XI.
El atardecer ya se instalaba y la
calma del letargo vespertino inundaba todo el circo cuando Von Hagen llegó
hasta la caja donde habían encerrado a Eloísa, la niña llevaba un día completo
allí dentro, y nada sabía de ella desde entonces. El hombre posó su oreja
velluda contra la tapa, pero no se oía ni el más mínimo murmullo, Horacio
estaba preocupado, con timidez dio algunos golpecitos a la caja con sus
nudillos, golpecitos muy suaves que no obtuvieron respuesta, intentó llamar a
la niña por su nombre, muy despacio también, pues no quería llamar la atención
de los demás y porque se suponía que la muchacha estaba a solo un paso de
distancia dentro de la caja, pero tampoco recibió respuesta, Von Hagen estaba
angustiado, temía que lo peor le hubiese sucedido a la pobre chiquilla y nadie
se daba cuenta ni la podía ayudar. Estaba a punto de intentar abrir la tapa de
la caja, cuando alguien lo detuvo, “No podrás oír a nadie allí dentro, así como
tampoco, nadie podría oírte desde afuera. Es un universo aparte el interior de
esa caja y bien harías con mantenerlo así. Aparte…” Quien habló era uno de los
gemelos Monje, aunque para Horacio era imposible precisar si se trataba de
Eugenio o Eusebio, “…Mi hermano y yo estuvimos ahí dentro, encerrados juntos,
pero jamás tuvimos contacto el uno con el otro, ni mucho menos con el exterior.
Dicen que duró tres días el encierro en esa caja, yo diría que fueron muchos
más, no lo sé, fue una pesadilla, larga y siempre consciente, nunca duermes o
nunca estás despierto… hay seres ahí dentro, a veces los sientes lejanos, luego
te rozan, se te meten dentro…” Horacio lo oía absorto, como un niño que escucha
un interesante cuento de terror, creyendo todo, a pesar de que muchas veces había
visto el interior de esa caja, sin más particularidad que la pintura negra, pero
sabía que el gemelo no mentía, todos comentaban cómo habían salido los pobres
tipos del interior de esa caja, sucios, ciegos, asustados, desorientados,
agresivos, desde entonces que podían detener el tiempo, desde entonces que
servían a Cornelio “…pero ya nada puedes hacer por esa chiquilla, y más te vale
no intentar interrumpir el proceso. Ella saldrá cuando llegue el momento, y sea
como sea que salga, no es problema tuyo Horacio, tú tienes tus propios asuntos…
ocúpate de ellos.” Luego de eso el gemelo se fue y Von Hagen se quedó con la
duda de a qué “asuntos” se refería.
Damián y Vicente Corona eran
hermanos y se dedicaban al reciente y pujante negocio de la fotografía y su
trabajo ya había alcanzado una considerable reputación, no por la calidad de
sus obras, que de por sí, y considerando la aún escasa tecnología disponible,
no eran precisamente de una calidad sobresaliente, sino que por las complejidades
que sorteaban a la hora de conseguir una imagen determinada. Ellos conseguían
la fotografía deseada a como diera lugar, esa era la base y premisa de su
prestigio y a eso se dedicaban y para ello se valían del truco, el engaño o el
robo, según fuera necesario, llegando incluso al montaje, cuando la imagen
requerida era simplemente una fantasía que debía ser fabricada. Damián detuvo
su furgoneta negra frente a la cafetería donde habían sido citados por el dueño
de esta, Enrique Bolaño. Vicente, el hermano menor, le dio la última calada a
su cigarrillo y lo apagó al bajarse, luego sacó un pulcro pañuelo de su
bolsillo para retirar la minúscula capa de polvo que sus zapatos habían acumulado,
se peinó con el índice y el pulgar su fino bigote y se acomodó el sombrero. Su hermano
era un poco más corpulento, vestía elegante y se peinaba con gomina. El aspecto
de ambos era innegablemente refinado pero gansteril.
El trabajo que les ofrecería Bolaño
no era otro que conseguir una fotografía de la sirena que se suponía, tenía Cornelio
Morris en su circo, un circo que por lo demás, jamás era visto cerca de ninguna
ciudad significativa, sino más bien, se movía de pueblucho en pueblucho, lo que
hacía suponer que su espectáculo era de un nivel muy bajo, o eso era lo que se
pensaba, pues, si era cierto que contaba con una sirena de verdad, no había
razón para que no la presentara en los mejores escenarios del mundo y ganara
dinero a destajo, sin embargo, su socio Primo Petrucci aseguraba que las
atracciones eran lo suficientemente reales como para aparecer en su revista y
Bolaño había aprendido a jamás desconfiar del ojo de Petrucci. Los hermanos
Corona aceptaron mientras se les pagara por separado la búsqueda del circo y la
fotografía en sí, puesto que se trataba de dos trabajos diferentes pero ambos completamente
necesarios. Llegado a un acuerdo ambas partes, Damián estrechó la mano de
Bolaño bromeando con que de no existir tal sirena, ellos conocían a una dama
que por mucho menos dinero, podía hacer una buena representación de aquel ser
mitológico, habitante de los mares para que ellos la fotografiaran gustosamente
para él.
Román Ibáñez, luego del encuentro
con Cornelio, había debido continuar bebiendo para recuperar en parte el valor
que había perdido luego de sentirse tan desvalido ante su jefe y la horrorosa
visión que este le había provocado. Poco a poco había ido sintiéndose de nuevo más
capaz de desafiar al mundo, de estar por encima y por delante de los demás, de
ser el más astuto y el que siempre se salía con la suya. Ya borracho y de
noche, había terminado volcando todo su disgusto y rencor junto a la celda de
Braulio Álamos, el “Cometodo” hablándole a este sin parar, de forma grosera y
ofensiva, soltando toda la rabia y resentimiento que sentía y que el alcohol
avivaba con fuerza en ese momento, hasta por fin dormirse allí mismo tirado.
Las primeras luces del alba, el frío
matinal y sobre todo, el repugnante olor en la jaula de Braulio Álamos, se
confabularon para que el enano se despertara. Inexplicablemente había estado
soñando con su madre, lo que le había provocado un repentino desprecio hacia sí
mismo y la vida en la que había terminado, se hubiese echado gustoso a esa hora
de la mañana un trago de licor para disipar en algo sus desagradables
sentimientos, pero su botella yacía volcada a su lado, en el suelo y ya vacía, eso
le provocó una desilusión leve, sabía que tenía otra, aunque de momento no
recordaba dónde. A medida que despertaba y sus sentidos se aclaraban
paulatinamente, notó que algo presionaba su hombro y lo inmovilizaba en parte, se
echó un vistazo, pero confuso, no pudo determinar de qué se trataba. Con un
poco de esfuerzo se liberó y se puso de pie, cuando se volteó, su cerebro procesó
lentamente lo que veía: Un cuerpo calavérico, horrible y desfigurado, consumido
hasta el punto de solo ser piel y huesos, envuelto en basura y desperdicios yacía
sin vida tirado en el interior de la jaula de Braulio Álamos, uno de sus brazos,
extremadamente famélico también, salía por entre los barrotes, para aferrarse a
su chaqueta, tal vez, en un último y desesperado grito de auxilio. A Román le
costaba pensar en ese momento, se pasó la mano brusca y torpe por la frente y
la barba y se acercó dubitativo a la jaula del “Cometodo”, echando uno o dos
vistazos en derredor para ver si tenía compañía, pero estaba totalmente solo. De
no ser porque había visto engordar a Braulio de forma aberrante y grosera,
pensaría que el pobre tipo había muerto de hambre, él mismo lo había alimentado
con desperdicios más de una vez y había comprobado con disgusto su insaciable
apetito que parecía no tener fin… “…como si no comiera nunca…” pensó Román y se
detuvo allí, su cerebro comenzaba a trabajar. El pobre Braulio jamás saciaba su
apetito porque en realidad jamás comía, pero él lo había visto comer y
engordar, y si lo que había visto no era real, entonces ¿qué era real? En ese
momento sintió la voz de Cornelio Morris que se acercaba con algunos de sus
trabajadores y el enano tuvo que interrumpir sus cavilaciones y esconderse. Los
hombres venían con herramientas y comenzaron de inmediato y en silencio a cavar
un foso en ese mismo lugar, Morris se paró a observar cuando algo llamó su
atención, la botella vacía de licor, la tomó, la olió y la estrelló furioso
contra el piso, los trabajadores se detuvieron sobresaltados, Cornelio
comprendió que el enano había estado allí y podía haber visto más de lo que
debía, “Quiero esa jaula limpia y todo lo que hay en su interior sepultado bajo
tierra y lo quiero ahora” vociferó antes de salir en busca de Román. Lo
encontró dentro de uno de los acoplados, durmiendo enrollado en lonas,
impregnado de alcohol e inmundicia y con una nueva botella acabada casi por
completo a su lado. El enano era astuto, pero Cornelio Morris también y desde
ese momento, ambos comprendieron que más temprano que tarde, uno tendría que
acabar con el otro.
León Faras.
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