sábado, 19 de septiembre de 2015

La flor que no se marchita.

La flor que no se marchita, símbolo de los benditos condenados, regalo de Dios, el más valioso y pesado, tesoro añorado por el que no lo encuentra e irrenunciable para el que lo halla. Única inmarcesible entre tantas flores que mueren incluso antes de nacer en un jardín maldito, anegado con sus raíces, dulces e intransigentes; sanadoras pero asfixiantes.

Nada destruye a la flor que no se marchita, nada la cubre ni la reemplaza jamás, en igual medida puede ser la más cruel de las maldiciones o la suma de todas las bendiciones. Son las dos caras de su misma moneda. Nada crecerá junto a la flor que no se marchita, al igual que todo lo que estaba antes terminará pereciendo irremediablemente, su sola presencia absorbe por completo, llena, arrebata la libertad para siempre, se abandona el individualismo, se deja de ser uno mismo, el corazón se cierra guardándola en su interior.

Para la flor que no se marchita, una vida no es demasiado, su presencia e influencia van más allá de lo material, se arraigan hasta formar parte del ser, participando, justificando, impulsando, sometiendo, quedándose ya indefinidamente, o tal vez solo recuperando su lugar intrínseco y permanente. Es la joya más rara, la máquina más perfecta, la estrella del navegante, el principio y el fin.


Todo lo cambia la flor que no se marchita, nada vuelve a ser lo mismo, todo lo influye, lo altera, lo comanda. Cada paso es medido en función de ella, cada paso solo sirve para alejarse o acercarse a ella, cada paso está a su servicio. Muchas flores pueden pasar por la vida, y tarde o temprano terminarán secas, pero hay una que no se marchita nunca, el tiempo no es capaz de diluirla ni las otras flores de opacarla, es eterna, pura y digna de devoción, su brillo se impone una y otra vez y para siempre, es lo más grande y hermoso, es privilegio solo de algunos, es el amor de verdad.

León Faras.

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