VII.
León Faras.
Aquella mañana, tres
experimentados jinetes descendieron del cerro en cuyo seno reposa Rimos, hasta
llegar a la Pared Sur, una gigantesca muralla de roca laminada que parece
fabricada por el hombre y que limita en todo su ancho con el bosque de Rimos,
con la parte del bosque donde la muerte se posó y secó hasta las raíces
aquellos, alguna vez, hermosos árboles, la parte del bosque más próximo al
sepultado monasterio de Mermes. Luego de atravesar el bosque se encaminaron al
oeste y continuaron hasta que el paisaje se volvió sobrecogedoramente
inhóspito, una extensa llanura cubierta de rocas de todos los tamaños
imaginables, como si una noche hubiesen caído desde el cielo en una mortal
tormenta cuyas consecuencias están a la vista. Luego de un par de horas, Aregel
se detiene sin razón aparente bajo la compasiva sombra de una piedra especialmente
voluminosa, se apea de su caballo y otea su entorno, al tiempo que extrae un
trozo de género de su manga con el cual seca el sudor de su rostro, Yurba se
detiene tras él y sin bajarse del animal que lo transporta, observa a su
alrededor con expresión de desconfiada curiosidad, como si no fuera posible que
algo hubiera llamado la atención de Aregel sin que él lo hubiera notado
también, -“¿por qué nos detenemos, pasa algo?”- pregunta casi malhumorado.
Yurba es un hombre de unos treinta y tantos años, espalda ancha y fuertes
brazos, su cuerpo tiene las proporciones de un enano pero su estatura es
normal, aunque por debajo de la media, se podría decir que es una especie de
“enano gigante” sin embargo, esta desventaja física la compensa con una
avasalladora personalidad y una descompensada
confianza en sí mismo. Tiene un reducido espacio entre los ojos y una
nariz pequeña y huesuda. Salvo por sus cejas no tiene un solo pelo en toda su
piel visible. Usa una espada corta a su diestra y un hacha pequeña en la siniestra.
-“Esperamos a alguien”- responde Aregel con indiferencia, luego le dirige una
mirada a su calvo amigo y agrega con una apenas perceptible sonrisa –“No te
preocupes, te agradará”-, el aludido vuelve la vista al horizonte nuevamente,
con el ceño fruncido y su frente se satura de arrugas –“¿no habrás citado al
imbécil de Motas verdad?”, Aregel le devolvió una mirada como si le hubiesen
hablado en un idioma remoto y complicado, “¿Quién rayos es Motas?”, el pequeño
soldado continuó como si nada “…ese sinvergüenza es capaz de robarte la ropa
interior que llevas puesta sin que te des cuenta”, el viejo solo acentuó su
expresión de incomprensión, pero no dijo nada. El poderoso caballo del tercer
jinete se detiene alejado algunos metros, indiferente al igual que su amo al
candente sol. Este último, llamado Tibrón es un hombre de mediana edad,
físicamente enorme, como una bestia de tiro. Al contrario de Yurba es reservado
y formal por naturaleza, parece permanentemente concentrado en los detalles de
su entorno. Una profunda cicatriz recorre el lado izquierdo de su rostro desde
la sien hasta el final de su pómulo, despareciendo en la espesura de su barba.
De su cinturón cuelga una gruesa espada, y colgado a la grupa de su caballo
lleva un escudo redondo del cual sobresale una aguda hoja de metal, un arma tan
eficaz en la defensa como en el ataque. Aregel mira al cielo, debe ser medio
día, un indescifrable sonido producido por Tibrón llama su atención, este
apunta con todo su brazo hacia el sur, una silueta montada a caballo permanece
inmóvil en el horizonte, Tibrón sabe quién es el cuarto jinete que esperan,
pero aún no está convencido. Yurba con su acostumbrado desparpajo se apeó de su
caballo para dirigirse a un lugar más alto, con ambas manos se construyó una visera
para observar mejor al personaje recién llegado, con la esperanza de
reconocerlo antes que sus colegas, una actitud exigida por su personalidad que
a veces le juega malas pasadas. El rostro de este, siempre con expresiones que
parecen exageradas, se mudó cuando en el horizonte aparecieron las siluetas de
cinco personajes más, una ojeada al pétreo rostro de Tibrón no le ofreció
ninguna respuesta ni consuelo, el aspecto de Aregel en cambio, le hizo
comprender en el acto que aquellos visitantes no eran precisamente a quien
esperaban. El grupo de desconocidos comenzó a acercarse, separándose entre sí
como abanico, el personaje que estaba al medio, parecía ser el líder, y se
detuvo justo frente a Yurba, desde ahí inspeccionó al reducido grupo de
soldados, posando la mirada en Aregel, el único que llevaba el diseño
característico de Rimos en su armadura, era un hombre joven, bastante joven,
apenas tendría unos veinte años, parecía que se había afeitado la cabeza hace
sólo algunos días y su cabello era una mancha gris en donde debía estar, “Creí
que solo nosotros debíamos buscar fortuna en estas yermas tierras, no imagino
que propósito conduce a unos soldados de Rimos a adentrarse en el desierto,
salvo claro, que busquen alguna debilidad de la cual aprovecharse cómo es su
costumbre…” Yurba le dirigió una mirada que por sí sola era más que suficiente
para reproducir con bastante eficacia todo lo que pensaba con respecto a la
opinión del recién llegado y compañía. Las palabras idóneas para expresar
dichos pensamientos se agolparon en su mente y cuando tomaba aliento para
largárselas a su engreído interlocutor una oportuna intromisión de Aregel lo
detuvo, este sabía que su amigo era valiente y leal como nadie, pero que su
pequeña bocota tenía
el incómodo poder de transformar las situaciones, degenerándolas en
inimaginables e innecesarios conflictos, “tranquilo Yurba, no necesitamos
problemas”, el aludido se contuvo, pero no cambió su efusiva mirada, pues no le
agradaba que le pidieran tranquilidad, porque aquello siempre significaba que
había motivos para no tenerla. Aregel imaginó que aquellos hombres
pertenecerían a alguno de los muchos pueblos que él y sus compañeros habían
atacado sirviendo a Cízarin en el “Grupo de la vergüenza” probablemente Bosgoneses,
de ser así deberían tener cuidado, Bosgos era famoso por sus venenos. “Cometes
un error” respondió con calma, “no nos interesa el perjuicio de nadie…”. El
joven líder sonrió con ironía “¿a sí...no te parece perjuicio suficiente
pisotear pueblos desprevenidos y más débiles, para luego someterlos?” El viejo
soldado de Rimos tragó saliva, sus sospechas eran verdaderas, la situación se
volvía tensa, estaban en inferioridad numérica, y además aquellos hombres
también estaban armados, debía recurrir a la sensatez y la diplomacia para
salir lo mejor librados posible. Iba a intentar justificar lo injustificable cuando
oyó un solapado pero deliberadamente audible comentario del perpetuamente
inoportuno Yurba, que momentáneamente logró apagar los circuitos de su mente,
“Una opinión venida de un grupo de asaltantes de caravanas,…je, tiene que ser
una broma”, el comentario, cómo era de esperar, provocó la mirada de furioso
asombro de todos, ante la estúpida muestra de irresponsable sarcasmo del bajo
Yurba. Uno de los extraños bajó de su caballo con decisión y se dirigió,
amenazante hacia este, “¡son perros arrogantes como ustedes los que nos obligan
a actuar así!” el pequeño permaneció impávido, “si claro, y yo soy la reina
de…” su respuesta se vio truncada por un violento empellón que lo hizo tropezar
y trastabillar hasta estrellarse con una enorme roca en su espalda, pero antes
de recuperar el equilibrio un pesado antebrazo cayó sobre su cuello y lo
comenzó a estrangular, Tibrón descendió de su caballo llevando con él su
respetable escudo, mientras que Aregel involuntariamente se llevó la mano a la
cacha de su espada. Yurba estaba incómodo
y luchaba por zafarse, al mismo tiempo preocupado por no caer, pegando
lo más posible su mentón al pecho para evitar la asfixia, en ese momento vio
algo que lo hizo abrir sus ojos desmesuradamente, el hombre que lo sujetaba con
un solo brazo, buscó con el otro en una cartuchera atada a su muslo, de donde
extrajo un puñal de mango corto con dos argollas para introducir los dedos
índice y medio y lo batió hacia atrás. El brillo que esta hermosa arma produjo
al reflejar los rayos del sol, fue la señal que esperaban los dedos que, a
algunos metros de allí, sujetaban una impaciente cuerda de arco, la cual fue
por fin liberada, y envió su letal cargamento directo al costado izquierdo del
casi verdugo de Yurba. Este sintió que la presión disminuyó considerablemente,
lo suficiente para librarse del brazo que lo estrangulaba y con un poderoso
empujón lograr la distancia necesaria para propinar una potente patada frontal
que lo alejó momentáneamente del inminente peligro que corría, sin resuello y sobándose
su magullado cuello, dirigió su mirada hacia la dirección de donde vino la
salvadora flecha, justo en el momento en que venía una segunda saeta destinada
a su enemigo pero en dirección hacia donde ahora se encontraba él, sólo
providencialmente logró verla a tiempo para saltar hacia atrás y estrellarse
nuevamente contra la piedra a su espalda, como si esta tuviera un poderoso imán
para atraer hombres, con los ojos y los dientes
apretados al límite, Yurba no vio como la flecha pasó a escasos milímetros
de él, para estrellarse contra otra roca y hacerse añicos. En tanto, Tibrón iba
a ayudar a su colega, pero se detuvo al ver a otro de los hombres que se
dirigía directo hacia él, corriendo con una espada en alto, gritando furioso y
con una descompuesta y endiablada expresión en el rostro, el experimentado
soldado lo aguardó, pero al contrario de lo que se esperaba, Tibrón no
retrocedió para esquivar el desmedido ataque, sino que al tener a su enemigo a
un par de metros, el enorme soldado dio un sorpresivo salto hacia delante
poniendo su escudo frente a él, y provocando la misma consecuencia que tendría
en un velocista, que en medio de la pista apareciera de la nada una pared de
concreto a una distancia que haría imposible siquiera disminuir la velocidad,
el desprevenido atacante cayó ahí mismo, inconsciente y con un hilo de sangre
corriendo desde una de sus fosas nasales. Aregel, a pesar de ser un soldado con
bagaje en el combate, veía con incredulidad cómo en menos de un minuto Yurba
había estado a punto de morir, un hombre yacía en el piso herido con una flecha
y otro yacía inconsciente, con Tibrón parado a su lado encogido de hombros,
como justificándose. Paseó la vista por su entorno en busca de quien sabe qué
otra cosa podía hallar, dio un respingo al toparse con uno de los hombres
parado a su espalda, al parecer hace algún rato y que ni siquiera había oído,
de las manos de este colgaban inertes dos enormes cuchillos que parecían más
adecuados para trabajar en el campo que para el combate, Aregel lo miró
intrigado, el tipo lo miraba también pero no se movía, los músculos de su
mandíbula se veían tensos bajo la piel a ambos lados del mentón, sudaba,
parecía estar soportando un gran peso que el viejo no podía ver, de pronto el
hombre hizo un amague de ataque que obligó al soldado a ponerse en guardia,
pero de inmediato se detuvo, como si quisiera derribarlo con la mente, como si
luchara contra una fuerza invisible, finalmente el desconocido, haciendo lo que
pareció un esfuerzo sobrehumano, se lanzó en un ataque salvaje contra el viejo,
quien recién en ese momento desenvainó su espada y se preparó para repeler el
ataque, pero al segundo paso el hombre pareció como si sus piernas se hubieran
desconectado del resto de su cuerpo, sin fuerzas, se doblaron obligando al tipo
a estrellarse violentamente contra el pedregoso terreno, sin que nada
amortiguara su caída. En ese momento Aregel comprendió lo que todos los demás
ya habían visto, aquel tipo tenía tres flechas trianguladas en un reducido espacio
de su espalda, esa extraordinaria habilidad con el arco le resultaba familiar,
redirigió su mirada hacia el líder de aquellos hombres quién aún estaba montado
y tenía las manos medianamente alzadas, no para rendirse, sino para apaciguar a
los hombres que le quedaban, “Bien, muy hábil, un arquero posicionado a
nuestras espaldas que nunca percibimos, no sé cómo, pero ya está. No me gusta
la derrota, pero la muerte inútil tampoco me complace, así que dejamos esto
hasta aquí, o tendrán que matarnos a todos…” el viejo soldado de Rimos miró a
sus compañeros y luego de nuevo al joven cabecilla de aquellos hombres, “Opino
como tú y lamento la muerte de uno de los tuyos pues, te aseguro que nuestra
situación es más similar a la vuestra de lo que crees, pueden retirarse en paz
y nosotros continuaremos nuestro camino”, “…¿y tu arquero?” respondió aquél
muchacho con desconfianza, “¡Yurba!, ve donde nuestro arquero y dile que estos
hombres se retiran en paz”, Yurba le dirigió una mirada como si le hubiesen
pedido una indecencia, pero Aregel ni se inmutó, prefería quedarse con Tibrón,
este era más adecuado para mantener la estabilidad de la situación, por lo que
al lampiño guerrero no le quedó más remedio que obedecer, guardó sus armas y se
dirigió con garbo hacia el grumo de rocas de donde provinieron las flechas,
mientras rumiaba en su mente varias hipótesis sobre la identidad de aquel
arquero oculto que les había ayudado. Rodeó el grupo de rocas y comenzó buscando en las partes superiores
de estas, había algunas muy altas, pero al bajar la mirada tras una piedra
mediana se topó cara a cara con un arquero agazapado cuyo rostro estaba
cubierto por un género adherido a un pequeño casco hecho de metal y cuero,
quien, de un giro rápido y sorpresivo, le apuntó con su arco ya preparado,
Yurba se detuvo en seco y mostró las palmas de las manos en señal de
indefensión, “Aregel dice que permitas que aquellos hombres se retiren en paz”,
el interpelado retiró la tela de su rostro y mostró una afable sonrisa
“¡Yurba!”, este la reconoció enseguida, era Hilena, la hija de Aregel,
“¿¡tú!?...” la mujer borró la sonrisa de su rostro y respondió con sarcasmo a
la parca bienvenida del pequeño soldado, “Hola Hilena, tanto tiempo, ¿cómo has
estado?”, “debí sospechar, que aquella flecha provenía del arco de una mujer”,
“¿de qué hablas?”, respondió Hilena al reproche de Yurba, y luego, apuntándole
con la flecha que sostenía en su mano como si fuese un puntero agregó, “salvé
tu vida”, “sí, y dos segundos después casi me atraviesas el cráneo”, la mujer respondió dirigiendo la punta de
flecha hacia sí misma, “eso no fue culpa mía, tú te pusiste en frente, además
no sé de qué te quejas…” dijo volviendo su puntero hacia Yurba, “…apuesto que
todo este barullo ha sido culpa tuya”, dicho esto, se puso de pie y trepó a la
cima de la piedra que la cubría para ser vista por aquellos hombres que
aguardaban su señal para retirarse. Yurba quiso replicar, como siempre, pero no
halló ninguna frase en su mente que lo justificara, por lo que sólo se limitó a
murmurar entre dientes palabras ininteligibles mientras se retiraba por donde
vino, Hilena le siguió, haciendo una infantil mímesis de la también infantil
conducta de Yurba.
Vaya,no esperaban una mujer! Bien por Hilena.
ResponderEliminarPor otro lado no recuerdo haberme encontrado en mis pocas lecturas el uso de "género"...aplicado como sinónimo de tela. =)Siempre aprendiendo!Bien!!
Sólo el pequeño que la encontró no la esperaba...en serio no habías visto eso de "género =tela"??...vaya, pues aquí es bien común, digo, como sinónimo...
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