XXXIX.
Estaba
relativamente claro para Laura, que lo que había visto en aquella televisión
había tenido lugar en su mente, o en su imaginación, pero no en aquel aparato,
lo que no podía entender, era por qué había visto todo aquello con los ojos de
otro y por qué sus propios ojos no habían visto el rostro de quien le había
disparado, supuestamente, y ahora no podía recordarlo. Lo que sí estaba más o
menos claro, era que ella había muerto en aquel autobús, pues recordaba ese
como su último día de viva, pero nada más, porque lo que había visto en aquella
televisión, parecía más una escena sacada de una telenovela vieja de bajo
presupuesto, que un recuerdo suyo. Salió aquella mañana con intenciones de
despejar la mente de todas esas cosas raras de muerto que no entendía y vaya
que sí lo logró. Pensó que montar un autobús y quedarse algún rato dando
vueltas en él, le ayudaría, sino a olvidarse del asunto, a tal vez recordar su
último viaje en vida, no obstante, no hizo nada de eso, porque algo llamó su
atención antes que cualquier bus, allá lejos en el horizonte, en algún punto
tras los cerros, se divisaba una oscura línea que ascendía hasta los cielos,
como una fina columna de humo inexplicablemente recta, o tal vez descendía de
él como un rayo de luz negra, Laura no estaba segura, tampoco lo estaba de
investigar, sin embargo se decidió a hacerlo luego de echar un vistazo a través
de su diminuto espejo de bolsillo y comprobar que aquella misteriosa línea
negra que parecía dividir el cielo en dos, no estaba en el mundo de los vivos,
solo en el suyo, lo que significaba que por alguna razón, aquella rareza, fuera
lo que fuera, solo le concernía a ella, la única habitante de su mundo. Estaba
lejos y le tomaría buena parte del día, pero ella podía correr sin parar, o
mejor aún, pedalear indefinidamente sin asomo de cansancio, además estaba libre
de cualquier necesidad humana, lo que le permitía una enorme capacidad de
desplazamiento y aunque no estaba muy convencida de nada, se puso en marcha.
Fue
un viaje largo y monótono, a excepción de una parte en la que Laura pedaleaba
cuesta arriba por una calle llena de curvas muy pronunciadas, en una de estas,
la chica decidió salirse del eterno y serpenteante camino y de esa manera
descender el cerro de forma directa, jamás lo hubiese hecho en vida, pero ahora
que estaba muerta no tenía miedo, no había riesgos, por lo que pedaleó a toda
la velocidad que podía y se lanzó de la vía literalmente volando en un salto espectacular
y reconfortante, que la hizo gritar de júbilo, sin embargo, llegado un momento,
la bicicleta comenzó a caer, a precipitarse contra el suelo de tierra y rocas,
como era de esperarse, pero con alarmante velocidad, Laura se olvidó
completamente de que estaba muerta y sintió que moriría, entró en pánico, se
descontroló, gritó, pero esta vez no de júbilo, sino de susto ante la
inminencia de lo que iba a ser un gran golpe, hasta que, en el último segundo,
soltó la bicicleta para soportar el impacto con sus manos y su caída se detuvo
abruptamente en ese mismo momento, como si el aire se hubiese condensado a su
alrededor, deteniéndola suavemente como si se tratase de una gran masa de agua,
o como si su peso se hubiese esfumado repentinamente, mientras la bicicleta sí
se estrellaba una y otra vez contra la cara del cerro, dando botes y piruetas
que parecían no tener fin. Laura aterrizó con la delicadeza y discreción de una
pluma, tratando de asimilar lo que acababa de suceder, “Yo no, pero las
bicicletas sí. Muy bien.” Pensó. La física de su mundo tenía sus propias
reglas.
Ya
era media tarde cuando por fin logró llegar al lugar, un sitio despejado, o al
menos así lo veía Laura, con lo que parecía ser el cauce de un río seco a un
costado y uno de los muchos cerros arcillosos que rodeaban la ciudad por el otro. El punto
medía algo más de un metro de diámetro en el suelo y se extendía hasta el
cielo, desapareciendo en la inmensidad del universo, como una especie de
cilindro hecho de la negrura más espesa e impenetrable. Laura comprobó lo que
le decía su pequeño espejo de bolsillo y no se sorprendió ni un pelo, es más,
ya se esperaba que en el lugar del rayo negro ese, no hubiera nada y que justo
cuando utilizara su espejo, aparecería su extraño amigo Urano, el gato
ceniciento, allí sentado impasible y con su pinta de sabiondo, “¡Es que lo
sabía!” Exclamó, descargando una patadita sobre el piso, a ese animal solo le
faltaban un par de anteojos para verse más listo, “¿Se puede saber qué rayos
haces aquí tú?” Preguntó la chica, segura de que el gato le entendía aunque no hacía
ningún sonido, pero, presumido y con su cola innecesariamente enhiesta, el
animal se metió dentro de la columna de oscuridad desapareciendo por completo
en su interior, como quien atraviesa una pared, la chica no pudo más que
aspirar una corta y rápida bocanada de aire, como quien intenta un grito hacia
dentro de sorpresa, luego se acercó tanto como su sentido común se lo permitía
y lo trató de buscar dentro con la vista, agachándose y girándose alrededor,
pero era inútil, aquella negrura era impenetrable, entonces, como último recurso,
comenzó a acercar su mano, si el felino podía meterse dentro, ella también podría,
pero desistió de esa idea justo antes de hacer contacto, una, porque aquello se
veía demasiado impenetrable, y otra porque el pobre gato aún no salía, y podría
estar fulminado en un millón de micro partículas para ese momento. A modo de
experimento, arrojó una ramita seca dentro del cilindro oscuro y fue absorbida
de inmediato por este, se dio cuenta de que aquello no le decía nada, entonces
cogió otra ramita y esta vez la introdujo dentro sin soltarla, cuando la sacó,
le faltaba la mitad de su extensión a la rama, y el corte había sido tan
limpio, que parecía obra de la ciencia ficción, entonces Laura soltó el trozo
de rama que le quedaba y retrocedió alarmada, no conocía mucho a ese gato, pero
lo sentía por él, de seguro que estaba desintegrado en ese momento y ni
siquiera se había enterado, sin embargo, Urano no tardó en aparecer por el otro
lado con suficiente soltura como para detenerse abruptamente para lamerse su
entrepierna con afán.
Laura
se fue esa noche, pero regresaría varias veces en los siguientes días para
comprobar con horror, que aquella cosa, fuese lo que fuese, crecía día con día
devorando su mundo, lo cual no sería ningún problema, si no fuese porque fuera
de la protección de su mundo, la aguardaba una sombra tenebrosa con ansias de
devorarla y aunque podía mantenerse lejos por el momento, comprendió que
llegaría el día en que aquella cosa oscura crecería hasta alcanzar su casa, su
habitación y entonces inevitablemente le alcanzaría a ella. Tenía que hacer
algo, lo que fuera.
León Faras.
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