martes, 13 de octubre de 2015

La Prisionera y la Reina. Capítulo cuatro.

II.

Cuando Gálbatar llegó a los comedores de los soldados luego de haber acordado el trabajo para Rávaro, encontró a Gíbrida y Bolo sentados en una mesa en un rincón del salón bebiéndose una botella de licor. El alquimista no lucía satisfecho, más bien cabreado, cuando supo lo que Rávaro le pediría, planeó pedir una cantidad realmente exagerada como recompensa con la esperanza de que fuera rechazado, pero Rávaro aceptó sin ni siquiera regatear y su estrategia para librarse de tan complejo encargo fue un desastre. Para Gálbatar, lo que Rávaro le había pedido era aquello que todo hombre necio e ignorante anhelaba más que cualquier otra cosa en el mundo, y no se trataba de sabiduría, como Gíbrida supuso en un primer momento, sino que era nada menos que inmortalidad, Rávaro temía mucho por su vida últimamente que se había deshecho de su hermano y disfrutaba ampliamente de todo el poder y riqueza para él solo, pero sobre todo desde que la mujer maldita había desaparecido, aquello lo estaba volviéndo paranoico, cada pequeña jaqueca, cada cansancio anormal, cada problema de sueño o falta de apetito lo hacía preocuparse de sobremanera y buscar ungüentos y pócimas que de una u otra manera alargaran su vida, pero ahora estaba detrás de una solución radical y definitiva, la eternidad y para conseguirla, necesitaba de una magia más poderosa, una magia que muy pocos sabían donde conseguir y menos cómo llegar a ese lugar, la Ciudad Antigua y era allí donde Gálbatar debía ir. Un ave voló liberada en el momento que ambos hombres llegaron a un acuerdo y terminaron su discusión y al mismo tiempo, pero a muchos kilómetros de allí, en la profundidad del bosque, Rodana, la hechicera de las jaulas despertaba de su trance cansada y preocupada, Dendé le acercó una taza de té rojo amargo, notó en su ama la angustia y supo en el acto que lo que esta acababa de descubrir no era nada bueno.

Aunque Gíbrida se mostró entusiasmada con la misión y la recompensa y Bolo dispuesto como siempre, Gálbatar lucía contrariado, encontrar la Ciudad Antigua nunca era fácil, además de que se trataba de un lugar potencialmente peligroso e impredecible, antaño poderosos en magia y tecnología y en la mezcla de ambas, que con el tiempo se había silenciado aunque no extinguido. El alquimista tenía una enorme curiosidad profesional por conocer y dominar algunos de los secretos de los antiguos habitantes de la ciudad Antigua, pero ante todo era un hombre sensato, y la sensatez decía que ninguna recompensa, por grande que esta fuera, valía la pena si se perdía la vida por conseguirla. Sin embargo nada de eso importaba ya, el trato ya estaba cerrado y él, ante todo, era un hombre de palabra, la misión ya estaba en marcha y partirían lo antes posible. Un hombre pasó junto a su mesa y Gálbatar le llamó para preguntarle qué tan buenos eran los hombres de aquel lugar para hacer apuestas, el hombre respondió que de los mejores y el alquimista se puso de pie haciendo sonar una respetable bolsa de oro y proclamando que se la llevaría el que apostara al vencedor de la pelea entre el mejor de los soldados contra su esclavo Bolo, quien permanecía sentado, controlando con dificultad la ansia, enardecida por el alcohol, que le provocaba saber que una buena pelea se avecinaba, la misma ansiedad, si se puede decir, que sentiría un hombre que ve aproximarse al amor de su vida. Los soldados no dudaron ni un minuto en aceptar la propuesta, tenían al hombre perfecto para enfrentar al pequeño y musculoso perro de Gálbartar, lo llamaban Ferroso y no se trataba de un soldado sino de un herrero, este era un hombre en la plenitud de su vida a pesar de que lucía prematuramente abundantes canas, usaba la barba larga, y tenía las manos grandes y la espalda ancha. Era un boxeador nato, tanto física como vocacionalmente y con frecuencia sacaba buenos beneficios económicos de su habilidad pugilística, era resistente y golpeaba fuerte. Cuando vio a Bolo, juzgó de inmediato que no sería fácil de derrotar, pero tampoco era un rival con el que debiera tener demasiada precaución de salir dañado, aquel era musculoso, pero liviano; duro, pero pequeño. Gíbrida organizó las apuestas, de entrada, Bolo recibió de lleno un puñetazo en el mentón que lo hizo girar y caer al suelo en el acto, pero de inmediato se puso de pie, Gálbatar sonrió confiado, su perro parecía lento para cubrirse mientras su rival bailaba a su alrededor dejándole caer golpes potentes que con frecuencia alcanzaban su objetivo, sin embargo, para Bolo el momento de atacar parecía no llegar nunca, obstinado, se prestaba para que Ferroso lo golpeara y lo hiciera trastabillar, pero continuaba, lento, torpe y duro como un árbol, hasta que en el momento menos esperado, Bolo esquivó un golpe con una habilidad impredecible y sorprendente y ambos hombres quedaron pegados, entonces Ferroso se vio atenazado e inmovilizado de los brazos con una fuerza inesperada, podía quitárselo de encima usando el resto de su cuerpo, pero antes de que lo hiciera, recibió un cabezazo brutal en la frente que lo aturdió levemente, y luego otro, y otro, hasta quedar totalmente aturdido y desorientado como un borracho que se esfuerza en concentrarse en algo y mantenerse en pie al mismo tiempo. En ese estado fue sorprendente que resistiera no uno, sino tres de los potentes puñetazos de Bolo antes de desplomarse y quedarse allí. Gíbrida feliz y sonriente cobró lo que habían ganado, mientras Gálbatar le daba de beber un trago a su perro y preguntaba con naturalidad si había alguien más dispuesto a pelear.


Idalia caminó sobre el puente en la única dirección disponible para hacerlo, hacia el muro, este no era un muro macizo, sino hecho a base de pilares y arcos que partían altos y robustos en la base y se volvían más pequeños y estilizados mientras más arriba, abriendo paso a una gran entrada en la parte donde el puente desembocaba, igualmente formada de dos columnas y un arco, sobre el cual se podía ver posada una figura, como una escultura de piedra deteriorada por el clima y la selva y media colonizada por esta. Era una criatura alada de cuerpo largo, delgado y curvo como un insecto, terminado en una cola recta y tubular, su diseño era basto y minimalista, sin detalles ni adornos, salvo por algunas enredaderas capaces de llegar hasta allí y sujetarse sin caer. El puente se acababa casi apenas pasado el muro, rompiéndose en el vacío, a varios metros abajo, la selva le abría un generoso espacio al paso del río, manso y salvaje, en medio de este y bajo el muro, una mancha oscura de gran tamaño denunciaba la existencia de un gran foso cubierto por el agua. Era extraño, pero en la selva reinaba un silencio anormal y una paz inquietante, nada parecía vivir allí más allá de la vegetación, ni siquiera aves. Entonces Idalia sintió algo, no podría precisar qué, si un leve susurro o una brisa apenas perceptible, tal vez solo un presentimiento que la hizo voltearse y encontrarse cara a cara con la escultura que antes estaba sobre ella, posada en lo alto del dintel, esta no era de roca, sino de metal, un material trabajado burdamente y deteriorado por el uso, el tiempo y la intemperie, sus ojos eran dos rendijas horizontales en cuyo interior, la mujer vio claramente otras dos líneas verticales que se movieron para observarla, ni siquiera la sintió llegar allí, sorprendida, Idalia tomó una bocanada de aire y dio un paso atrás inconscientemente, pero su pie no encontró apoyo y la mujer cayó al río bajo la atenta e impasible mirada de la escultura de metal.


León Faras.

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