LIII.
El
padre José María, luego de su extraña experiencia en el parque, se encaminó de
regreso a su casa, pero antes decidió comprobar que todo estuviera en orden en
el templo, justo al lado de su casa, el cual no había visto desde su repentino “desmayo”,
y aunque había gente que podía encargarse de todo en su ausencia, prefería
echarle un vistazo él mismo para su propia tranquilidad. Allí en la puerta de
la iglesia, había un hombre sentado en el suelo, era muy mayor, con aspecto
malhumorado, estaba descalzo y su ropa no era más que un montón de harapos. El
cura intuyó que se trataba de algún mendigo nuevo en la ciudad; un caminante
que se acercaba a la iglesia en busca de algo de comer o un lugar donde pasar
la noche, “Buenas noches, soy el padre José María Werner…” Se presentó, amable,
Jeremías se le quedó mirando como si de pronto le hablaran en una lengua hace
mucho tiempo olvidada, “¿Me está hablando usted a mí?” Preguntó auténticamente
sorprendido, el cura no dejó de sonreír, “Por supuesto…” Respondió el sacerdote,
admirado de tal pregunta, Jeremías dejó pasar unos segundos antes de
explicarse, “Llevo más de veinte años visitando la iglesia todas las semanas, y
esta es la primera vez que usted me dirige la palabra, padre” Al cura se le
derritió la sonrisa como un helado en el pavimento, veinte años y él no
recordaba haber visto a ese hombre en su vida, “¿Es usted un espíritu?”
Preguntó con tímida seguridad, recordando las palabras de Olivia, el viejo lo
miró como si se estuviera burlando de él, “¿Acaso le parece que estoy muerto?”
José María tomó aire para responder, pero ninguna palabra brotó de su boca,
Jeremías también tomo aire, pero para ponerse de pie y saltar el asunto, como
quien está cansado de que le saquen el mismo tema a colación una y otra vez,
“Mire, yo solo quería saber cómo estaba, después de lo de anoche…” El sacerdote
titubeó, perplejo, al parecer toda la ciudad estaba enterada de lo que había
ocurrido, el viejo continuó muy serio, “Yo estaba aquí, padre, vine a escuchar
su misa y cuando terminó, lo vi todo…” Como el cura parecía incapaz de
articular palabra, añadió, “…Yo llamé la ambulancia” El padre José María se
quitó las gafas como si estas de pronto le pesaran varios kilos, justo cuando
comenzaba a pensar que la aparición de David no había sido más que un extraño
sueño, tenía frente suyo un testigo de los hechos. Jeremías continuó con
exagerada gravedad, “Ese hombre no es nada normal, padre” Aseguró preocupado,
el cura estaba completamente de acuerdo con eso, pero quiso saber por qué decía
algo así y el viejo no lo dudó, “Yo lo conocí, una vez, hace muchos años,
cuando yo aún era joven. Solo lo vi aquella vez, y era el mismo hombre, y no ha
envejecido ni un día desde entonces, padre” El sacerdote estaba más confundido
que antes, cuando leía y estudiaba a escondidas, todas esas cosas extrañas
sobre el más allá y sus indesentrañables misterios, incompatibles con su oficio,
ahora los espíritus estaban por todas partes, y no eran ni remotamente como él
se los imaginaba, “Yo que usted, me andaría con cuidado con ese hombre, padre.”
Sentenció Jeremías antes de irse. El cura se quedó ahí parado, sobajeándose la
cara como si lo hubiesen abofeteado, no le preocupaba volver a encontrarse con David,
al menos no muy pronto, le preocupaba más, en ese momento, la advertencia de
Olivia sobre las ánimas que habitaban en su iglesia, ahora que estaba a punto
de entrar en ella, y encima, iluminada solamente con la luz que entraba desde
el exterior, el resto era como la obra de algún artista gótico moderno: casi
completamente negra, con mínimos perfiles iluminados por la pobre claridad de
las ventanas para recrear un mobiliario confuso y mezclado con la oscuridad,
casi como restos de un naufragio en un mar de brea, al igual que los pilares,
que parecían recortados en ángulos perfectos de luz y sombra. Al acostumbrarse
los ojos, lo primero que aparecía era una figura humana, blanquecina y que
parecía estar suspendida en el aire en actitud voladora. La había visto miles
de veces, pero aquella noche, la imagen de la Virgen María lucía especialmente
fantasmagórica. Había usado la puerta principal por donde el grueso de los
parroquianos entraba y salía de sus ceremonias, y debía avanzar algunos metros
más para alcanzar uno de los interruptores secundarios que tenía el templo. Al
fondo se insinuaba la silueta del enorme crucifijo que colgaba sobre su cabeza
cuando él predicaba. Nunca, en todos sus años de cura, había percibido su
propia iglesia como un lugar tan tenebroso, y como queriendo confirmarlo, y
aunque no oyó ningún sonido, podía jurar que vio una silueta moverse frente al
altar, fue fugaz, y probablemente se la estaba imaginando, ya que en realidad
se sentía muy predispuesto al susto en ese momento, con grandes dosis de
adrenalina recorriéndole el cuerpo, y agudizándole los sentidos más de la
cuenta, y todavía le quedaban algunos metros para llegar al bendito
interruptor, pues no había logrado avanzar nada. Cuando se disponía a hacerlo,
debió detenerse en seco, tomar una bocanada de aire y soltar un “¡Ay, Dios!”
involuntario, pues los pasos se oyeron a apenas tres metros de él, y cuando
volteó la mirada, una vela solitaria de luz opaca, salida de no se sabe dónde,
se movía hacia él flotando en el aire por el pasillo lateral del templo, dos
segundos después, pudo ver que se trataba de una persona, una que él conocía
porque él mismo le había hecho las exequias el día de su muerte hace al menos
una década atrás. La difunta murmuró un “Buenas noches, padre” y siguió
caminando sin esperar respuesta, tal como lo había hecho siempre durante toda
su vida. Se paseaba por el templo comprobando que los santos tuvieran sus
velas, que las santas sus flores, que el altar quedara limpio y que nadie
hubiese olvidado algo en los bancos, siempre la primera en llegar y la última
en irse desde la muerte de su marido, con ese vestido de riguroso luto que le
cubría desde las orejas hasta los tobillos, el pelo cogido en un firme tomate
ceniciento y el rostro decorosamente velado, como se acostumbraba en el siglo
pasado, o el anterior. El cura se persignó, un poco en nombre de la difunta, y
un poco en nombre propio, pues en ese momento descubría que las manos le
temblaban aparatosamente. Estaba tomando fuerzas para continuar, cuando unos
pasitos cristalinos, como de zapatitos de charol, sonaron tras él, pensó en lo
difícil que sería acostumbrarse a su nueva habilidad. “Es la primera vez que
entro aquí…” Le dijo una voz que creyó reconocer, pues, aunque la niña apenas
se veía en la oscuridad, indiscutiblemente aquella era Julieta, la chiquilla
del parque, “…este sitio me da un poco de miedo” Agregó luego. En otras
circunstancias, el comentario le hubiese parecido hasta simpático al padre,
pero no ahora. “¿Usted es amigo de él?” Dijo Julieta, señalando el crucifijo
del fondo, el padre le echó un vistazo sin entender a qué se refería con
exactitud, porque de alguna manera parecía estar hablando de manera literal. El
cura asintió de la forma más lenta y poco convincente posible, pero a la
muchacha, eso le bastó, “Él me pidió que le ayudara, padre y que él a cambio,
liberaría a Lucas” El cura estaba tan tenso, que cualquier movimiento brusco
podía romperle algo, “¿Hablaste con él?” Pronunció con cuidado, como si se
tratase de un idioma que acaba de aprender, la niña asintió con entusiasmo,
como a quien le ofrecen otro trozo de pastel, al cura, en cambio, ya comenzaba
a dolerle el estómago, “¿Liberar… a Lucas?” Preguntó temeroso, porque no
alcanzaba a sospechar siquiera quién era ese Lucas, la niña pareció no
entender, como cuando te preguntan una obviedad, “Claro…” dijo, “…igual como yo
fui liberada” En ese momento, y como por arte de magia, la luna que reinaba los
cielos de esa noche se asomó por una de las ventanas más altas, e iluminó un trozo
de la muchacha, el cual comenzó a brillar como si la propia niña estuviera
hecha de luz, “Entonces, yo le ayudaré, padre…” dijo, acercándose hasta casi
meterle la mano extendida dentro del pecho, “Si usted está ahí, yo también
estaré ahí” El cura no se movió, aunque aún sentía algo de miedo, luego la niña
retrocedió y su silueta se fundió con las sombras, para cuando José María
alcanzó por fin el interruptor, Julieta ya se había ido.
León Faras.
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