miércoles, 8 de febrero de 2017

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XXIV

Ya estaba bien entrada la noche, pero aparte de los más pequeños, pocos dormían en Rimos, una batalla no era algo que debía tomarse a la ligera, menos una que significara una conquista. Si se ganaba, no ocurría gran cosa, el rey y su familia se volvían más ricos y con más tierras y recursos de los que disponer, mientras los pobladores seguían con sus vidas más o menos iguales; pero si se perdía, entonces sí la situación podía volverse realmente preocupante, porque quedaban a merced de un nuevo gobernante con poder absoluto para expulsarlos de sus casas si lo deseaba, esclavizarlos de por vida o matar a quien fuera de la forma más corriente o de la más extravagante que se le ocurriera, si así lo prefería. Los guardias que vigilaban la entrada a la ciudad, divisaron primero las antorchas y luego los estandartes de Rimos, aun así no se confiaron, eran un contingente pequeño de jinetes los que se acercaban subiendo el cerro a paso calmo y había que asegurarse de no ser sorprendidos. El capitán Yaras, un hombre mayor, experimentado, con una oreja y dos dedos de su mano izquierda mutilados hace tiempo, cogió su caballo y cuatro hombres más le imitaron, al resto le ordenó permanecer atentos mientras él salía a recibir a los visitantes. Se trataba de ocho personas, cuatro caballos y un asno, el capitán Dagar venía al frente. Yaras, no estaba informado, al ver al príncipe Ovardo, le costó trabajo reconocerlo, pero cuando lo hizo, su figura era tan lamentable que Yaras inmediatamente supuso que el ataque a Cízarin había sido un estrepitoso fracaso, pues si el príncipe se veía así de mal y en tan poco tiempo, no se podía esperar menos de los demás soldados. Ambos oficiales hablaron a parte, la noticia de la calamitosa caída del príncipe de Rimos se propagaba rápidamente, y antes del amanecer, toda la ciudad estaría enterada, sin embargo, al príncipe aun le quedaba enterarse de lo peor, lo que sin duda terminaría de destruir lo poco que le quedaba de integridad: La muerte de su mujer, la princesa Delia.

Los callejones y callejuelas de Cízarin, eran inseguros y asfixiantes para los soldados de Rimos, que se veían obligados a huir constantemente sin siquiera poder enfrentarse frente a frente con el enemigo, ahogados por los arqueros Cizarianos que aparecían y desaparecían, acosándolos, las innumerables trampas repartidas por todas partes y las llamas, que creaban a ratos cortinas infranqueables de calor y humo. Nila intentó desesperadamente contener la sangre que brotaba del cuello del soberano de Rimos pero no pudo hacer más que empapar sus manos y su ropa con ella y verlo morir, impotente, cargado de rabia y frustración. Llevaban demasiado tiempo detenidos y esos minutos eternos de aparente tranquilidad, crispaba los nervios de todos, excepto por un muchacho llamado Trego, silencioso y paciente que parecía ser absurdamente inmune a la tensión y al estrés de la batalla, como si toda aquella matanza y destrucción en nada le incumbiera. Se encontraban en un lugar oscuro y estrecho, cuyas salidas desaparecían en recodos que se veían todas iguales, cualquiera fuera la que tomasen. Nadie había deseado matar a Nila antes cuando el rey lo ordenó y nadie querría matarla ahora, pero lo cierto era que abandonarla allí o llevarla con ellos, era igual de malo. De pronto uno de los soldados llamado Jacán, notó un sonido curioso, era distinto a los demás sonidos abundantes en el ambiente de una batalla, pues este era persistente y parecía hacerse más nítido cada vez, los hombres prestaron atención, era algo grande y se acercaba. Los soldados se agruparon y empuñaron sus espadas, algunos comenzaron a retroceder tímidamente, mirando en todas direcciones, incluso arriba, pero nada, entonces Trego se agachó, pegó su oído al suelo por unos segundos y luego miró con un leve dejo de preocupación en los ojos. Para cuando habló, sus compañeros ya sabían de qué se trataba, “Suena como a una estampida…” Los hombres corrieron, tras ellos no tardó en aparecer por lo menos una docena de enormes reses enceguecidas por el miedo y el dolor, algunas de ellas aun con fuego encendido en sus cuerpos, otras parcialmente quemadas, avanzaban a toda velocidad por un callejón estrecho, dándose tumbos y violentos empellones unas con otras. Luego de pasar un quiebre, al fondo del camino apareció una salida hacia una de las calles principales, pero también encontraron un grupo de soldados enemigos apostados allí, armados con espadas y escudos, estos vieron al grupo de Rimorianos corriendo a toda velocidad contra ellos y se prepararon para hacerles frente. El choque fue violento y la escena, absurda, pues casi nadie resultó herido y los hombres que corrían, pasaron como pudieron, a punta de golpes, envites y espadazos a diestra y siniestra, y siguieron su alocada carrera sin detenerse siquiera, sin embargo, lo más ridículo, es que tras ellos pasó corriendo una mujer ensangrentada que gritaba sin parar, parecía perseguirles como una loca enajenada de la cual huían despavoridos un grupo de soldados preparados, adultos y debidamente armados. Solo unos segundos duró la confusión, pues para cuando se dieron cuenta, la violenta estampida de reses estaba tan cerca, que huir era inútil y evadirla, imposible.


“El simio y la serpiente” sería una buena forma de describir lo que era el combate entre Darco el Rimoriano y Siandro, rey de Cízarin. El primero luchaba con las espadas caídas, casi tocando el suelo, colgadas de sus brazos inertes, la espalda se mantenía curva protegiendo así la garganta, el torso y el vientre, la mirada no era directa, no estaba en ningún punto en especial sino en todos a la vez, se movía lento pero amenazante. El segundo en cambio era elegante, recto y en guardia lateral, con las espadas en frente, manteniendo al enemigo a distancia, la vista fija, la expresión confiada, los movimientos suaves y armoniosos. Para todos los que presenciaron el combate, fue un verdadero espectáculo de destreza de dos estilos de esgrima completamente opuestos, los ataques eran hábilmente desviados o esquivados y seguidos de contraataques violentos que con la misma destreza eran anulados. El simio saltaba de un lugar a otro y rodaba por el suelo tanto para atacar como para evadir, mientras que la serpiente, avanzaba y retrocedía con gracia y rapidez, girando sobre sí mismo cuando su rival se le venía encima, el inmortal mantenía la distancia y se defendía atacando, el rey en cambio, anticipaba los ataques de su enemigo antes de que estos cogieran fuerza, los anulaba en el aire y contraatacaba en el acto. La batalla se prolongaba por largos minutos, muchos más de los que Siandro esperaba, pero finalmente logró inclinar la balanza a su favor cuando en un furioso ataque de Darco, lo esquivó cayendo sobre su rodilla y atacando con una de sus espadas la pierna del Rimoriano, y luego, mientras se ponía de pie con un elegante giro, descargó un brutal golpe en la espalda de su enemigo, haciendo que este cayera al suelo. El rey de Cízarin se quedó parado, orgulloso de sí mismo, dejándose admirar por sus soldados, luego, con gesto pedante, caminó hasta ponerse en frente de su rival, quien lentamente se incorporaba sobre sus rodillas, para darle el golpe de gracia para gusto y deleite de sus espectadores, sin embargo, cometió un error, olvidar que el soldado de Rimos era un inmortal. Apenas lo tuvo en frente, y cuando Siandro se aprestaba a decapitarlo, Darco le descargó un golpe feroz con su puño en la entrepierna y se abalanzó sobre el rey derribándolo y estrangulándolo, hasta que los guardias que observaban el combate intervinieron y se lo quitaron de encima a su soberano. Así terminó el combate, Siandro con el cuello y los testículos magullados y sintiendo que había aprendido una valiosa lección y con el cuerpo del Rimoriano horrorosamente inutilizado y su cabeza finalmente separada de él.

León Faras.

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