sábado, 26 de marzo de 2022

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

 XLIII.



Nazli no puede creerlo ni aun viéndolo, desde el tejado donde está ve como el cuerpo de Éger se convierte en una antorcha humana que escupe y llora fuego, abrasándose de una sola vez hasta caer completamente consumido por las llamas. También ve a sus amigos huyendo de una lluvia de flechas encendidas preparadas por el general Fagnar para defender el palacio, una vez que supo de la desafortunada debilidad de los inmortales rimorianos. Rino pone su escudo ante las flechas y se protege tras él, mientras Trancas corre a todo lo que da su generosa anatomía, con la intensión de alcanzar el canal más cercano a unos cien metros y corre con suerte, porque las flechas prefieren llegar tarde o pasarle por el lado, al contrario del flaco Lerman que es alcanzado en una pierna casi antes de empezar su carrera y su fibroso cuerpo se abrasa rápidamente. Cuando termina la primera oleada, Rino se libera de su escudo, cubierto de flechas encendidas, y corre, ve a Trancas alcanzar el canal y desaparecer en él; Nazli piensa que también lo conseguirá, pero la segunda oleada de flechas le alcanza sin misericordia y el joven guerrero muere arrastrándose por el suelo a tan solo veinte centímetros de alcanzar el agua. Gánula ha desaparecido, astuto, se ha escabullido entre los callejones mucho antes de que les lanzaran fuego encima. Todo parece indicar que la batalla ha terminado, Zaida ordena registrar la ciudad por completo, quemar todo rimoriano que encuentren, vivo o muerto, y averiguar, dentro de lo posible, quién estaba al mando, porque al parecer nadie tiene ni idea de quién dirigía el ataque enemigo.



Emmer despierta de pronto, ya amanece y la lluvia amaina, está un poco mareado pero por lo demás se siente bien, lo cual es mucho decir, luego de la paliza que le dieron cuando fue capturado y que él mismo propició para que Nila y los demás huyeran. Una paliza digna de varias contusiones y más de un hueso roto. Está atado a un árbol, aún en el cruce donde fue arrestado y con el torso desnudo. El capitán Dagar y sus hombres desayunan una liebre asada y un pellejo de vino, “¿Saben lo del príncipe Ovardo?” Pregunta el prisionero, su cara es como la de alguien que se despierta con una terrible resaca. Dagar lo mira largo rato antes de asentir, “Yo mismo, y algunos de estos hombres, tuvimos que ir por él al bosque muerto…” Su voz está más apaciguada, ha sido una noche tranquila, pero larga y está cansado, “…Dime una cosa, ¿qué rayos es eso?” Pregunta el oficial, señalando con el cuchillo con el que troza la liebre, el vientre del prisionero, donde el capitán Albedo le clavó su espada, también está la herida de bala, aunque ese concepto sea algo innovador todavía para la época. Emmer se mira las feas cicatrices en su cuerpo que no ha tenido tiempo de examinar todavía, “Es la marca de una espada que me atravesó anoche…” Los soldados están admirados, saben de los inmortales, pero no pueden imaginar cómo funciona tal cosa, “¿En batalla?” Pregunta uno y el prisionero asiente, aunque no fue exactamente así. Emmer les cuenta sobre el desorden y la confusión que se formó apenas entraron en Cízarin, “Esa maldita ciudad llena de callejones, estrechos y oscuros como madrigueras de ratas, nos desperdigó en grupos cada vez más pequeños sin nadie al mando de nadie” Los soldados están interesados, Dagar también, “¿Y el rey Nivardo?” Pregunta el capitán, Emmer los mira con desilusión, “Desorientado y perdido en los callejones, como todos, con esa condenada lluvia extinguiendo cada maldita lumbre del camino, acabó muerto por una herida en el cuello que le hizo un niño asustado con una horqueta…” Los soldados no pueden creerlo, viniendo de un hombre que fue atravesado por una espada y sigue respirando como si nada, “El rey no bebió de la fuente… no sé por qué no lo hizo” Les aclara el prisionero. Los hombres se miran entre sí, incrédulos, Emmer se ha preocupado de omitir que Cízarin los esperaba bien preparada y bajo aviso. Dagar mira el cielo, es una hermosa mañana, “Muy bien, señores, es hora de irnos…” Anuncia, para luego dirigirse hacia el prisionero con el cuchillo en la mano, “…pero antes debemos terminar el trabajo…” El capitán se arrodilla frente a Emmer y posa la punta de su cuchillo en su pecho, “Hijo, ya conoces la costumbre” Y con rapidez y mano firme, le entierra por completo el cuchillo en el corazón, cuando lo retira, se queda viendo, como se ve algo que al mismo tiempo es repugnante pero interesantísimo, la morbosa cicatrización en el pecho del condenado, luego se pone de pie y exclama apuntando a sus hombres con su cuchillo empapado en sangre negra y grumosa, “Todos aquí son testigos de que este hombre fue capturado en acto de deserción; que recibió la paliza como castigo; que fue ajusticiado con un puñal en el corazón y que su cuerpo fue abandonado como alimento para las alimañas, negándosele así el privilegio de la cremación, según dicta la costumbre.” Una vez dicho esto, cortó la cuerda de las muñecas del prisionero, “En lo que a mí respecta, hijo, tú estás muerto, y espero no volver a verte nunca más” Concluyó. Una vez que Emmer huyó, y mientras los hombres preparaban todo para irse, Cuci mencionó, emocionado aún por lo que había visto, “Con soldados así, es imposible que perdamos cualquier batalla” Dagar lo miró como a un impertinente, pero en el fondo pensaba lo mismo.



En Cízarin, el chico robusto, cuya armadura estaba confeccionada con tablas de un barril y cuerdas, miembro honorario de los Machacadores y que cargaba orgulloso un espadón de madera al hombro con el que incluso, afirmaba haber enfrentado a un monstruo rimoriano, marchaba aun más engreído con un precioso yelmo de hierro bruñido encajado a la fuerza en su cabeza, muy diferente al que llevaba antes, pero que además, estaba decorado con una corona dorada diseñada con el clásico motivo rimoriano del arbusto de espinas, un casco hecho para el combate, pero que claramente no estaba hecho para ser usado por cualquiera, llamó la atención de un par de soldados Cizarianos que descansaban en una esquina. Los soldados detuvieron al muchacho para preguntarle de dónde lo había sacado, y el chico, llamado Demirel pero al que todos llamaban Demi, respondió con toda seriedad que se lo había quitado al cadáver de un enemigo. Aquel era el yelmo de un príncipe, al menos, “Déjame verlo, muchacho” Dijo uno de los soldados, acercándose dispuesto a quitárselo, pero el chico se puso en guardia con su espadón de madera por delante y con la postura más severa que su imberbe figura podía transmitir, “Es mío por derecho, se lo quité a un enemigo en el campo de batalla y no se lo entregaré a nadie sin pelear” Anunció, y por ridículo que pareciera, hablaba en serio. El soldado iba a insistir, esta vez de una forma más brusca, pero una voz de mujer tras él lo detuvo, diciéndole que el joven tenía la razón. Aquella era la mismísima Zaida, montada en su caballo y seguida del general Fagnar. Demirel se puso firme y solemne ante la comandante, “Veo que ya eras todo un soldado” Dijo la vieja, bajando de su caballo, mientras el muchacho se quitaba el yelmo con algo de esfuerzo y se lo ponía bajo el brazo, “Mi señora” dijo este, con la postura más altiva con la que haya posado caballero alguno, “Cízarin necesita soldados como tú, ¿verdad general Fagnar?” Se volteó la mujer ligeramente y el general con cabeza de león asintió con toda gravedad desde la cima de su montura, Demi luchaba por mantener la compostura ante tal honor. Zaida continuó, “Pero debes convertirte en un soldado Cizariano bien entrenado y pertrechado como se debe, ¿eso te gustaría?” El muchacho, eso lo anhelaba, pero ya había sido rechazado por su exceso de peso y siempre relegado a las cocinas, cosa que él odiaba porque el chico quería participar de las batallas, no descamar pescados. Demirel asintió con energía pero sin perder un gramo de su aplomo, “Pues dame ese yelmo rimoriano, quítate tu armadura de tablas y preséntate en las cuadras de entrenamiento, el general Fagnar se encargará de tu ingreso” Concluyó la mujer. “Habrá que hacerle una armadura especial” Comentó el general, sin asomo de burla en su gesto, cuando el muchacho se retiró; la vieja estaba de acuerdo, “Pues se la haremos con gusto, si se la gana” Mientras estudiaba ese yelmo, conociendo el simbolismo rimoriano, se podía decir que ese casco pertenecía a un rey.


León Faras.



No hay comentarios:

Publicar un comentario