domingo, 12 de marzo de 2017

Autopsia. Segunda parte.

VI.

            Elena y Clarita se asearon para desayunar mientras el viejo Tata se sentaba en un rincón, del bolsillo de su chaqueta sacó una rodaja de pan envuelta en un pañuelo, “Solo traje uno, pero lo pueden compartir…” luego se dirigió a Elena, “Tú no eres de por aquí…” la muchacha miró al viejo sorprendida y luego hacia el suelo, “…tranquila, solo lo digo por el vestido que tienes, ¿Es del convento, verdad?” Elena no respondía nada, pero su silencio era más que elocuente, “Yo escapé de la justicia una vez… hace muchos años. Estuve viviendo en el monte casi dos meses, huyendo a pie, sin caballo ni perros que me acompañaran… cuando regresé, ni mi madre me reconoció…” Tata rió suavemente, era una risa grata, de anciano de corazón blando “…flaco como perro lebrero, cubierto de tierra y con los zapatos rotos. Lo mejor de todo era que ni siquiera me estaban buscando” y Tata soltó una risa que contagió a Elena y Clarita, Gracia en cambió solo meneó la cabeza. “Es bueno enfrentar los problemas, solo así desaparecen…” continuó el viejo “…pero a veces, escapar es necesario, a veces escapar evita que las cosas empeoren…” Luego Tata se puso de pie, se acomodó la gorra y se dirigió a la salida “…bueno, ya me voy, tengo mucho que hacer hoy. Tu abuela te ha echado de menos, y a Gracia, dice que la vayan a ver. Tú también puedes venir… si quieres” dijo, dirigiéndose a Elena, “…le encanta que la visiten y a ti te caerá bien, ella es buena haciendo que las cosas malas se vean menos malas…” “Iremos Tata…” dijo Clarita con la boca llena de pan, “Bien, tendré agua caliente” concluyó el viejo.

Casas Viejas era un poblado tranquilo y acogedor, de casas de barro, grandes pero humildes y chacras rebosantes de cultivos robustos, rodeado todo de terrenos donde el pasto, la maleza y la mora crecían sin restricción y los animales pastaban a sus anchas. Abel Rupano detuvo el coche junto a un pequeño grupo de pobladores que lo aguardaban, entre estos, Ismael Agüero y su hijo. Los dos hombres descendieron del coche, el sacerdote era una figura erguida, imponente y negra de pies a cabeza, a su lado el doctor se veía disminuido, delgado y vestido de ropa clara, ambos cargaban maletines con los bártulos propios de sus diferentes oficios. Apenas bajaron, se formó un raro silencio. Una mujer, joven y atractiva aun, con la cabeza cubierta con un velo, se arrodilló frente a él impulsivamente, “Bendígame Padre, por favor” todos estaban ya enterados de lo sucedido durante la misa de la mañana, el doctor Cifuentes dio un paso atrás, incómodo, Benigno lo reprendió con una mirada, como si se tratara de un delator desvergonzado, luego le dio dos palmadas suaves en la frente a la mujer para que se pusiera de pie, pues sabía que de darle en el gusto, tendría que soportar a quien sabe cuántas más que creían que él era una especie de santo milagroso, pero que no se atrevían a mostrarlo, “¡Ponte de pie, mujer!  Si tanto necesitas esa bendición, te espero mañana en la iglesia, para que te confieses antes…” Eso desanimaría a las demás, luego se dirigió a Ismael “¿Dónde está Úrsula?” El hombre y su hijo se apresuraron a guiarlo a su casa, mientras el médico, aun incómodo, se despedía del grupo con un ligero ademán con su sombrero y se apresuraba a seguirlos. Rupano en cambio, se acomodó en el coche para esperarlos.

La casa de Ismael se veía igual a todas las otras casas del pueblo, amplia y chata. Tejas de barro en un techo con muy poca pendiente y pilares de madera en el frontis, todas las paredes pintadas de un blanco opaco y viejo. Un parrón daba sombra a una mesa y sus bancas, en el patio de la entrada. Dos perros salieron a recibirlos como todos los perros del mundo cuando ven llegar al dueño de casa, pero se detuvieron lloriqueando a varios metros de la vivienda, eso llamó la atención tanto del cura como del médico, “Antes había que sacarlos a escobazos de adentro, ahora no se acercan ni para comer…” dijo Ismael mirando preocupado a sus perros que parecían estar parados nerviosos, tras un obstáculo invisible e infranqueable, “…yo no sé qué les pasa, pero todos saben que un perro asustado, no es nada bueno.” Benigno miró al doctor y luego a los perros. Uno de ellos desistía y se iba a echar a una sombra más alejada, el otro, ladraba y gimoteaba como insistiendo en tratar de advertir algo, “¿Desde cuándo se comportan así?” preguntó el doctor, Ismael no estaba seguro, pero su hijo respondió por él “Desde que la Úrsula trajo a ese chiquillo…” “Cuidado con la cabeza” advirtió Ismael al entrar a la casa, agachándose levemente al pasar por la puerta, pues esta y toda la casa había sido construida por su suegro y el padre de este hace incontables años, y no habían considerado para nada la altura del actual dueño de casa, ni menos la del padre Benigno. El interior era oscuro y fresco como una cueva, Lucila, la esposa de Ismael, una mujer pequeña y laboriosa, dejó sus quehaceres en la cocina para saludar al padre y al médico con extrema amabilidad “Ay Padre, que bueno que vino, ya no sabemos qué hacer con esta niñita, ¡usted tiene que hablar con ella!” “Por supuesto mujer, seguro no hay nada de qué alarmarse. Me acompaña el doctor Cifuentes, él la revisará también para que te quedes tranquila. ¿Dónde está?”

La muchacha, apareció de pie en el fondo del oscuro pasillo central de la casa, justo afuera de su cuarto, no se podía precisar si recién había salido o llevaba allí parada desde hacía rato. Tenía un bebé en los brazos. Benigno, confiado y autoritario, se acercó a ella para hablar, su tono intentaba ser paternal, pero sonaba inevitablemente severo “Hola Úrsula, tus padres están preocupados, cuéntame ¿cómo estás?” La muchacha negó con la cabeza y retrocedió un par de pasos, estaba sumamente nerviosa, casi asustada, “Tranquila muchacha, solo quiero saber cómo te sientes” dijo el cura avanzando un par de pasos a su vez, Úrsula negaba con más énfasis haciendo gestos con su mano para que el sacerdote no siguiera acercándose. El bebé comenzó a llorar suavemente y ella se esmeró en calmarlo, como si ese llanto fuera algo muy malo. El sacerdote se detuvo. Tanto el médico como la familia de la muchacha observaban la escena desde atrás. “Úrsula por favor, deja ese niño unos minutos para que podamos hablar” La muchacha reaccionó como si le hubiesen propuesto deshacerse de una pierna, abriendo los ojos y negando asustada. El cura dio un paso más y el llanto del niño se intensificó, Úrsula lo intentaba calmar con desesperación y de igual manera, pero sin palabras, trataba de hacerle entender al cura que no siguiera avanzando. Benigno dio otro paso, pero entonces debió detenerse. El sacerdote se dobló a la mitad como si hubiese sido apuñalado otra vez, se llevó la mano a su herida y la sintió húmeda y tibia, miró a la muchacha, esta lo observaba asustada. El bebé dejó de llorar. Entonces el cura soltó un grito de dolor, muy fuerte e inesperado y cayó al suelo de rodillas, apretándose la herida con la mano que en ese momento la sentía como si alguien le estuviese introduciendo los dedos y tirando de ella para desgarrarle la carne. Cifuentes se le acercó alarmado para asistirlo y ayudarlo a ponerse de pie, pero el sacerdote estaba totalmente derrotado e inmovilizado por el dolor. El médico levantó la vista para mirar a la muchacha y esta se veía aterrada, el bebé en cambio, estaba tranquilo y feliz, chupándose los dedos con una ternura desbordante. Úrsula no resistió más, “¡Lárguense de mi casa! ¡Fuera, fuera de aquí! ¡Lárguense!” gritó histérica, mientras se metía a su cuarto y se encerraba dando un portazo, solo entonces el médico pudo ayudar al cura y ponerlo de pie, con ayuda de Ismael lo acomodaron en un sillón y el doctor le abrió la ropa, la venda estaba empapada de sangre como si la herida hubiese sido recién hecha, “Oh por Dios…” dijo el doctor restregándose la frente, mientras Lucila se persignaba una y otra vez. El médico abrió su maletín y cogió un nuevo rollo de vendas y se las puso encima de las otras para contener el sangrado “…ayúdeme a llevarlo al coche. En mi casa podré tratar esa herida correctamente”

            Fuera de la casa, las personas que lo habían estado esperando al llegar, aguardaban con un cotilleo insistente que se silenció abruptamente al ver salir al cura agarrado del hombro de Ismael y con la otra mano en la herida cubierta de sangre “¡Ay pero por Dios Padre, ¿qué le pasó?” mientras el doctor abría paso “Por favor señoras, déjenos pasar. Este no es momento para aclarar sus dudas” Benigno no decía nada, estaba demasiado consternado, incluso, para regañar la insana curiosidad de los pueblerinos.


León Faras. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario