martes, 1 de septiembre de 2015

Zaida.

II.

Para cuando la niña despertó, la lluvia ya se había terminado. Miró a su alrededor y se encontró sola en el refugio, otra vez sola. Cuando los sueños son tan agradables, la realidad se muestra cruel arrebatándote todo en un santiamén, su hogar, su madre… todo su entorno, nuevamente perdía todo lo que amaba, toda protección, toda pertenencia y su mundo se reducía a la inactividad total de la acción y la palabra, pues a su corta edad era difícil para cualquiera decidir qué hacer o qué decir y solo le quedaba vivir obligada, entregada al despiadado mundo que se le mostraba ante sí. Trató de decidir si aquel anciano amable que la había recogido y llevado en asno, aun existiría o ya se había desvanecido también, y tuvo serias dudas hasta que Badú entró al refugio con un gran manojo de leña, provocando un pequeño atisbo de alegría y alivio en el corazón de la pequeña, el viejo le recordaba a Vendi, su abuelo, aunque el monje era mucho menos efusivo y jamás olía a alcohol. Badú había dormido solo unas pocas horas, pero se había levantado al alba como siempre y con el mismo ánimo y humor, amable, saludó a la pequeña y le dio su último trozo de pan de cebada para que desayunara, había una pequeña aldea de paso hacía el monasterio donde podrían conseguir algo de leche y queso, necesarios para la correcta alimentación de una niña pequeña, era una aldea protegida de la guerra por un importante escollo difícil de sortear, un puente colgante sobre el cual los ejércitos no pueden marchar, pero un anciano y su asno sí.

 Al llegar al puente debió detenerse, tanto el mal olor como la abundancia de moscas eran intensos y anormales. Dos cuerpos colgaban de un árbol cercano, uno era reciente, el otro ya llevaba varios días y su aspecto era repugnante, Badú observó a la pequeña temiendo que aquello la afectara de alguna forma pero la niña oculta en su piel no demostró ninguna reacción, ni ante el horrible espectáculo ni ante el desagradable hedor. Cinco hombres devoraban un trozo de carne cerca de allí alrededor de una fogata que era más humo que fuego debido a la abundante humedad. Su aspecto era animalesco. Se pusieron de pie limpiándose la boca con el antebrazo, se veían desaseados y de mala calaña y estaban armados con herramientas para trabajar la tierra, uno de ellos no paraba de sonreír absurdamente y menear la cabeza como si tuviera una enfermedad nerviosa. Su líder era un hombre pequeño de bigotes largos que empuñaba un machete viejo y deteriorado como él mismo, al ver que el recién llegado era un monje, hizo una mueca de desagrado y se rascó la oreja, su hijo estaba junto a él, aun masticaba trabajosamente con la boca llena, era más alto y no se le parecía en nada, hablaba, caminaba y reía como un auténtico idiota. Los últimos dos eran un viejo calvo que en ese momento se hurgueteaba el ombligo y otro más joven y fornido con una larga y horrible cicatriz que surcaba su rostro serio e impenetrable. “El puente está cerrado, viejo; nadie pasará sin pagar” dijo el líder apuntando con el machete el otro extremo del risco, Badú no le prestó atención, “¿Por qué han colgado a esos hombres? parecen solo campesinos” “No fuimos nosotros señor, deben haber sido los soldados…” se apresuró a responder el muchacho idiota sacándose una bola de carne a medio moler de la boca para poder hablar, pero su padre lo reprendió de inmediato “¡Cállate estúpido!; no necesitas dar explicaciones a nadie” El muchacho volvió a meterse la bola de carne en la boca y no habló más. Aquello le pareció al monje más asqueroso que el cadáver que colgaba. “Será mejor que te largues por donde viniste, monje. Es seguro que no tienes nada con qué pagar y nadie pasará si no paga” dijo el hombre calvo; a su lado, el líder lo corrigió “Tiene un asno…” “…Y una niña” agregó el que sonreía nervioso. “Pero no pueden cobrar por usar un puente que ni siquiera les pertenece” replicó Badú ingenuo, “Son tiempos difíciles abuelo, con la guerra todo escasea y cada uno debe ganarse la vida como pueda, valiéndose de los talentos y recursos que los dioses proveen…” el hombre calvo hablaba con falsa elegancia y sobrada diplomacia “…El asno será justo pago por llegar a tu destino sano y salvo”; “Ya lo oíste viejo…” agregó el líder fingiendo estar muy atareado y sin tiempo para seguir dialogando “…sigue tu camino y no nos hagas perder más tiempo” concluyó acercándose para tomar al asno pero apuntando al monje a la cara con su machete, entonces Badú comprendió que el diálogo ya no era la mejor solución. Un suave pero certero puntapié a la rodilla del líder, justo cuando esta estaba estirada y a su alcance, hizo que el hombre soltara su arma y cayera al suelo dando alaridos de dolor, el calvo a su lado ni siquiera se percató de lo sucedido, pero su azadón se alzó amenazante, el monje le detuvo el brazo con la palma de la mano por debajo del codo y con su cuerpo le dio un empellón como quien quiere derribar una puerta, aquello fue suficiente para mandar a su rival trastabillando hasta el medio de la fogata donde se quemó las manos y el trasero, aunque esta ya casi no ardía, luego cogió por ambas orejas al hombre que no paraba de sonreír y lo jaló hasta derribarlo. El chico idiota también quiso participar, pero Badú solo necesitó soltarle los pantalones para que todo su coraje y decisión se extinguieran. Entonces el calvo volvió a la carga cogiendo al monje por detrás, mientras el líder, aun cojeando de su rodilla, tomaba a la niña amenazándola con su machete, “Ya estuvo bien viejo, ahora te vas a enterar de…” su frase fue interrumpida por un brutal golpe en la cabeza que lo derribó en el acto y no se movió más, Badú, al igual que todos los demás, no entendía nada, el hombre de la cicatriz en la cara, luego de haber atacado ferozmente a su líder, ayudaba a la niña a ponerse de pie con sumo cuidado. El hombre calvo decidió desistir y alejarse del monje, mientras el tipo de la cicatriz en la cara se acercaba inexpresivo y amenazante, “Soy Duram, mis hermanos y yo servimos con nuestras vidas a la Doncella Ensangrentada y esperamos luchar a su lado cuando nos necesite…” le habló a Badú con una voz átona y dura, luego le dirigió una mirada a los cadáveres que colgaban y agregó, “…mis hermanos bendicen tu misión, te desean buen viaje y aseguran que nos volveremos a ver.” El monje le echó un vistazo dubitativo a los dos colgados y luego sin saber bien qué decir, le agradeció las palabras a Duram, en seguida cogió a la niña, el asno y se retiró en medio del silencio que la sorpresa y lo inesperado suelen provocar, pero antes, vio como Duram hacía una profunda y devota reverencia ante la niña, cuando esta pasó por su lado.

La aldea a la que Badú y la pequeña llegaron, era una de las pocas que aun se mantenía intacta, sus casas, hechas de piedra y barro, se agrupaban en un óvalo encajonado de extensas lomas que en primavera se teñían de verde, donde las cabras podían comer a sus anchas, enmarcado todo por montañas enormes y siempre nevadas que proveían constantemente del agua más pura y fría. Badú llegó a la aldea al medio día, con su andar pausado y su rostro cordial, la niña sobre el asno, se mantenía oculta dentro de su coraza de piel, observando todo con recelo y curiosidad desde su interior. Los pobladores, saludaron al monje con reverencias de profundo respeto, lo llamaban Missa Badú, que era la forma común de dirigirse a las personas más honorables, el viejo respondía los saludos posando suavemente su mano sobre sus cabezas inclinadas, como bendiciéndolos. Les habló de la niña que traía, les dijo que era una huérfana de la última aldea al pie de las montañas, la cual había sido arrasada, sin que quedaran más sobrevivientes que la pequeña, tal vez podría ser criada allí. La respuesta ya la sabía, debía consultar a Missa Samada. El viejo llegó tirando del asno que cargaba a la niña, a una casa igual a cualquier otra de las existentes en aquella aldea, entró, pues la puerta ancha y alta siempre estaba abierta, e hizo una profunda reverencia “Alabada sea tu presencia, Missa Samada” y no se irguió hasta que sintió una mano posarse sobre su cabeza. Esta era una mujer joven y alegre que apenas tendría un poco más de treinta años, de estatura baja y atractivo rostro, su madre, una mujer considerada por todos como afortunada y bendecida, servía en ese mismo momento dos pocillos de té y uno de leche para sus visitantes. Samada desde niña demostró que tenía una sabiduría sobrenatural para su edad, pudiendo narrar con naturalidad y detalles, hechos sucedidos muchos años atrás en vidas pasadas, siendo aun muy pequeña, se calculó provisoriamente su existencia en no menos de trescientos años, a la fecha ha llegado a estimarse en mil doscientos. Ella era lo que se consideraba un alma antigua, tenía el don de navegar por su existencia como cualquier hombre lo haría por un río calmo, y también con frecuencia, lo podía hacer por la vida de los demás, ella guardaba secretos de todos, pero nadie guardaba secretos para ella. Para el monje, Missa Samada era espiritualmente superior. Badú se sentó a beber té y conversar mientras la pequeña se mantenía inmóvil sobre el asno, contó todo lo sucedido detalladamente y luego explicó que la niña necesitaba un nuevo hogar y que tal vez aquella aldea era el lugar más adecuado. Missa Samada se acercó a la niña, su sonrisa era dulce, lentamente, logró que la pequeña le mostrara su rostro, sin dejar de sonreír, la acarició en la mejilla y la dejó, para que la niña volviera a cubrirse. “Aunque se quedara aquí, no podría continuar con una vida similar a la que llevaba” dijo la mujer, mientras se volvía a sentar, luego continuó, “Hay, mucha muerte en su vida… y hedor, como en la de todos los nacidos en estas tierras y en estos tiempos, algunos tendrán el tiempo para sanar y hasta olvidar, otros no, pero en su caso, la muerte y el hedor volverán con insistencia, se buscarán y vendrán acompañados de algo más: Gloria. Ahora tu camino y el de ella se han cruzado y bien sabes que no ha sido por azar, tú tienes una misión, deberás ser su mentor Missa Badú, enseñarle la compasión, el perdón, el respeto a la vida, ella necesitará equilibrar su corazón para que pueda aprender a luchar de la forma correcta y por las razones correctas” El viejo miró a la pequeña y luego de nuevo a la mujer, se veía confundido, incluso afligido “¿A luchar? ¿De qué clase de lucha hablas?” La mujer respondió inexpresiva “Hablo de la guerra, Missa Badú. La niña ha nacido en un terreno fértil que la hará crecer grande y fuerte, lamentablemente, ese terreno está abonado con cadáveres y regado con sangre y no hay nada que podamos hacer contra eso, sin embargo, y como bien sabes, sea cual sea el camino que nos toque seguir serán muy diferentes si somos guiados por el amor o por el miedo. Edúcala Missa Badú, pues la pequeña Zaida tiene un largo y duro camino por delante.”


Para el monje fue una sorpresa oír el nombre de la niña, aunque jamás llegaría a saber si aquel nombre se lo habían dado sus padres o la propia Missa Samada.


León Faras.

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