jueves, 22 de octubre de 2015

Autopsia. Segunda parte.

II.

La casa que usaba el doctor Ballesteros lucía exactamente igual al día cuando fue abandonada por este, Guillermina Salas abrió la puerta principal y de inmediato se puso a abrir las ventanas para ventilar el lugar sin dejar de parlotear sobre la cantidad de polvo y el olor a matadero que según ella, aun persistía en el espacio confinado del encierro, mientras el padre Benigno le mostraba al nuevo doctor el lugar que sería su vivienda y lugar de consulta. Rupano en tanto, descargaba las valijas y las apilaba en la entrada. Luego, el sacerdote se disculpó para retirarse, pues tenía un asunto muy importante que atender, “Guillermina es mi ama de llaves, ella lo ayudará a instalarse y en lo que necesite hasta que encontremos a otra persona que se encargué de las labores de esta casa…” dijo el cura y luego agregó en un tono más bajo “…aunque pensándolo bien, podría buscarme otra ama de llaves para mí, y dejarle a Guillermina aquí…” con lo que se ganó la réplica inmediata de la mujer “¡Ah claro! ¡Como si cualquiera estuviera dispuesto a soportarle el genio que usted tiene!” Benigno se retiró fingiendo que no oía a la mujer, pero antes de salir se devolvió con una duda que hace rato no se decidía a preguntar, “Dígame doctor, ¿existe alguna posibilidad de que un bebé se desarrolle en el vientre materno sin su cordón umbilical?” el médico se empujó los anteojos y lo miró extrañado, la pregunta se le antojó de los más rara e inadecuada, pero no imposible de responder “La Acordia o ausencia del cordón umbilical es una anomalía que puede darse, sí, aunque es muy rara y siempre, siempre mortal. No hay forma de que una criatura se desarrolle en el vientre materno si no recibe el oxígeno y los nutrientes necesarios desde la placenta de la madre… pero, ¿Por qué me pregunta algo así?” El sacerdote se esperaba esa respuesta y podía ver en la cara de “Se lo dije” que tenía Guillermina que también ella se la esperaba “Nada realmente importante doctor, ya hablaremos más adelante y me gustaría también mostrarle algo pero, todo a su tiempo…”

La celda del doctor Ballesteros se abrió y dos hombres entraron a verle, uno de ellos se sorprendió de verlo en tan lamentables condiciones, su nombre era Ignacio Ballesteros, su hijo mayor, este había recibido un telegrama de su padre y había acudido lo antes posible. Luego de saludarlo le presentó al hombre que lo acompañaba, se trataba de un prestigioso abogado que Horacio rechazó de inmediato, “Te pedí que te preocuparas de tu hermana, no de mí ¿Qué estás haciendo aquí?” Ignacio siempre se desenvolvía con propiedad, absolutamente dueño de la situación, a sus anchas y seguro de sí mismo, “Sí, buscaré a Elena y la traeré para que declare. Te sacaremos de aquí en un santiamén y haremos pagar caro a los responsables de que estés en estas condiciones. Seguro que no tienen ningún fundamento para acusarte de algo tan repudiable, solo buscan desprestigiarte y no permitiremos que eso ocurra. El señor aquí…” Horacio se puso de pie y tomó a su hijo de los hombros para que dejara de hablar y le pusiera atención “Escúchame, no harás nada por mí, ni tú ni tu abogado. Quiero que te vayas, que busques a tu hermana y que la ayudes en todo lo que puedas, llévatela contigo, que esté bien, que esté tranquila…” el doctor hizo una pausa y luego agregó, “…y dile que espero de corazón que algún día pueda perdonarme…” Ignacio no lo podía creer hasta ese momento, se sacudió las manos de su padre de encima y retrocedió consternado, “Entonces es cierto…” dijo, Horacio cayó en su litera, su hijo continuó, “…esperaba que me lo negaras, estaba seguro de que así sería… es que… ¿Cómo pudiste? Elena te adoraba… ella… ella es la mejor persona del mundo…” Horacio podía sentir el repudio de su hijo, doloroso e ineludible, “Busca a tu hermana, encárgate de ella y no regreses nunca más por aquí…” “Puedes estar bien seguro de eso” sentenció Ignacio antes de  largarse de allí odiándolo, indignado, ni siquiera le dirigió una mirada al abogado que lo había acompañado, este se quedó parado allí tras su maletín, incómodo y confundido. Tardó largos segundos en darse cuenta de que su trabajo había terminado antes de empezar y que debía irse también.


La habitación de Elena Ballesteros en el Convento de las Hermanas de la Resignación, no era mucho mejor a la celda que su padre estaba ocupando en ese mismo momento en prisión, era pequeña, sin ventilación y brutalmente austera. El padre Benigno se sentó recto en un incómodo taburete que le prestaron y observó con ruda compasión a la muchacha, su aspecto era muy diferente al de la niña dulce y bien educada que solía ser, estaba pálida, desaliñada y con un brillo desafiante en la mirada que había perdido toda su timidez e inocencia. La chica permanecía sentada sobre una litera dura y estrecha y junto a ella, un velador donde reposaba una comida servida hace rato, ya fría pero intacta. La razón por la que las hermanas lo habían mandado llamar, era un acontecimiento terrible e indignante que debía corregir de inmediato, pero una vez allí, el cura se vio ante una persona muy distinta a la que esperaba, por lo que pensó en suavizar su actitud, “¿Cómo estás, hija?” preguntó con gravedad, Elena no respondió, solo jugueteaba con algo en las manos, Benigno notó que era un crucifijo, “Las hermanas me dijeron que te provocaste un aborto tú misma y que estuviste muy mal a causa de ello, incluso temieron por tu vida. ¿Es eso cierto?” Elena luego de unos segundos, asintió con la cabeza sin mirarlo, el cura se restregó los ojos, cansado, como un tutor frente a un alumno incorregible, “¿Es que no sabes que lo que hiciste está en contra de la ley de Dios?”; “Y lo que a mí me hicieron, ¿No está en contra de la ley de Dios también?” dijo la muchacha, clavando su mirada en los ojos del sacerdote, este se vio sorprendido por el tono osado de la pregunta, pero debido a las circunstancias, era normal que así fuera, “Por supuesto que sí, pero no podemos responder al pecado con más pecado, eso es…” “Yo creo que estamos a mano entonces” dijo Elena interrumpiendo al cura y cortando su respuesta a la mitad, Benigno lo soportó de mala gana, pero no dijo nada. La muchacha devolvió su atención al crucifijo, “Dígame Padre, ¿Dios es feliz?; quiero decir, ¿Ser tan cruel lo divierte?” El cura se irguió en su asiento, sintiendo como la ira lo embargaba, de todos los pecados capitales, aquel era el único con el poder suficiente para condenarlo algún día y debía hacer un gran esfuerzo por controlarse, “Nuestro Dios es un dios de amor, hija, te aconsejo que tomes recaudo de lo que dices o será tu lengua la que te aleje definitivamente de su infinito amor.” “Sería mejor que me arrancaran la lengua, ¿verdad?...” dijo Elena citando el evangelio de Mateo que bien conocía una niña educada como ella, y agregó burlesca, “…eso sí lo complacería mucho, ¿no?” “Solo la salvación de las almas de cada uno de sus hijos puede complacer a Dios” replicó el cura de inmediato, cauteloso, aunque su puño apretado y su respiración forzada, delataban una gran tensión, “Yo solo quería amarle y servirle, así también como a mi padre…” le reprochó la muchacha sin asomo de debilidad “…Yo quería agradarles, ser lo que querían que fuese… me sentía tan afortunada y agradecida que solo pensaba en cómo servir y ayudar a los que no lo eran… ahora no sabe lo estúpida, sucia y burlada que me siento” Una fisura se abrió en la siempre impenetrable armadura del sacerdote pero la atajó antes de que cambiara la expresión de su rostro, siempre hosco y severo, Elena tenía razón, él lo sabía, la muchacha siempre había sido pura bondad y buen corazón, no merecía nada de lo que le estaba sucediendo, sin embargo, para Benigno, nada justificaba una conducta tan ofensiva y herética, pues era precisamente en los momentos difíciles y de aflicción, en los que se debía demostrar la solidez de la fe y la incondicionalidad del amor a Dios. El cura señaló el crucifijo que la chica apretaba en su mano, “Mira, no hay sufrimiento más grande que el infligido a nuestro señor Jesucristo, sin embargo, él nos enseñó que aun en los momentos más difíciles y dolorosos, se debe aceptar la voluntad de Dios con amor y humildad, sabiendo que su sabiduría es ineluctable y que es el único camino válido hacia la gloria y la vida eterna”  Elena miró el crucifijo y luego miró a los ojos del cura “Pues hubiese preferido el látigo o un clavo atravesándome la carne a llevar en mi vientre una criatura engendrada por mi propio padre…” Benigno meneó la cabeza, “No sabes lo que dices…” Elena calló unos segundos apretando los dientes, pero sus sentimientos expulsaron con fuerza sus palabras al tiempo que arrojaba el crucifijo a los pies del cura “¡Su dios es un dios sádico, que se regocija con el sufrimiento de sus hijos más devotos!…” entonces el sacerdote se vio superado, en una sola reacción impulsiva y violenta, se puso de pie y abofeteó a la muchacha con una fuerza brutal, de la cual estaba bien provisto físicamente, haciéndola caer sobre el velador, esparramando todo lo que había sobre este, excepto por una cosa. El cura se irguió en todo su largo “Solo la arrogancia y la necedad del espíritu humano, pueden ser tan grandes como para culpar al Padre eterno de las desdichas que nos acechan, cuando nos alejamos de su amor y misericordia…” La muchacha apretaba puños y dientes, el cura continuó “…es imperioso que enmiendes tu camino ahora, o…” Pero su amenaza quedó inconclusa, porque Elena se le fue encima, clavándole el cuchillo que le habían traído para la comida bajo la costilla izquierda, y que  providencialmente había quedado justo bajo su mano al ser abofeteada, sin caer como todo lo demás, luego, la chica retrocedió asustada, se llevó una mano a la boca incapaz de creer lo que acababa de hacer y murmurando un “perdóneme padre…” echó a correr del lugar, mientras el sacerdote, aun con el cuchillo clavado y apretándose la herida con la mano, resbalaba por la pared hasta quedar sentado en el suelo, incrédulo de ver su propia sangre.


León Faras.

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