XXXVIII.
Julieta
jamás en toda su vida, ni después de esta, había oído algo de aquellos Escoltas
ni de su atemorizante reputación de verdugos implacables, a su lado, Gastón
Huerta había oído de ellos hacía muy poco tiempo, cuando ya llevaba más años de
muerto que los que vivió, aunque por supuesto, nunca había visto uno, de hecho,
nadie veía un Escolta que no fuera su propio ejecutor. Alan describía un grave
problema, la completa ausencia de ideas para deshacerse de tal cosa y cómo el
tiempo se agotaba sin que nada pudiera hacerse. La chica desaparecería del
universo en el mejor de los casos o quién sabe qué espantoso destino les
aguardaba a los desdichados que eran devorados por un Escolta en el peor, “Un
ángel… ¿cómo diablos se invoca un ángel?” Se preguntó Huerta mirando al piso,
“Supongo que rezando mucho” Sugirió Julieta, sin ánimo de sonar graciosa, Alan
suspiró, realmente no tenían ni la más remota idea, luego de eso echó a caminar
sin despedirse, solo dijo que iría a ver a alguien. Ese alguien era un viejo al
que llamaban Jeremías, aunque ese no era su verdadero nombre, tenía la barba y
la cabellera larga y rojiza, como cuando el pelo ha recibido demasiado sol, la
ropa harapienta, los pies descalzos y varios dientes menos, absolutamente todo
el aspecto de algún profeta cualquiera. Desde que Alan lo conocía, vivía en
completa oscuridad en el fondo de un antiguo túnel destinado a evacuar las
aguas lluvia de la ciudad, aunque cada vez se usaba menos para eso y más para
acumular desperdicios. Era un ermitaño auto-exiliado que disfrutaba de la
soledad y el silencio, dotado de una notable inteligencia natural que le daba
la habilidad de dar buenos consejos, mientras no se le fastidiara muy a menudo.
Alan lo había visto un par de veces mientras él aún estaba vivo, siempre solo,
siempre en silencio y jamás pidiendo nada a nadie y se sorprendió mucho cuando
lo volvió a ver después de muerto, prácticamente igual que como lo recordaba,
solo entonces comprendió que aquel hombre debía estar muerto también hace mucho
tiempo, sin embargo, cuando tuvo la oportunidad de preguntárselo, el viejo lo
miró como si se tratara de la idea más absurda que jamás había oído, “¿Acaso te
parezco un muerto?” Alan no supo qué responder en ese momento, pero lo cierto
era, y según se enteró mucho después, que el abuelo había salido un día de su
agujero dejando su cuerpo sin vida dentro de la más negra oscuridad sin darse
ni cuenta siquiera, y siguió recorriendo su mundo en silencio sin echarle de
menos a nadie ni que nadie le echara de menos a él. El cadáver había sido
hallado una semana después cuando el mal olor se hizo evidente, hedor que por
supuesto, el viejo nunca sintió. Era frustrante saber que Jeremías seguía
negando su propia muerte a pesar de no poder decir con certeza cuántos años
tenía, y triste conocer las razones por las que había elegido ese estilo de
vida, que no era otro que la pérdida del amor, un amor largamente esperado,
alcanzado, disfrutado y perdido. Por supuesto, jamás le había conversado ni a
Alan ni a nadie mucho sobre su vida, y todo lo que este sabía era lo que había
podido deducir con retazos de innumerables charlas con el viejo, cuando este se
lo permitía.
“Cada
vez que vienes a verme, es porque tienes un problema” Dijo el viejo cuando Alan
se asomó dentro de su cueva artificial, “Sí, lo sé, pero esta vez es
diferente…” se justificó este último, mientras Jeremías lo miraba tratando de
adivinar qué tan diferente era eso. Alan le explicó de la mejor manera posible la
complicada situación de Laura y el aterrador monstruo que le esperaba para
devorarla, el viejo le escuchó inexpresivo, inmóvil, cuando el relato terminó,
Jeremías lo meditó algunos segundos, “Tú no te imaginarías la cantidad de cosas
que he visto en mi vida, incluso hombres muertos que parecen tan vivos como tú
o como yo…” Alan no dijo nada ante ese comentario, o su conversación acabaría
antes de lo debido. Jeremías continuó, “…como también hombres vivos que parecen
muertos, pero nunca he visto ni oído nada parecido a lo que mencionas, ¿dices
que es indestructible?” Alan pensó en las opciones que le había dado Olivia y
asintió con resignación, “Al parecer, sí.” El viejo lo desestimó con un gesto
de su cara, “No hay nada en todo el universo que tenga el poder de destruir y
que no pueda ser destruido, una cosa tiene que venir con la otra… es una ley.” Afirmó
Jeremías, con la convicción de un erudito, Alan aceptó la respuesta como
válida, pero poco útil y endeble, “Hay fuerzas de la naturaleza que no pueden
ser destruidas… vamos, ni siquiera detenidas” Jeremías mostró las palmas de sus
viejas y muy blancas manos, “Tú hablas del hombre, pero hasta la ola más
poderosa del mar se anula si choca contra otra igual, o el terremoto más
devastador quedaría en nada si la tierra decidiera jalar en sentido contrario”
Alan no lucía convencido, el viejo agregó, “Si vas a enfrentar a un hombre
contra esa cosa, estás perdido, debes conseguir uno de esos monstruos que esté
dispuesto a ayudarte… a ayudarla a ella” Concluyó Jeremías, como si aquello
fuese tan fácil como obvio, Alan seguía sin tener nada, “¿Un ángel?” Sugirió
sin más ideas, el viejo lo miró como asustado, “¿Conoces a uno?” El otro negó
con la cabeza, Jeremías se mostró desilusionado, “Yo sí conocí uno, hace muchos
años…” Se quedó unos segundos regodeándose en algún recuerdo, luego continuó,
“Pero no, no hablo de un ángel del Señor, yo hablo de un ángel de los hombres”
Alan ya no tenía ni idea de qué decir, Jeremías volvió a apoyar la cabeza en la
pared y los brazos en las rodillas como estaba cuando Alan llegó, “Solo digo
que si el hombre pudo crear a ese monstruo, el hombre debe ser capaz de
destruirlo también” Concluyó.
Alan
caminó de vuelta con las manos en los bolsillos y la vista en el suelo, la
verdad era que la conversación con Jeremías no le había dejado nada claro,
siempre era de utilidad hablar con él, pero no había entendido qué podía hacer
un hombre contra un ser que, según se decía, era capaz de crecer hasta perder
su cabeza en las nubes y desde allí atacar como un rayo desintegrador de almas
enviado desde el mismísimo cielo, implacable como la justicia de Dios e indestructible
como el odio. Nadie había visto nunca a un Escolta y contado su historia, pero…
eso era lo que se decía.
León Faras.
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