viernes, 3 de marzo de 2017

La Prisionera y la Reina. Capítulo cuatro.

VI.

Baros no tenía ninguna intención de negociar nada con los Salvajes, para él, la maldición era falsa y la mujer maldita, seguramente muerta, además, tampoco era que fueras a vivir tanto en el mundo así como estaba, por lo que no se preocuparía más por la supuesta maldición. Ahora tenía una oportunidad, había sido liberado por Rávaro y no pensaba regresar, ni recibir más órdenes de ese desquiciado ni de ningún otro. Estaba desarmado y custodiado por cuatro soldados de Rávaro, pero había decidido huir y enfrentar lo que fuera necesario enfrentar para conseguirlo. Por lo que decidió aprovechar el bosque que cruzaban, espoloneó brusco y de improviso su caballo y corrió a todo lo que daba el animal, internándose entre los árboles hasta perder a sus custodios. Lo que no esperaba, era que los soldados que le acompañaban, ni siquiera se molestaron en perseguirlo, solo se detuvieron y lo observaron confundidos, como quien ve a un desconocido corriendo desnudo por la calle. Ellos tampoco pensaban regresar al castillo de Rávaro, ni menos entregarle el pequeño tesoro que llevaban a los Salvajes de la ciudad vertical, sino repartírselo y largarse lejos, y si Baros les ponía alguna objeción, lo matarían, pero la huida de este simplemente no estaba en sus planes, aunque tampoco los afectaba demasiado. Los cuatro soldados, luego de un par de minutos, continuaron su camino, llevaban provisiones, estaban armados y tenían el oro, solo debían buscar un lugar donde pasar la noche y continuar al día siguiente. Esos bosques húmedos no eran para nada seguros.

Idalia contemplaba la ciudad Antigua cada vez más atónita, a medida que la barca se acercaba y entraba en ella. Los arcos y pilares que la recibían eran gigantescos; las torres que sobresalían, imponentes y hermosas; las numerosas escaleras y sus muchos puentes, elegantes y llamativos; las viviendas, uniformes y estilizadas; inclusive los muros y caminos eran perfectamente planos y angulares como Idalia no había visto nunca, pues nada parecía estar hecho de piezas o bloques de piedra o de cualquier otro material natural conocido, sino que la ciudad entera era una gran escultura hecha de un solo material, único y omnipresente, que Idalia no podría nunca identificar. La oscuridad era completa, pero toda la ciudad estaba iluminada por una multitud de faroles repartidos por todas partes, que brindaban una luz cálida y pacífica, además de un paisaje sobrecogedoramente hermoso. En un extremo, podía verse la silueta de lo que parecía ser un árbol, parecía ser, porque era extraordinariamente grande para serlo. La barca se orilló en un muelle al que Driana subió de un salto, y ayudó a subir a Idalia quien seguía totalmente maravillada, lo que para la muchacha era extraño, pues todos sabían que del otro lado del foso, la ciudad Antigua debía permanecer viva, libre y seguramente, más hermosa aun, y que la mujer debería haberla contemplado en todo su esplendor antes de llegar allí o tal vez, hasta había vivido en ella, sin embargo, cuando Idalia le dijo que del otro lado solo había visto ruinas consumidas por la selva, la muchacha se mostró perturbada, pero pronto Driana se compuso, tenían algo mucho más acuciante de qué preocuparse, estaban en permanente oscuridad, pero la noche, la oscuridad total, se acercaba y debían refugiarse pronto. Ambas mujeres echaron a correr, la ciudad se veía desierta salvo por algunas siluetas estáticas que a Idalia le pareció ver, como estatuas, similares tal vez, a la criatura que había visto sobre el muro y en el puente antes de caer al foso, sin embargo, nada se movía, y el silencio era inquietante. Se metieron por un callejón y luego bajaron por una escalera, larga y angosta. Driana corría sin parar echando un vistazo de vez en cuando a Idalia que la seguía sin saber a dónde iba. Una vez abajo, la ciudad perdía su elegancia y belleza, el agua corría por una especie de acueducto subterráneo, sucio y frío, iluminado escasamente por antorchas distantes e improvisadas. Idalia no podía imaginar qué clase de lugar era ese, pues no había ciudad en el mundo que ella conociera que tuviera cloacas así. Cruzaron el canal que corría, por encima de un tablón a modo de puente y se introdujeron por otro túnel, más pequeño, largo y completamente oscuro. Idalia continuaba siguiendo el sonido que hacían los pasos de Driana al golpear contra el agua y esta no paraba de hablarle para comprobar si seguía tras ella y para que no se le despegara. El túnel desembocó en una gran cámara rectangular en la que convergían varios túneles similares y la que estaba completamente destruida en un extremo, toda el agua que llegaba allí caía varios metros abajo en un enorme socavón. Idalia no pudo evitar echar un vistazo, pues toda esa gigantesca cavidad, estaba iluminada como por la luz del día.

La noche entró como una bruma desde la selva, como un vapor negro y denso que se tragó todo rastro de luminosidad en la ciudad Antigua. Corría por el suelo como un manto de fina seda, adhiriéndose a las paredes y subiendo por ellas, sofocando todos los faroles, escurriendo por las escaleras, escalando las torres e inundando las cloacas hasta cubrirlo todo con un grueso manto de impenetrable oscuridad, todo menos el socavón, pues allí la bruma llegaba debilitada, desprendiéndose por los túneles como una tela que se desintegra con el inexorable paso del tiempo y desapareciendo antes de tocar el suelo, totalmente derrotada por la luz que iluminaba el lugar.


Baros se internó en el bosque a todo lo que daba su caballo, cuando echó un vistazo atrás y vio que nadie lo seguía, se detuvo cabreado. Esperaba que lo siguieran, escabullirse, lograr separar a uno, emboscarlo, conseguir una espada, coger algo del oro, pero irse así sin nada, no estaba para nada en sus planes. De pronto notó algo en el aire y se preocupó, un hedor esparcido y persistente, miró en todas direcciones pero no se veía ni oía nada, sin embargo, sabía que debía salir de ahí lo antes posible, estaba en territorio de los Grelos, su nauseabundo olor era inconfundible y el ocaso era su hora favorita para salir de cacería. Entonces surgieron los aullidos, agudos y estridentes, aunque lejanos, seguramente los soldados de Rávaro que le acompañaban estaban siendo atacados, pensó en ayudarlos, aliarse con ellos para salir de ahí pero inmediatamente se dijo que aquello era una estupidez, ni siquiera tenía una espada para defenderse él, de ninguna manera podría enfrentar a una banda de Grelos. El galope de un caballo, se acercaba a la velocidad del miedo a morir, Baros desmontó y se movió sigiloso entre los árboles, uno de los hombres seguramente intentaba huir, pero no era así, solo era el animal sin su jinete, Baros pensó que aun podía llevar oro en las alforjas, su entusiasmo no duró nada, los aullidos le sonaron encima, tan cerca que su propio caballo echó a correr espantado, mientras el otro caía con cuatro flechas clavadas en el cuello. Los Grelos podían ser muy poco inteligentes, feísimos y oler horrible, pero tenían una habilidad con las flechas realmente exquisita. Baros se quedó petrificado tras un árbol, los Grelos chillaron tan cerca que se le heló la sangre, pero luego pasaron por encima de él cabalgando sobre sus ranas tras la alocada carrera de su caballo, dos se quedaron ahí, y bajaron hasta el suelo, donde estaba el cuerpo del caballo muerto. Solo una cosa podía gustarles más a los Grelos que la carne cruda: El oro. No sabían para qué servía ni cómo usarlo, pero su color y brillo les encantaba, los embobaba con el amor más fuerte. Los dos Grelos tomaron el oro con ternura, sonriendo complacidos, luego olfatearon el aire con suspicacia, montaron en sus ranas y se fueron. Baros buscó el camino para salir del bosque, y lo siguió durante toda la noche, no quiso buscar supervivientes entre los soldados de Rávaro atacados por los Grelos ni tampoco perder el tiempo buscando si estos habían dejado algo del oro tirado por ahí, estaba con vida y eso debía bastar por el momento. Cuando por fin llegó al río, se dejó caer sediento a beber agua, y luego se tendió de espaldas a descansar, no se movió hasta que sintió unos pasos sobre el agua poco caudalosa. No lo podía creer, era el caballo de uno de los hombres que venía con él, también calmaba la sed en el río, ensillado y con sus alforjas intactas, una con provisiones, carne seca, queso, pan de cebada y una increíble y maravillosa botella de vino. La otra alforja tenía una porción del oro, no demasiado pero suficiente, su felicidad estaba completa.


León Faras.

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