sábado, 28 de mayo de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 VI.



La primera noche de Nazli en la Descorazonada no estuvo tan mal. Un tipo grande, con una nariz muy maltratada y aspecto de malandrín, le cogió un pecho para disfrute personal y de sus colegas, a lo que la chica respondió, con una dulce sonrisa, tomándole su dedo meñique y tirando de él hacia atrás hasta sentir cómo los huesos se salían de sus órbitas normales con un crujido seco y un dolor infernal, obligando a su dueño a caer de rodillas. Su colega más cercano, un tipo rechoncho, calvo y con cara de roedor rabioso, se puso de pie amenazante para ayudar a su amigo, pero Nazli al verlo le cogió su propia jarra de cerveza y se la estrelló en la nariz, sentándolo nuevamente, también con mucho dolor. Ambos hombres se pusieron de pie furiosos, dispuestos a liarse a puños con la impertinente camarera nueva, a lo que la chica estaba más dispuesta que intimidada, pero de pronto y sin razón aparente, los ánimos de los hombres se calmaron, los músculos de sus rostros se relajaron y volvieron a sus asientos como perros insolentes regañados por su amo. Detrás de Nazli estaba Grisélida, parada con las manos en la cintura y el rostro de una severa profesora que acaba de sorprender a sus alumnos pintando obscenidades en el baño de las chicas, “¿Cuál es la única regla de mi negocio?” Preguntó con su poco agraciada voz y ante un silencio total, “Nada de riñas” Murmuró el calvo entre dientes, cuando la mujer estaba ya a punto de repetir su pregunta, “Así es…” Dijo Grisélida, y añadió como si estuviera enseñando una importante lección, “Porque las riñas producen destrozos que luego nadie quiere pagar, así que si quieren pelea vayan a la Rueda, porque aquí al próximo que sorprenda buscando trifulca, le pondré tanta mierda de rata en su comida que en menos de una semana le saldrá un rabo.” Por alguna razón que Nazli ignoraba aún, aquellos hombres bravucones por naturaleza, respetaban a esa mujer como si los hubiese parido y se daría cuenta con el tiempo de que para Grisélida, esa panda de piratas con pinta de malhechores, groseros y desvergonzados, eran su familia, a los que amaba a su manera y por los que estaba dispuesta a dar más de lo que se imaginaban. También la chica se daría cuenta de que ella en ese mismo momento, acababa de entrar a formar parte de esa familia.



Trancas se escabulló de Cízarin arrastrándose por el lecho del río con los ojos y la nariz afuera como los cocodrilos, y usando la caña para sumergirse cada vez que veía u oía gente aproximarse, y no eran pocos los soldados que patrullaban ambas riberas del río una y otra vez buscando quién sabe qué o a quién, sin embargo, el viejo logró alejarse lo suficiente de la civilización para salir del agua, y para la última hora de luz de la tarde, adentrarse en el bosque muerto desde donde aún podían verse las alturas de Rimos y sus primeras antorchas encendidas, pero no se dirigía hacia allá. La noche se cerró envolviéndolo todo de una negrura espesa y más espesa aun en el corazón del bosque muerto. Trancas estaba hambriento pero no había nada que comer en esa tierra maldita donde no prosperaba ni la maleza y aunque hubiese podido al menos encender un fuego para acompañar una noche tan negra, no se atrevió a hacerlo por miedo a que una chispa lo alcanzara mientras dormía y lo incinerara en segundos. No podía vivir el resto de su vida sin fuego, pero por el momento prefería no tenerlo cerca, el recuerdo de sus compañeros envueltos en llamas y sus gritos aún estaba demasiado fresco. Fue una noche larga e ingrata, pero al fin acabó, al contrario de las historias de quienes aseguraban haberse encontrado con los invisibles y terminar perdidos durante semanas en una noche inacabable dentro de ese inquietante bosque. Trancas empezó a caminar hacia Tormenta de Piedras, un valle árido en el que literalmente parecía como si hubiese habido un diluvio de rocas en algún desquiciado momento de la creación dejando todo regado de piedras, y en el que un hombre podía desaparecer fácilmente.



Emmer despertó apenas amanecía y sin enderezarse inspeccionó su derredor solo con sus ojos y oídos, de inmediato notó que su compañero de ruta ya no estaba, ni tampoco su caballo, pero al menos tenía los restos de la liebre colgados de un árbol para desayunar, no se extrañó, los cizarianos y los rimorianos no eran buenos camaradas por naturaleza, ambos criaban y mantenían desde pequeños una idea negativa con respecto del otro, estaba en el aire despreciar o sentirse despreciado por sus vecinos, por lo que no era raro que Janzo se hubiese largado durante la noche, lo que sí fue raro, es que de pronto este apareciera de la nada como si hubiese estado oculto debajo de una piedra, “Amigo, déjame decirte algo, roncas como un maldito cerdo que está siendo estrangulado” Le reprochó mientras se acercaba al arroyo a lavarse y beber agua. El caballo solo se había alejado un poco tras un rastro de hierba. Luego de desayunar los restos de la liebre, se pusieron en marcha sin apurar demasiado al caballo, avanzando al mismo tiempo que se acercaban al camino que los llevaba a Bosgos, sin embargo, algo llamó su atención que no pudieron ignorar: un perro ladraba con la insistencia y determinación que tienen estos animales cuando creen que han encontrado algo importante, pero sin que se pudiera oír presencia humana, y un perro solo por esos desolados lugares no era algo probable, a menos que se hubiera alejado demasiado y perdido, “Tal vez alguien necesita ayuda…” Sugirió Emmer, notando por el ladrido que el animal no se movía de un mismo sitio, Janzo no estaba convencido, pero accedió a echar un vistazo debido al enfermizo empecinamiento con el que el animal quería llamar la atención, “Tal vez sea otra liebre…” Se animó el cizariano. Cuando se acercaron lo suficiente, vieron que se trataba de un perro bastante poco atractivo, con un torso cubierto de lana apelotonada amarillenta como la arcilla, incluyendo las orejas, del cual salían cuatro patas flacas y una cabeza pequeña de hocico aguzado como el de las ratas, como si a un perro lebrero alguien le hubiesen puesto un ridículo y abultado abrigo de piel de oveja. A pesar de verlos, el animal no detuvo su incansable labor de ladrarle a un árbol dando saltitos de izquierda a derecha y viceversa, como si el suelo estuviese demasiado caliente para estarse quieto. No tardarían mucho en darse cuenta de que, de ese árbol, pendía el cuerpo de un hombre colgado del cuello. Emmer se apeó para verlo mejor, su compañero no lo hizo, “Es un monstruo rimoriano…” Afirmó este, e inmediatamente añadió, “Sin ofender.” Evidentemente aquel era un soldado rimoriano, con una armadura liviana de cuero labrado con las espinas de Rimos y la misma cicatriz asomándose en su pecho que Emmer se preocupaba de ocultar. Este lo reconoció de inmediato, pero no se explicaba cómo había llegado hasta allí, ni por qué. El perro por fin había dejado de ladrar y recibía feliz unos huesos de liebre que inexplicablemente Emmer llevaba en los bolsillos, como recompensa. Janzo estudiaba el cadáver, en verdad parecía muerto, pero no se podía estar seguro con esos monstruos rimorianos, “¿Lo conoces?” Preguntó, Emmer asintió, “Es Féctor, el mejor espadachín de Rimos, sin duda, aunque lo presumido le quitaba todo mérito.”


León Faras.

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