La
flor que no se marchita, símbolo de los benditos condenados, regalo de Dios, el
más valioso y pesado, tesoro añorado por el que no lo encuentra e irrenunciable
para el que lo halla. Única inmarcesible entre tantas flores que mueren incluso
antes de nacer en un jardín maldito, anegado con sus raíces, dulces e
intransigentes; sanadoras pero asfixiantes.
Nada
destruye a la flor que no se marchita, nada la cubre ni la reemplaza jamás, en
igual medida puede ser la más cruel de las maldiciones o la suma de todas las
bendiciones. Son las dos caras de su misma moneda. Nada crecerá junto a la flor
que no se marchita, al igual que todo lo que estaba antes terminará pereciendo
irremediablemente, su sola presencia absorbe por completo, llena, arrebata la
libertad para siempre, se abandona el individualismo, se deja de ser uno mismo,
el corazón se cierra guardándola en su interior.
Para
la flor que no se marchita, una vida no es demasiado, su presencia e influencia
van más allá de lo material, se arraigan hasta formar parte del ser,
participando, justificando, impulsando, sometiendo, quedándose ya
indefinidamente, o tal vez solo recuperando su lugar intrínseco y permanente.
Es la joya más rara, la máquina más perfecta, la estrella del navegante, el
principio y el fin.
Todo
lo cambia la flor que no se marchita, nada vuelve a ser lo mismo, todo lo
influye, lo altera, lo comanda. Cada paso es medido en función de ella, cada
paso solo sirve para alejarse o acercarse a ella, cada paso está a su servicio.
Muchas flores pueden pasar por la vida, y tarde o temprano terminarán secas, pero
hay una que no se marchita nunca, el tiempo no es capaz de diluirla ni las
otras flores de opacarla, es eterna, pura y digna de devoción, su brillo se
impone una y otra vez y para siempre, es lo más grande y hermoso, es privilegio
solo de algunos, es el amor de verdad.
León Faras.
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