VI.
Baros no tenía ninguna intención de
negociar nada con los Salvajes, para él, la maldición era falsa y la mujer
maldita, seguramente muerta, además, tampoco era que fueras a vivir tanto en el
mundo así como estaba, por lo que no se preocuparía más por la supuesta
maldición. Ahora tenía una oportunidad, había sido liberado por Rávaro y no
pensaba regresar, ni recibir más órdenes de ese desquiciado ni de ningún otro.
Estaba desarmado y custodiado por cuatro soldados de Rávaro, pero había
decidido huir y enfrentar lo que fuera necesario enfrentar para conseguirlo.
Por lo que decidió aprovechar el bosque que cruzaban, espoloneó brusco y de
improviso su caballo y corrió a todo lo que daba el animal, internándose entre
los árboles hasta perder a sus custodios. Lo que no esperaba, era que los
soldados que le acompañaban, ni siquiera se molestaron en perseguirlo, solo se
detuvieron y lo observaron confundidos, como quien ve a un desconocido
corriendo desnudo por la calle. Ellos tampoco pensaban regresar al castillo de
Rávaro, ni menos entregarle el pequeño tesoro que llevaban a los Salvajes de la
ciudad vertical, sino repartírselo y largarse lejos, y si Baros les ponía
alguna objeción, lo matarían, pero la huida de este simplemente no estaba en
sus planes, aunque tampoco los afectaba demasiado. Los cuatro soldados, luego
de un par de minutos, continuaron su camino, llevaban provisiones, estaban
armados y tenían el oro, solo debían buscar un lugar donde pasar la noche y
continuar al día siguiente. Esos bosques húmedos no eran para nada seguros.
Idalia contemplaba la ciudad Antigua
cada vez más atónita, a medida que la barca se acercaba y entraba en ella. Los
arcos y pilares que la recibían eran gigantescos; las torres que sobresalían,
imponentes y hermosas; las numerosas escaleras y sus muchos puentes, elegantes
y llamativos; las viviendas, uniformes y estilizadas; inclusive los muros y
caminos eran perfectamente planos y angulares como Idalia no había visto nunca,
pues nada parecía estar hecho de piezas o bloques de piedra o de cualquier otro
material natural conocido, sino que la ciudad entera era una gran escultura
hecha de un solo material, único y omnipresente, que Idalia no podría nunca
identificar. La oscuridad era completa, pero toda la ciudad estaba iluminada
por una multitud de faroles repartidos por todas partes, que brindaban una luz
cálida y pacífica, además de un paisaje sobrecogedoramente hermoso. En un
extremo, podía verse la silueta de lo que parecía ser un árbol, parecía ser, porque
era extraordinariamente grande para serlo. La barca se
orilló en un muelle al que Driana subió de un salto, y ayudó a subir a Idalia
quien seguía totalmente maravillada, lo que para la muchacha era extraño, pues
todos sabían que del otro lado del foso, la ciudad Antigua debía permanecer
viva, libre y seguramente, más hermosa aun, y que la mujer debería haberla
contemplado en todo su esplendor antes de llegar allí o tal vez, hasta había
vivido en ella, sin embargo, cuando Idalia le dijo que del otro lado solo había
visto ruinas consumidas por la selva, la muchacha se mostró perturbada, pero
pronto Driana se compuso, tenían algo mucho más acuciante de qué preocuparse, estaban
en permanente oscuridad, pero la noche, la oscuridad total, se acercaba y debían
refugiarse pronto. Ambas mujeres echaron a correr, la ciudad se veía desierta
salvo por algunas siluetas estáticas que a Idalia le pareció ver, como
estatuas, similares tal vez, a la criatura que había visto sobre el muro y en
el puente antes de caer al foso, sin embargo, nada se movía, y el silencio era
inquietante. Se metieron por un callejón y luego bajaron por una escalera,
larga y angosta. Driana corría sin parar echando un vistazo de vez en cuando a
Idalia que la seguía sin saber a dónde iba. Una vez abajo, la ciudad perdía su
elegancia y belleza, el agua corría por una especie de acueducto subterráneo,
sucio y frío, iluminado escasamente por antorchas distantes e improvisadas.
Idalia no podía imaginar qué clase de lugar era ese, pues no había ciudad en el
mundo que ella conociera que tuviera cloacas así. Cruzaron el canal que corría,
por encima de un tablón a modo de puente y se introdujeron por otro túnel, más
pequeño, largo y completamente oscuro. Idalia continuaba siguiendo el sonido
que hacían los pasos de Driana al golpear contra el agua y esta no paraba de
hablarle para comprobar si seguía tras ella y para que no se le despegara. El
túnel desembocó en una gran cámara rectangular en la que convergían varios
túneles similares y la que estaba completamente destruida en un extremo, toda
el agua que llegaba allí caía varios metros abajo en un enorme socavón. Idalia
no pudo evitar echar un vistazo, pues toda esa gigantesca cavidad, estaba
iluminada como por la luz del día.
La noche entró como una bruma desde
la selva, como un vapor negro y denso que se tragó todo rastro de luminosidad
en la ciudad Antigua. Corría por el suelo como un manto de fina seda,
adhiriéndose a las paredes y subiendo por ellas, sofocando todos los faroles,
escurriendo por las escaleras, escalando las torres e inundando las cloacas
hasta cubrirlo todo con un grueso manto de impenetrable oscuridad, todo menos
el socavón, pues allí la bruma llegaba debilitada, desprendiéndose por los
túneles como una tela que se desintegra con el inexorable paso del tiempo y
desapareciendo antes de tocar el suelo, totalmente derrotada por la luz que
iluminaba el lugar.
Baros se internó en el bosque a todo
lo que daba su caballo, cuando echó un vistazo atrás y vio que nadie lo seguía,
se detuvo cabreado. Esperaba que lo siguieran, escabullirse, lograr separar a
uno, emboscarlo, conseguir una espada, coger algo del oro, pero irse así sin
nada, no estaba para nada en sus planes. De pronto notó algo en el aire y se
preocupó, un hedor esparcido y persistente, miró en todas direcciones pero no
se veía ni oía nada, sin embargo, sabía que debía salir de ahí lo antes
posible, estaba en territorio de los Grelos, su nauseabundo olor era
inconfundible y el ocaso era su hora favorita para salir de cacería. Entonces
surgieron los aullidos, agudos y estridentes, aunque lejanos, seguramente los
soldados de Rávaro que le acompañaban estaban siendo atacados, pensó en
ayudarlos, aliarse con ellos para salir de ahí pero inmediatamente se dijo que
aquello era una estupidez, ni siquiera tenía una espada para defenderse él, de
ninguna manera podría enfrentar a una banda de Grelos. El galope de un caballo, se acercaba a la velocidad del miedo a morir, Baros desmontó y se movió
sigiloso entre los árboles, uno de los hombres seguramente intentaba huir, pero
no era así, solo era el animal sin su jinete, Baros pensó que aun podía llevar oro
en las alforjas, su entusiasmo no duró nada, los aullidos le sonaron encima,
tan cerca que su propio caballo echó a correr espantado, mientras el otro caía
con cuatro flechas clavadas en el cuello. Los Grelos podían ser muy poco
inteligentes, feísimos y oler horrible, pero tenían una habilidad con las
flechas realmente exquisita. Baros se quedó petrificado tras un árbol, los
Grelos chillaron tan cerca que se le heló la sangre, pero luego pasaron por
encima de él cabalgando sobre sus ranas tras la alocada carrera de su caballo,
dos se quedaron ahí, y bajaron hasta el suelo, donde estaba el cuerpo del
caballo muerto. Solo una cosa podía gustarles más a los Grelos que la carne
cruda: El oro. No sabían para qué servía ni cómo usarlo, pero su color y brillo
les encantaba, los embobaba con el amor más fuerte. Los dos Grelos tomaron el
oro con ternura, sonriendo complacidos, luego olfatearon el aire con
suspicacia, montaron en sus ranas y se fueron. Baros buscó el camino para salir
del bosque, y lo siguió durante toda la noche, no quiso buscar supervivientes
entre los soldados de Rávaro atacados por los Grelos ni tampoco perder el
tiempo buscando si estos habían dejado algo del oro tirado por ahí, estaba con
vida y eso debía bastar por el momento. Cuando por fin llegó al río, se dejó caer
sediento a beber agua, y luego se tendió de espaldas a descansar, no se movió
hasta que sintió unos pasos sobre el agua poco caudalosa. No lo podía creer, era
el caballo de uno de los hombres que venía con él, también calmaba la sed en el
río, ensillado y con sus alforjas intactas, una con provisiones, carne seca,
queso, pan de cebada y una increíble y maravillosa botella de vino. La otra
alforja tenía una porción del oro, no demasiado pero suficiente, su felicidad
estaba completa.
León Faras.
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