viernes, 8 de julio de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

X.



Apenas comenzando el empinado ascenso a Rimos, Qrima se cruzó en el camino con la niña cuyo poder más grande radicaba en la habilidad de moverse por el mundo pasando inadvertida, a veces no lo conseguía, pero eso era por culpa del tonto perro que obstinadamente la seguía, o eso era lo que ella creía. El viejo la miró y se preguntó para qué rayos llevaría ese trozo de leña bajo el brazo o para qué lo querría, y aunque tuvo la débil intención de preguntárselo, la pequeña no le dirigió ni la más mínima mirada al pasar junto a él, ignorándolo por completo, como si no existiera, al igual que a los dos pieleros que hace rato la seguían. Barros y su hijo Petro sí se detuvieron a saludar al viajero, “Te deseamos un buen camino y mejor jornada, aunque este sea un infausto día en el lugar a donde vas” Qrima devolvió el gesto y explicó que estaba enterado de todo y que viajaba con la intención de averiguar sobre el destino de un soldado rimoriano, “…Es que es el prometido de mi sobrina… la pobre está muy preocupada” Se excusó con gesto afligido, ambos pieleros le devolvieron rostros doblemente afligidos, “La noticia es que no regresó ni uno solo de los soldados que partieron. Ni tan solo el rey” Respondió Barros, “Solamente el príncipe Ovardo, pero su estado es lamentable y ni siquiera participó en la batalla; nosotros mismos custodiamos su camino hasta aquí” Agregó su hijo Petro, profundamente afectado, para luego añadir en tono de sano cotilleo, “Dicen que se trata de algún tipo de hechizo maligno…” Al mismo tiempo, su padre contemplaba el horizonte donde algo llamó su atención, “Por todos los dioses. Este sí es un buen día para ser un rimoriano muerto, ¿no?” Comentó, señalando en la distancia a un escuadrón de soldados cizarianos, comandados por el general Fagnar, que marchaban a Rimos para tomar posesión de este, seguido de un largo séquito de carreteros y muleros, básicamente, el grupo de saqueadores enviado por el rey Siandro para coger su compensación. Qrima decidió que debía irse, pronto los soldados rimorianos estarían muy ocupados como para poder hablar con él. Allá abajo, la niña pequeña continuaba con su camino, resuelta. Muy pronto necesitaría de todo su poder de “invisibilidad” para atravesar el batallón que se le aproximaba.



Tobi era un cabrero flacuchento e imberbe que aún no llegaba a los veinte años, pero que ya se sentía en el mejor momento de su vida gracias a que había conseguido una novia que al igual que él, siempre estaba dispuesta a escabullirse para encontrarse con él a solas y disfrutar de los placeres del cuerpo. Ella era una jovencita regordeta, menor que él, llamada Nina. Y debían hacerlo así, porque el padre del muchacho no esperaba de él nada más que trabajo y trabajo y la boca siempre bien cerrada, y el padre de ella no quería verlo cerca de su hija bajo amenaza de molerle su delgaducho cuerpo a palos, por lo que, dentro de sus muchos niditos de amor, aquella mañana escogieron la vieja cabaña abandonada en el bosque, en las afueras de Bosgos. Al llegar, se reunieron ansiosos, y entre besos desmesurados y elocuentes e inapropiadas caricias se dirigieron a la puerta, pero esta, por primera vez desde que la visitaban, estaba cerrada por dentro y aunque Tobi insistió enojado y le soltó un par de insultos, no pudo abrirla. Por un segundo puso atención a su alrededor y vio lo que era parte de una carreta al borde de ser considerada carne de fogata, pero cuando Tobi estaba dispuesto a investigar quién les había robado a él y su enamorada su lugar especial, descubrió que Nina estaba paralizada, intentando desesperadamente, pero sin éxito, formar un solo sonido con

 su boca. Caminando hacia ellos, con un andar vacilante e inestable, se acercaba un anciano cuyo mal olor le precedía, pero no era un anciano normal, sus ojos eran grises como la ceniza, su boca abierta, en la que no se podía ver nada de lo que debería haber ahí, parecía como un pozo de hedor sin fondo, sus huesos estaban a la vista bajo un pellejo reseco que lucía agrietado como una vieja pared de barro, grietas de las que hace mucho no escurría ni una sola gota de sangre, además, el anciano estiraba una de sus esqueléticas manos de uñas sucias y rotas hacia ellos, como si anhelara algo incapaz de expresar. Por fin Nina desató el nudo que la paralizaba dentro de su cerebro y un grito largo y agudo brotó de lo más profundo de su ser, al mismo tiempo que la puerta de la cabaña se abría y de ahí salía un trozo de leña que noqueaba de un golpe en la cabeza al pobre de Tobi. Acabado su grito, la buena de Nina procedió a desmayarse, como si hubiese gastado con ese grito todo el oxígeno del que disponía su cuerpo y se quedó tirada en el suelo junto a su novio. En la puerta estaba parado el viejo Migas, con el ceño apretado y la boca torcida, “¿Padre, dónde estabas?”



Nazli ya se había levantado, aseado, desayunado sopa de pescado con cebolla y ya había empezado a limpiar el desorden que quedaba de cada noche, cuando aparecieron en la puerta sus nuevos amigos: el tipo grande de la nariz maltratada y su compañero calvo con cara de roedor. Para ese momento, la chica ya se había enterado por Grisélida que aquellos tipos podían comportarse como imbéciles a veces, pero que en realidad ambos eran buenas personas. Supo que el grandulón se llamaba Chad y que su nariz maltratada y otras marcas en su cuerpo se las debía a su padre, cuyo pasatiempo favorito fue golpearlo durante mucho tiempo. También que era pescador como casi todos allí y que tenía un hijo del que se sentía orgulloso y al que, bajo juramento, jamás le pondría un dedo encima. Su compañero se llamaba Pidras y trabajaba en el muelle desde que su madre murió cuando era un niño. Que no lo maltrató nunca su padre porque jamás lo conoció, pero sí la vida, mediante el hambre, el frío y otras necesidades. Que una mujer le había roto el corazón hace muchos años y que eso lo había vuelto un resentido que no confiaba sus sentimientos a ninguna mujer que no fuera prostituta, porque al menos ellas sí eran honestas. Llegaban a esa hora en busca de atención, pero no de la habitual, sino de una más inusual. Pidras había sido pateado aquella mañana por la nueva burra del muelle, pero esta apenas le había hecho daño, el problema es que había caído torpemente sobre unas herramientas y un garfio le había rajado la espalda. Grisélida al verlo se volteó repugnada y luchando por dominar sus sentidos y no desmayarse ahí mismo; ella podía tratar con fracturas, huesos dislocados, dolores de barriga, algunos tipos malolientes de pestes y hasta los comunes parásitos intestinales, pero por algún extraño motivo, solo explicable en alguna vida pasada de la que no tenía noticias, no soportaba ver sangre sin sentir repudio. De esas cosas se encargaba Gorman, “¡Gorman! ¡Pon a calentar el hierro!” Y su método favorito, y el único que conocía, era la cauterización. Nazli examinó la herida con su ojo experimentado, “¿Tienes una aguja?” Le preguntó a la mujer, esta la miró ocultándose tras su mano para no ver, “¿Por qué?” Respondió alarmada, como si hubiese oído un disparate, la chica dijo que podía coser la herida y esta vez fue Pidras quien reaccionó alarmado, “¡¿Acaso te crees que soy un saco de patatas para coserme?!” Nazli respondió en idéntico tono, “¿Acaso prefieres que te rosticen la carne como una chuleta!” Pero Chad no estaba nada alarmado, “Los soldados hacen eso, ¿verdad? Coser las heridas” Comentó a la chica, no sin algo de suspicacia en los ojos y esta asintió sin agregar nada. El hombre aceptó el silencio y convenció a su amigo de que aquella era la mejor opción, y más aun cuando aquel vio aparecer a Gorman sonriente con su hierro incandescente en la mano como quien va marcar una res. Todos, excepto Pidras, que no podía y Grisélida, que no lo soportaba, contemplaron admirados el arte de la muchacha para unir las carnes con hilo y aguja y mientras lo hacía, Nazli quiso hacer algunas preguntas distraídamente sobre ese gran Tigar nuevo del que hablaban y que según decían, su cuerpo cicatrizaba sus heridas de forma anormal.


León Faras.

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