domingo, 3 de abril de 2022

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

 LXIV.



Los cuerpos rimorianos que aún no están calcinados, son amontonados en el campo para ser quemados. Los campesinos y sus niños, curiosos por naturaleza, se espantan al ver movimientos y balbuceos en aquellos despojos humanos, como lombrices que se retuercen al ser cortadas a la mitad por el azadón del labrador. Más de alguno de ellos tiene la fuerza suficiente para ponerle la piel de gallina a todos con un grito de dolor, al ser encendida la pira. Desde prudente distancia, en el monte, un niño de diez o doce años ve las llamas y oye los alaridos con espanto, comprende perfectamente lo que está ocurriendo y además sabe que el cuerpo de su padre, con seguridad, también está ardiendo allí. Le brotan lágrimas de los ojos cuando una mano se posa sorpresivamente en su hombro, es un hombre encapuchado y vestido con harapos que tira de un asno cargado de leña, él no lo reconoce, pero el hombre a él sí, “¿Aregel? ¿qué rayos estás haciendo aquí?” El sol le da a contraluz y es difícil verle el rostro, pero su voz es familiar. Tiene la cara embarrada, y se ha cubierto un ojo con una sucia venda para ocultar una horrible cicatrización, “¿Mi padre está ahí?” Pregunta el muchacho, aunque con algo de certeza en el tono, señalando la pira que arde con sorprendente fuerza, el hombre no lo sabe, pero ha estado en la batalla, y visto lo visto, apostaría su ojo bueno a que sí, “Perdimos, hijo, todos están ahí. Yo me salvé por los pelos” Dice Gánula, y luego añade, “Debes irte y hacerte cargo de tu familia ahora, se avecinan tiempos difíciles me temo…” 


Bosgos, la capital de los venenos, era un amplio poblado sin calles ni plazas en el que todo el mundo había construido su casa donde le había dado la gana, en torno al pozo que inauguró el pueblo. Ahora habían más pozos pero las casas seguían esparramadas como si se tratara de una partida de dados. Era difícil orientarse para un bosgonés que no había ido en años, como el viejo Qrima, sobre todo con el pujante mercado que se habría paso por todas partes y que mutaba constantemente, parecía que todo el mundo tenía algo que vender o algo que comprar en Bosgos, desde granos y hortalizas, hasta carne de perro azaroso charqueada para algunas preparaciones no culinarias. No muchos conocían al viejo y menos aun eran los que lo recordaban, luego de años viviendo en Cízarin, pero confiaba en que su hermana mayor sí lo hiciera. Esta era una mujer con una infinidad de años encima, una dentadura inexplicablemente envidiable, tres veces viuda sin hijos vivos, y con un pequeño pero próspero negocio de venta de hongos de todo tipo, menos comestibles, que cultivaba en una gruta oculta a los ojos de los curiosos, gracias a su aspecto de bruja malvada que inspiraba temor en sus vecinos, una reputación que la mujer no se preocupaba por desmentir. Su nombre era Gilda. Qrima detuvo su coche frente al puesto que recién se abría a esa hora, cerca del mediodía, el coche era bonito, los cizarianos tenían buen gusto para la artesanía, a diferencia de los rimorianos cuyo gusto estético estaba atrofiado por su brutal pragmatismo. La vieja pensó en una buena venta para un cliente importante pero poco a poco su radiante sonrisa se desvaneció cuando vio el desalentador aspecto de su hermano luego de conducir toda la noche bajo un contundente aguacero, “Vaya, así que sigues con vida…” Fue el ácido comentario de la mujer, antes de seguir con sus asuntos fingiendo desilusión y desinterés, “Necesito tu ayuda…” Replicó el viejo, forzadamente humilde, la vieja soltó una carcajada burlesca, no había visto a su hermano en veinte años y ahora aparecía para pedirle ayuda, “Es por tu sobrina…” Añadió Qrima. Gilda pareció confundida al principio, pero luego recordó a la hija del difunto hermano menor de ambos, y de la que este nunca se hizo cargo, “¿Nila?” Los rumores de la batalla contra Cízarin apenas habían llegado a Bosgos, donde, alguno de los que habían huido durante la noche llegaron allí sembrando algunos comentarios, pero en general, nadie le había dado mayor importancia, lo que Nila y la hermosa Darlén le contaron a la vieja, ya era mucho más serio, “Por supuesto que las chicas y sus niños pueden quedarse, pero con respecto a ti…” Exclamó Gilda, haciéndose la ofendida por los años de ausencia, pero su hermano menor estaba demasiado hambriento y cansado como para más reproches, “No te preocupes por mí, buscaré un lugar donde comer algo y dormir algunas horas y me volveré a ir, solo necesito que me prestes tu carreta, te dejaré a cambio el coche” La vieja protestó, un coche tan fino como ese, no le prestaba ninguna utilidad a alguien como ella, pero Qrima ya cerraba el trueque, “Solamente uno de estos caballos vale más que tu carreta entera, así que no te quejes”



Emmer tenía un gran camino por adelante, por un terreno abandonado de la mano de Dios en el que apenas y se podía encontrar vida inteligente. Era mediodía, y aunque él era un inmortal, eso no lo libraba de estar sediento y también algo hambriento. De pronto, un sonido en la hojarasca llamó su atención, tal vez solo una rata demasiado gorda, pero no esta vez, era un caballo que mordisqueaba la escasa hierba del arcilloso suelo, tenía bridas pero no montura. Emmer se acercó apaciguándolo, con las manos en alto y haciendo sonidos dignos de un apaciguador de caballos, cosa que el animal no apreció en lo más mínimo, quizá porque no estaba solo; bajo un árbol, un hombre sentado en el suelo, con aspecto maltratado, empuñaba un cuchillo. No fue algo muy impresionante para el rimoriano, el tipo parecía haber recibido una paliza peor que él, se veía más agotado aunque tenía un caballo, y con el hombro izquierdo dislocado hacia atrás, que debía dolerle una barbaridad. Ambos podían adivinar con un vistazo que el otro también era soldado aunque les faltara la mitad de su atuendo, por lo que no era necesario ni mencionarlo. Para Emmer, un hombre en semejantes condiciones no representaba un obstáculo demasiado peligroso, aun estando desarmado, pero él era un soldado y no un bandido, “¿Está roto?” Preguntó, señalando el brazo del que estaba sentado, este negó con la cabeza, siempre con el cuchillo en alto, “Bien, eso es bueno. Puedo ponerlo en su sitio, sé cómo se hace…” Dijo Emmer, amistoso y confiable, pero el otro seguía con el filo de su arma por delante, “¿Cómo sé que lo que quieres no es estrangularme para quedarte con mi caballo?” Preguntó, poniéndose de pie con dificultad, Emmer lo miró con la cara de quién no ha entendido el remate de un chiste, “No te ofendas, pero, no estás en tu mejor momento, si quisiera hacerlo, lo haría sin artimañas…” En eso tenía razón, y lo cierto era que ese hombro lo estaba matando de dolor y no podía arreglarlo él solo, por lo que el hombre se tragó su orgullo, bajó su arma y accedió.



El capitán Dagar y su escuadrón volvían sin prisa a su hogar, cuando el más lento de sus hombres, Cuci, le advirtió de una extraña comitiva que comenzaba a ascender el penoso camino a Rimos, al cabo de un buen rato aguzando la vista, el oficial exclamó, “Oh, mierda… ¿tan pronto?” Aquel era el mismísimo Siandro rey de Cízarin, acompañado de su abuela Zaida, del general Fagnar y un pequeño grupo de soldados y portaestandartes con la flor de Cízarin en alto, que venían a negociar los términos de su aplastante victoria, aunque lo menos a lo que Siandro estaba dispuesto, era a negociar.



Fin de la Segunda parte.


León Faras.



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