás era visto cerca de ninguna ciudad significativa, sino más bien, se movía de pueblucho en pueblucho, lo que hacía suponer que su espectáculo era de un nivel muy bajo, o eso era lo que se pensaba, pues, si era cierto que contaba con una sirena de verdad, no había razón para que no la presentara en los mejores escenarios del mundo y ganara dinero a destajo, sin embargo, su socio Primo Petrucci aseguraba que las atracciones eran lo suficientemente reales como para aparecer en su revista y Bolaño había aprendido a jamás desconfiar del ojo de Petrucci. Los hermanos Corona aceptaron mientras se les pagara por separado la búsqueda del circo y la fotografía en sí, puesto que se trataba de dos trabajos diferentes pero ambos completamente necesarios. Llegado a un acuerdo ambas partes, Damián estrechó la mano de Bolaño bromeando con que de no existir tal sirena, ellos conocían a una dama que por mucho menos dinero, podía hacer una buena representación de aquel ser mitológico, habitante de los mares para que ellos la fotografiaran gustosamente para él.

Román Ibáñez, luego del encuentro con Cornelio, había debido continuar bebiendo para recuperar en parte el valor que había perdido luego de sentirse tan desvalido ante su jefe y la horrorosa visión que este le había provocado. Poco a poco había ido sintiéndose de nuevo más capaz de desafiar al mundo, de estar por encima y por delante de los demás, de ser el más astuto y el que siempre se salía con la suya. Ya borracho y de noche, había terminado volcando todo su disgusto y rencor junto a la celda de Braulio Álamos, el “Cometodo” hablándole a este sin parar, de forma grosera y ofensiva, soltando toda la rabia y resentimiento que sentía y que el alcohol avivaba con fuerza en ese momento, hasta por fin dormirse allí mismo tirado.


Las primeras luces del alba, el frío matinal y sobre todo, el repugnante olor en la jaula de Braulio Álamos, se confabularon para que el enano se despertara. Inexplicablemente había estado soñando con su madre, lo que le había provocado un repentino desprecio hacia sí mismo y la vida en la que había terminado, se hubiese echado gustoso a esa hora de la mañana un trago de licor para disipar en algo sus desagradables sentimientos, pero su botella yacía volcada a su lado, en el suelo y ya vacía, eso le provocó una desilusión leve, sabía que tenía otra, aunque de momento no recordaba dónde. A medida que despertaba y sus sentidos se aclaraban paulatinamente, notó que algo presionaba su hombro y lo inmovilizaba en parte, se echó un vistazo, pero confuso, no pudo determinar de qué se trataba. Con un poco de esfuerzo se liberó y se puso de pie, cuando se volteó, su cerebro procesó lentamente lo que veía: Un cuerpo calavérico, horrible y desfigurado, consumido hasta el punto de solo ser piel y huesos, envuelto en basura y desperdicios yacía sin vida tirado en el interior de la jaula de Braulio Álamos, uno de sus brazos, extremadamente famélico también, salía por entre los barrotes, para aferrarse a su chaqueta, tal vez, en un último y desesperado grito de auxilio. A Román le costaba pensar en ese momento, se pasó la mano brusca y torpe por la frente y la barba y se acercó dubitativo a la jaula del “Cometodo”, echando uno o dos vistazos en derredor para ver si tenía compañía, pero estaba totalmente solo. De no ser porque había visto engordar a Braulio de forma aberrante y grosera, pensaría que el pobre tipo había muerto de hambre, él mismo lo había alimentado con desperdicios más de una vez y había comprobado con disgusto su insaciable apetito que parecía no tener fin… “…como si no comiera nunca…” pensó Román y se detuvo allí, su cerebro comenzaba a trabajar. El pobre Braulio jamás saciaba su apetito porque en realidad jamás comía, pero él lo había visto comer y engordar, y si lo que había visto no era real, entonces ¿qué era real? En ese momento sintió la voz de Cornelio Morris que se acercaba con algunos de sus trabajadores y el enano tuvo que interrumpir sus cavilaciones y esconderse. Los hombres venían con herramientas y comenzaron de inmediato y en silencio a cavar un foso en ese mismo lugar, Morris se paró a observar cuando algo llamó su atención, la botella vacía de licor, la tomó, la olió y la estrelló furioso contra el piso, los trabajadores se detuvieron sobresaltados, Cornelio comprendió que el enano había estado allí y podía haber visto más de lo que debía, “Quiero esa jaula limpia y todo lo que hay en su interior sepultado bajo tierra y lo quiero ahora” vociferó antes de salir en busca de Román. Lo encontró dentro de uno de los acoplados, durmiendo enrollado en lonas, impregnado de alcohol e inmundicia y con una nueva botella acabada casi por completo a su lado. El enano era astuto, pero Cornelio Morris también y desde ese momento, ambos comprendieron que más temprano que tarde, uno tendría que acabar con el otro.


León Faras.

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