sábado, 30 de julio de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XIII.



Oh, padre, no creo que eso sea prudente, acabamos de llegar y aún debemos instalarnos debidamente…” Dijo Migas, mientras repasaba sobre una piedra plana una y otra vez un viejo cuchillo, ya que el anterior lo había perdido, y miraba de reojo a la pareja de jóvenes que permanecían atados e inconscientes, “Oh sí, padre, la chica estaría muy bien de seguro…” dijo con una sonrisa algo reprimida, y agregó volviendo de súbito a la seriedad de antes, “…pero debemos ser cautelosos, padre, porque si nos vuelven a correr de aquí, ¿a dónde iremos esta vez?” En ese momento, Nina comenzó a volver en sí, estaba sentada en el suelo, con las manos atadas a la espalda y una mordaza en la boca con un sabor muy raro y lo primero que vio casi la vuelve a poner en estado de inconsciencia: era el horrible viejo momificado que antes había caminado hacia ella y que estaba convencida de que había salido en forma de alucinación de algún rincón recóndito de sus pesadillas más turbias, pero ahora estaba arrellanado como un trapo sobre una viejísima silla de brazos, con su nubosa vista perdida, la oscura e inhóspita boca abierta y… Nina forzó la vista con una mueca de asco, sí, una mosca salía de una de sus fosas nasales y se echaba a volar, luego de un corto paseo por el acartonado rostro del anciano, sin que este moviera un solo músculo siquiera. Era tan difícil de creer que esa cosa estuviese viva, que ahora ya no estaba tan segura de lo que había visto antes. Con uno o dos puntapiés en la canilla hizo que su enamorado se despertara y dejara de babearle el hombro. Él había oído historias de pequeño sobre el viejo Migas, como que raptaba a los niños mal portados para comérselos y cosas así, pero al llegar a cierta edad había dejado de creer en ellas, por supuesto, sin embargo, aquel hombre macilento, de pelo grasiento y lacio y pestañear forzado, se veía tal como el de aquellas historias, y el cuchillo que tenía en la mano definitivamente era muy real, “¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí?” Preguntó el viejo con tono muy disgustado, “¡Es que no saben que esta propiedad nos pertenece? ¡Que perteneció al padre de mi padre y que tenemos todo el derecho de estar aquí, mientras que ustedes no son más que unas sucias sabandijas invasoras!” Migas gesticulaba aparatosamente y con su más que convincente cuchillo en la mano, mientras que los asustados muchachos no hacían más que balbucear excusas y ruegos a través de sus mordazas, “¡Qué es lo que están buscando aquí? ¿Creen que no lo sé! ¡Qué no los vi? ¡Vienen a desahogar sus sucios impulsos en este hogar, buscando reproducirse en todo momento y por cualquier parte, como animales!” Su gesto asqueado era legítimo, ya que desde su más tierna juventud, hace mucho, mucho tiempo, la rígida moralidad impuesta por su padre, había rigurosamente desterrado de su cuerpo y de su mente cualquier necesidad o apetito de carácter sexual, llegando a considerar esto último, como el más sucio, improductivo e intolerable de los vicios y a la castidad como a la más poderosa de las virtudes, “Sí padre, tienes mucha razón, si se reproducen como cerdos, deberían ser tratados como cerdos” Dijo, acercando el brillante, aunque algo mellado filo de su cuchillo a la mejilla de Tobi, quién no podía abrir más los ojos en ese momento, ni aunque se lo pidieran. Entonces, Migas sintió de pronto un olor repugnante que lo detuvo, y comenzó a olfatear al muchacho cada vez más de cerca y con más ímpetu, hasta comprobar que no se equivocaba: todo el lugar olía a mierda de cabra, pero el chico apestaba a las mismas cabras de pie a cabeza. “¡Eres un maldito cabrero! ¡Maldición!” El viejo Migas se alejó de él como si hubiese sido golpeado en la nariz, “Sí padre, lo sé. Eso significa que esos bichos inmundos no tardarán en…” Exclamó, mientras se asomaba por la ventana para comprobar con infinita decepción como su propiedad era invadida por una multitud de bulliciosas y apestosas cabras, que apenas llegaban comenzaban a devorarlo todo… todo, y a sembrar el terreno por completo con su caca, como si de una plaga bíblica se tratara. Migas no lo dudó, desató al muchacho en el acto y a tirones y empujones lo sacó de su casa, “¡Lárgate de aquí, y llévate todos tus mugrosos animales contigo!” Tobi salió a trompicones de la cabaña para aterrizar en los brazos de su padre que había llegado hasta allí siguiendo al rebaño de cabras, “¡Qué rayos haces tú con mi hijo!” Le espetó el hombre, Migas estaba realmente indignado, “¿Ese rapaz apestoso e indecente es tu hijo? ¡Pues deberías saber controlarlo para que no ande invadiendo las propiedades ajenas en busca de saciar sus inmundos apetitos!” El hombre se ofendió, “¡Ese serás tú! ¡Qué más inmundo hay que cocinar a tus vecinos, viejo sucio!” “¡Calumnias! ¡Infundios! ¡Embustes de gente que para no ver su propia porquería, se empeña en inventar la de los demás!” respondió Migas, y la discusión ya comenzaba a dilatarse subiendo de volumen cada vez más, hasta que el otro hombre recordó que tenía una hija, “¿Y Nina?” Preguntó, Migas estaba furioso, “¡Quién demonios es Nina?” Gritó. Entonces Tobi, aliviado como se sentía de estar libre y entero, se atrevió a intervenir tímidamente en favor de su novia, diciendo que Nina era la muchacha que mantenía dentro amordazada, “¡Ah, esta es tu hija?” Preguntó el viejo, señalando algún punto dentro de su casa, “¡Pues déjeme decirle que las caricias libidinosas son su fuerte!” El hombre amenazó con golpearlo por tal atrevimiento, pero Migas continuó sin intimidarse, “Estos dos sinvergüenzas, invadieron mi propiedad sobajeándose el cuerpo entero, enroscados como serpientes que se aparean, con sus bocas pegadas y sus asquerosas lenguas cambiándose de una boca a la otra sin ningún pudor; intentaron meterse en mi hogar y le dieron un susto terrible a mi padre, que a su edad no puede estar sufriendo ese tipo de sobresaltos…” Los hombres pudieron echar un vistazo y ver el cadáver tirado en una silla al que Migas señalaba como su padre, el cual no había cambiado nada desde la última vez que lo habían visto, hace muchos años, y se preguntaron cómo era posible que aquello pudiera llegar a sobresaltarse de alguna forma. Migas continuó, “¿La quieren? ¡Claro que se las daré! ¡Faltaría más!” Y fastidiado, como ya estaba, entró en su casa, levantó a la chiquilla de un brazo y sin quitarle la amarra ni la mordaza siquiera, la lanzó fuera sin consideraciones de un empujón, como quien echa afuera a una mascota que se ha cagado en la alfombra, por suerte afuera había quien la recibiera o se hubiese dado de cara contra el suelo de seguro, luego, y muy ofendido, los increpó a todos, exigiéndoles que abandonaran su propiedad de inmediato con todos sus molestos bichos y que no regresaran nunca o ya no sería tan cortés, para terminar con un sonoro portazo en las narices de sus desagradables visitantes. Migas se quedó unos segundos con la oreja pegada a la puerta, para luego voltear y sonreírle maliciosa pero brevemente a su padre, “¡Vamos, padre, no estuvo tan mal!”


León  Faras.

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