sábado, 12 de abril de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

93.



Las entregas de carbón eran cada vez más frecuentes, Yelena seguía comprándoles todo el carbón que producían y exigiéndoles cada vez más. Desde ya hacía un tiempo que hacían las entregas solos, turnándose entre Petro y Gan para que, mientras uno se iba, el otro continuaba con la producción y acompañaba al viejo Barros, que, casi ciego, se pasaba todo el día sentado rememorando el pasado, contándose viejas historias a sí mismo y recordando a Kerem, la que murió demasiado joven, dejando a un niño pequeño sin madre y a su esposo destrozado, pasando de ser un joven y prometedor comerciante lleno de sueños, a un borracho muerto por dentro que apenas y podía hacerse cargo de su hijo sin la ayuda de sus vecinos y amigos, los que por cierto, también tenían sus propios asuntos que atender. Después de perderlo todo, hacerse pielero fue su opción para salir de su agujero y el principio de una nueva vida para su hijo, Petro, quien parecía más feliz que nunca de recuperar a su padre y además acampar todas las noches en el monte rodeado de perros. Los herreros ya los reconocían y los dejaban pasar, con cara de hastío pero sin decir una palabra, sin embargo, un nuevo rumor había comenzado a correr sembrado por otros carboneros. “Oye, holliniento, ven aquí.” Le llamó Nardo, apoyado en un muro como si fuera la barra de un bar. Petro fue categórico. “Este carbón ya está vendido.” El otro reaccionó como si estuviera lidiando con un imbécil redomado que no deja de repetirse. “¡Ya lo sé! Solo quiero hablarte…” Petro, lo miró empequeñeciendo los ojos, desconfiado. “Pero no te daré mi carbón.” Aclarado este punto, se acercó. Nardo le habló con la cabeza gacha y la vista inquieta, como usualmente se transmiten las conspiraciones. “Dicen que tú y tu amigo hacen el carbón con leña del Bosque Muerto, ¿es eso cierto?” El carbonero no respondió nada, pero el gesto en su cara lo hizo por él. “¿Yelena lo sabe? Sabe que su carbón proviene de una tierra maldita en la que solo se engendra muerte.” Expuso el herrero, con una vehemencia que a Petro le pareció exagerada. “La muerte estará en sus manos, en las de su familia, en su suelo y en su comida. ¡Todo su linaje será maldito!” Concluyó Nardo, con la pasión de un político que quiere convencer a las masas de que solo él conoce la verdad, pero Petro no era un hombre fácil de convencer. Se le acercó al oído del herrero para no levantar la voz. “Sabes que más temprano que tarde, todos los herreros de Rimos terminarán sacando su carbón del Bosque Muerto, ¿verdad? Hasta la última vara de leña será consumida…” Le dijo, como si se tratara de una antigua profecía, y ante la obstinada negación del herrero, agregó. “Así será, si lo que quieren es mantener sus fraguas encendidas, claro.”



Mientras Lorina huía de allí sin que Yan pudiera detenerla, Bacho llegaba hasta donde él con el andar pesado y el gesto cabreado de un matón en un mal día. “¿Qué hacías con esa puta coja, Yambo?” Le reprochó, como si se tratara de un crimen. “¿Quién?” Preguntó Yan, inocente y ligero como un ave. “Esa mujer, la coja, la que se acaba de ir.” Respondió Bacho con brusquedad, más cabreado de lo que ya estaba ante el descaro de su hermano. “¿Una mujer?” Repitió Yan, haciéndose el desentendido. Su hermano estaba a punto de golpearlo. “Mira tonto, no me hagas enojar. ¡No pueden estar sobajeándose con alguien en plena calle! ¡Hay lugares para eso! No sé, busca un callejón o algo.” Yan sonreía. Le dio dos palmaditas en el hombro. “No tengo idea de lo que estás hablando, hermano.” Y dándose la vuelta, agregó. “¿Y qué te pasó? ¿Por qué volviste tan pronto?” “¡Agh, esa mujer! Me echó en cara la deuda de un servicio de hace dos años, ¡dos años! Yo no recuerdo ni lo que comí ayer… Discutimos.” Admitió, derrotado, mientras Yan acariciaba una hoja de árbol que le arrebató a Lorina en medio de su huida. “No te apures, Chucho, cuando le pagues lo que le debes, todo volverá a ser como antes.” Bacho lo miró rencoroso. “Pero fue hace dos años.” Insistió.



Mientras que Gan era adulador y servicial con sus clientes, Petro era serio y profesional, sin hacer ni aceptar más o menos de lo ya pactado; así le había enseñado su padre desde siempre, que en los negocios lo pactado era la ley y la ley debía respetarse, y esa implacable honorabilidad le agradaba a Yelena, era como un poste enterrado profundamente en la tierra y del que se podía sujetar cualquier cosa. “Vas a tener que conseguir una carreta para la próxima... o unos burros más grandes.” Comentó la mujer, ayudando a desatar las amarras que sujetaban la carga. Petro pensó en responder que no conocía burros más grandes, pero algo le dijo que la mujer, por extraño que pareciera, le estaba tomando el pelo. “Una carreta es buena idea.” Respondió, parco, sin levantar la vista. “No busques una usada o te darán una con la que te pasarás la vida reparándola, primero una cosa y luego otra, créeme, lo he visto muchas veces. Hacer una nueva no será difícil para alguien como tú, además, no necesitas algo muy elaborado, y yo te puedo dar un muy buen precio por un par de ejes que te durarán toda una vida.” Le recomendó la mujer, abrazada a un saco de carbón que acomodaba en su sitio. Petro se había pasado toda su vida yendo y viniendo de un lugar a otro, siempre a pie, tirando de sus burros cargados igual como lo hizo su padre, y no es que se quejara de ello, pero tal vez era hora de vivir con un poco más de comodidad, como dijo la mujer, no necesitaba algo muy elaborado. “Lo haré, creo que es una excelente idea.” Le dijo, decidido, y esta vez mirándola a los ojos, y la mujer sonrió satisfecha, como si con aprobar su idea la estuviera halagando. “La próxima vez que venga, hablaremos sobre esos ejes que mencionas.” Dijo Petro, entusiasmado. “No te tardes.” Respondió ella, y aquello le sonó incómodo, como si estuviera sugiriendo que quería volver a verlo pronto. “Ya sabes… por lo de la carreta.” Aclaró, dejando en evidencia que no era necesaria su aclaración, y se apresuró a agregar. “Y consigue un delantal… para que no estropees tu ropa…” Sugirió Yelena, a estas alturas, ya diciendo cualquier cosa que se le viniera a la mente. Petro se miró su ropa, era un desastre y siempre había sido así. Tal vez la mujer le estaba insinuando que debía corregir eso también. “Nos vemos.” Se despidió con un torpe gesto de la mano que Yelena replicó fugaz. Menos mal que su hija Yara no estaba presente o hubiese sido aún más incómodo.


León Faras.

lunes, 31 de marzo de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

92.



Una vez medicado para la fiebre, hidratado y alimentado con jugo de bayas y sedado nuevamente, Yurba lucía mucho mejor gracias al señor Sagistán y su sobrino, y Teté, mucho más aliviada. Le quitaron la cuchara atravesada en la quijada al enfermo y este pudo descansar al fin. Habían sido al menos dos horas de lucha contante con él, por lo que, el vaso de vino dulce y frío que les ofreció Rubi al acabar resultó maravillosamente apropiado, pero el mal no se había acabado y mucho menos había sido derrotado. Yurba comenzó a sonar muy raro, con ruidos que le salían desde dentro, muy profundo en las tripas y que lo hacían estremecerse y gesticular como si alguien estuviera jugando con sus nervios. “Pero qué mier…” Murmuró el señor Sagistán con el vaso de vino congelado a dos centímetros de sus labios. Teté rápidamente se volvió a angustiar y esta vez sería peor, porque lo que estaba a punto de suceder sería repugnante, incluso para unos “tripa-tiesa” como el señor Sagistán y su sobrino, quienes ya habían presenciado a lo largo de sus vidas todo tipo de cosas desagradables. Al tiempo que Teté y su hija se apretujaban entre sí y gritaban horrorizadas, Yurba comenzó a vomitar a plena capacidad de su boca y entrañas, soltando un chorro oscuro y acuoso, tan abundante y prolongado que era imposible para cualquier ser humano, con una presión que no decaía, arrojó una cantidad de porquería suficiente como para llenar medio bebedero de caballos. Luego de eso, el enfermo simplemente se dejó caer en su lecho, como un borracho que, satisfecha su necesidad, vuelve a su sueño con todo gusto. Cherman fue el primero en acercarse, curioso, notó que el vómito esparramado por todo el piso, no olía a nada en particular, ni a lo que le habían dado de beber, ni a los líquidos estomacales, ni a diablos, como esperaba, de hecho, su olor era similar al de la leche. Le acercó la oreja al rostro del enfermo y comprobó que éste respiraba con normalidad, que, al menos en apariencia, todo lo que lo aquejaba había sido expulsado de su cuerpo como en un exorcismo, pues era evidente que ahora, Yurba dormía como un bebé, un bebé capaz de girarse sobre sí mismo y acomodarse la almohada para dormir más a gusto.



Migas no estaba avanzando con los manuscritos y eso lo exasperaba, y tener la tonta mirada de Nimir encima no ayudaba. “Por qué no buscas algo que hacer en otra parte.” Le dijo, para no descargar su frustración con él, pero Nimir solo lo miraba con la boca abierta y lástima en los ojos como si el idiota fuera él. Migas insistió haciendo evidente su esfuerzo por contenerse. “Pero tal vez pueda ayudar.” Le respondió el otro, con una inocencia que hacía temblar de rabia al viejo Migas. Este respiró hondo, se restregó sus cansados ojos, se puso de pie con calma y se sirvió un poco de licor de mora. Era Nimir, enojarse con él era como enojarse con un caballo ciego por chocar contra un árbol. “Estaba seguro de que ese era su nombre escrito con sus caracteres.” Reflexionó Migas. “Pero lo uso para escarbar y lo único que saco son sinsentidos e incoherencias que no llevan a ninguna parte. Tal vez el maldito usaba otro nombre.” “Y si los garabatos esos los hizo otra persona.” Propuso Nimir, arrugando el ceño y Migas se restregó la cara con disgusto contenido. Cuándo iba a entender este chico que el silencio era mucho más valioso que decir tonterías. “¿Otra persona? ¡Pero qué otra persona! Si ese viejo estaba más solo que… Espera.” Había una chica allí, recordó Migas, una que escribió su nombre en la pared con una caligrafía casi infantil y que había huido durante el ataque de Rimos montada en un caballo llamado Romeo. Migas soltó una risita. Era curioso que recordara el nombre del caballo y no el de la chica. Pero acaso era posible que fuera esa chica la creadora de estos manuscritos, se preguntó el viejo con una tenue y rara sensación de esperanza y miedo, porque si la chica era la autora, y él invertía más de su tiempo en descifrar sus escritos, ¿qué clase de basura encontraría al final? ¿Los lamentos de una muchacha cuyo destino no había sido lo que ella esperaba? ¿Sus descargos de odio en contra de su captor? La amarga poesía de un alma presa… o, el genio oculto tras la impropia pedantería del viejo Larzo, cuyo único mérito, en realidad, fue encontrarla y capturarla. “¿Cómo era que se llamaba?” Preguntó en voz alta, aunque Nimir no intervino esta vez, intuyendo que la pregunta no era para él. “Estaba escrito en la pared, lo escribió muchas veces… era con M.” Insistió el viejo, como tratando de alimentar el recuerdo de alguien más, lo que le daba ansiedad a Nimir, porque quería decir algo útil pero no sabía qué. “¿Mar… Mer?” Repetía Migas, probando distintos cebos como si quisiera pescar el recuerdo. “Tiene que evocar el momento en su mente, cerrar los ojos y enfocarse en los detalles…” Aconsejó Nimir, expectante y ansioso, Migas lo miró inseguro de lo que acababa de oír. “Es lo que yo hago cuando pienso en mi madre…” Se excusó Nimir, un poco avergonzado por haber dicho nuevamente una tontería, ante la expresión severa de Migas, pero este comenzó a asentir con gravedad. “Puede funcionar.” Dijo al fin, sonriendo un poco, casi como con orgullo, pero pronto borró esa sonrisa. “Ya lo veremos, Nimir, ya lo veremos.”



Leerse el destino propio era una práctica antiprofesional, porque entonces el criterio se veía sesgado por el propio deseo de ver lo que uno quiere ver y no lo que en realidad está escrito, Lorina lo sabía bien, su tía abuela Miula, quien era capaz de captar el destino de las personas en el aire como si pudiera olerlo, sobre todo cuando éste era malo, se lo había advertido muchas veces. “Los ojos no pueden voltearse hacia dentro, niña.” Le decía, con su dedo en alto y sus párpados pintados de negro con tizne, y Lorina, que tomaba cada una de sus palabras coma la verdad absoluta, decidía sin quererlo ni dudarlo, que no obedecer los mandamientos de su tía, era pecado. Pero ahora ella ya era grande, hace rato que vivía por su cuenta y su tía abuela Miula ya se había ido hacía mucho tiempo, por lo que decidió coger sus huesos de gallina, los que por cierto, no eran de cualquier gallina, invocar su infinita sabiduría con más humildad y respeto que nunca, y lanzarlos a la sombra del árbol medicinal que la cobijaba, pidiendo luz sobre su propio camino. Al principio no vio nada, nada que le dijera algo, pero pronto vio que la formación de los huesos era inusual, inusual y favorable, inusualmente favorable, tal como si estuviera viendo justo lo que deseaba ver; tal como le dijo una vez su tía abuela Miula, la que nunca en toda su vida vio enferma ni herida: “Para bien o para mal, nunca dejaremos de engañarnos a nosotros mismos.” Lorina recogió y guardó sus huesos con una sonrisa adolorida, sintiéndose un poco tonta también por pretender caer en su propio engaño, pero entonces oyó los pasos de alguien muy cerca de ella, y al voltearse lo vio, era él, el que había huido, regresaba mirándola con gravedad en los ojos y un ligero gesto de ruego en el rostro, permitiendo que sus ojos se vieran atrapados por los de ella, esta vez, sin oponer resistencia ni querer escapar de ellos. “¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?” Le dijo, como si hablara con una deidad. “Soy solo Lorina.” Respondió ella, encogiendo un hombro. “¿Eres una especie de bruja, Lorina?” Pregunto él, acortando cada vez más la distancia entre ellos. Ella sonrió tenuemente. “Claro que no, ¿por qué lo dices?” Susurró. Estaban tan cerca el uno del otro que no necesitaban alzar la voz más que eso. “Porque me siento hechizado.” Respondió Yan. Lorina sintió el olor a ciruela en su aliento y le pareció reconfortante, comparado con lo que estaba acostumbrada en su trabajo. Sus ojos comenzaron a cerrarse y sus labios a estirarse hacia los de él, pero entonces alguien lo llamó por su nombre con rudeza, era Bacho, su hermano. Al parecer, se había tardado mucho menos de lo que esperaba.


León Faras.

martes, 18 de marzo de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

91.



¡Siento que solo estoy perdiendo el tiempo!” Se quejó Falena, impotente, mientras se movían por una de las callejuelas de Bosgos, rumbo a ninguna parte en particular. “Uno nunca puede perder el tiempo ni aprovecharlo, porque nadie puede reconocer cuando está haciendo lo uno o lo otro.” Dijo Brelio, como citando a algún sabio antiguo. Ambas chicas lo miraron con las cejas arqueadas en espera de contexto para semejante perla de sabiduría condescendiente. “Es lo que mi madre dice.” “Si lo dice tu madre, entonces es cierto.” Afirmó Emma, medio en serio y medio en broma, cosa en la que era especialista. ”¡Pero aun así! Podría estar muerto ahora.” Se quejó Falena. “No morirá, más bien todo lo contrario…” Dijo la voz de una mujer que sonaba divertida de decirlo. Falena se volteó a verla casi de un salto, y por menos de un segundo, juró ver algo muy raro en el rostro de esa mujer, pero al darle la luz del día en la cara, descubrió que era una mujer realmente hermosa, incluso por encima de los andrajos que llevaba puestos, lo más extraño era que, antes, cuando pasaron frente a ella, estaba segura de haber visto a una anciana inclinada sobre sí misma desgranando habas en su lugar. La mujer sonreía y desenvolvía algo muy extraño en el ambiente con esa sonrisa. “¿Quién eres?” Preguntó la chica, aturdida. “Tú lo sabes. Tú me buscabas.” Respondió la mujer, sin dejar de sonreír, amable, pero enigmática. Y agregó. “No te preocupes, tu amigo tiene que pagar un precio, pero ese precio no es la muerte.” Iba a preguntar, Falena, cómo sabía ella sobre su amigo, pero de pronto comprendió perfectamente quién le hablaba, sin embargo, Circe, apagando su sonrisa bruscamente, no le permitió hablar. “Yo no hago nada sin que me lo pidan, pero algunos no ponen ningún cuidado en lo que desean.” Entonces una mano en su hombro remeció su cuerpo y vio aparecer el preocupado rostro de Brelio frente a ella, a su lado, Emma la miraba más bien como a un bicho raro. Falena quiso buscar a la mujer hermosa de nuevo, pero en su lugar, había una vieja con una vaina de haba a medio desgranar en las manos y una marcada indignación en el rostro hacia su sola presencia. “¿Haces eso a menudo?” Preguntó Emma, con algo de recelo en el rostro, pero Falena no entendía qué había pasado. “Te quedaste ahí pegada como una gallina ciega frente a esa mujer…” Le reprochó su amiga a gritos susurrados, mientras ella y Brelio la arrastraban fuera de allí. “Te llamamos pero ni siquiera nos escuchaste. Parecías poseída…” Añadió el muchacho, y a Emma, eso le pareció de lo más acertado que había oído en toda su vida. “Pero vi a la mujer, la bruja, la con cara de cabra de la que todos hablan y nadie ve…” Se excusó Falena, vehemente, pero solo logró que la miraran aún más raro. “Yo llevo toda mi vida aquí y jamás le he visto ni las pisadas.” Argumentó Emma, mirándola con intenciones de hacerla sentir como una loca.A eso me refiero exactamente.” Replicó la otra. “Yo la vi, y era una mujer hermosa en realidad.” Emma alzó sus ojos al cielo implorando un poco de paciencia. “¡Tiene cara de cabra! Qué tan hermosa puede ser una cabra.” E iban a enfrascarse en una nueva discusión pero Brelio intervino. “¿Pero qué fue lo que te dijo?” Falena se centró en sus recuerdos por un segundo. “Dijo que el cuerpo de mi amigo estaba cambiando, se estaba rehaciendo o algo así… pero que no moriría.” Emma estiró los labios en gesto de estar conforme. “Al fin buenas noticias. ¿Alguien más tiene hambre?”



Yan Vanyán, el paladín Jazzabariano, según su propio concepto de sí mismo, se paseaba cubierto de pies a cabeza por las callejuelas de Bosgos, lo que llamaba más aun la atención, debido a que el clima era bueno para vestirse liviano a menos que fueras un apestado, uno de esos pobres desgraciados obligados a vivir ocultando sus llagas y pústulas; condenados a vagar indefinidamente al no ser bienvenidos en ninguna parte. Yan jamás lo hubiese notado, si no fuera porque una mujer con pinta gruñona, le dio con ruda urgencia un cuenco de corteza con agua y lo despachó con idéntico apuro, sin permitirle siquiera devolverle el tiesto. “¡Llévatelo, llévatelo!” Le ordenó, corriéndolo con la mano como si fuese una mosca. Luego alguien más le tiraría dentro del cuenco un par de ciruelas y una rodaja de pan de ayer. La gente era generosa, con tal de que el apestado se alejara lo más rápido posible de su calle. Yan se sentó bajo un árbol desde donde podía ver los Tronadores y juzgar el nivel de seguridad que tenían, pero se topó con la mirada de una mujer joven que, inmóvil, lo miraba desde prudente distancia con dolorosa resignación, como si viera su deseo más valioso destrozarse lentamente ante sus ojos. Yan intentó ignorarla y centrarse en su trabajo mientras se preparaba para meterle una buena mordida a su ciruela, pero podía sentir los ojos suplicantes de esa mujer en los huesos y así era imposible disfrutar de su comida, así que, descubriéndose la cabeza, la llamó para que le dijera cuál era su problema. La mujer lo miró sorprendida, seguramente porque esperaba ver llagas y pústulas en su cara; se acercó con algo de recelo, o tal vez solo timidez. Ella cojeaba. “No tienes peste.” Afirmó, señalando con el dedo lo evidente. Yan la miraba con cansancio mal disimulado, como un empleado público después de una larga jornada atendiendo imbéciles. “Nunca he dicho que la tenga.” Respondió con desdén. La mujer quiso señalar a la gente que decía lo contrario tras ella, pero tenía la prueba ante sus ojos, por lo que no insistió. “Necesito algunas hojas de ese árbol… es que es el único que está cerca y… ya he caminado mucho hoy.” Yan asintió, harto de información innecesaria. “Son medicinales, ¿lo sabías? Son muy buenas para sanar las heridas…” Dijo la mujer, susurrando muy cerca de su oído. Yan no lo sabía. “¡Por supuesto que lo sé! Todo el mundo lo sabe… yo…” Entonces sucedió lo que siempre había temido pero que nunca le había pasado: sus ojos se quedaron atrapados en los de ella. Por un instante se sintió privado de libertad, capturado por una tonta mirada de la que no podía despegarse y de la que solo pudo huir, alejarse torpemente tropezando con todo a su paso, poniendo tierra de por medio lo más rápido posible. El gran Yan Vanyán, aterrado, se dio cuenta de que no era inmune a todo como él creía. Lorina se quedó insegura de lo que sentía. Se olió a sí misma. Idéntica reacción había tenido Costia la última vez que lo vio, pero aquel era un condenado a muerte, mientras que este solo parecía asustado… ¿de ella?


León Faras.

viernes, 7 de marzo de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

90.



En Bosgos la noticia se esparció como el olor a estiércol por la mañana. “¡Yo lo vi! Estaba oscuro, pero el hombre llevaba una antorcha en la mano. Eso que lo atacó, no era un animal cualquiera… pero tampoco un hombre.” Bacho respiraba con urgencia, como si en realidad estuviera asustado, y Yan, lo miraba como si estuviera actuando y no muy bien. Recorrieron todo el resto del camino hasta allí a oscuras, iluminado solo por la luz de la luna que afortunadamente no los abandonó hasta que los primeros rayos del sol se insinuaron y le soltaron su historia a los primeros pobladores que encontraron. Pronto todo Bosgos hablaría de eso y eventualmente llegaría a los oídos de Nina. El monstruo, la bestia cuya masacre, ella y sus chicas habían tenido que limpiar, estaba de regreso y se había cobrado la vida de dos hombres, porque, según Bacho, el otro que acompañaba al difunto, era imposible que hubiese sobrevivido, así de idiota como estaba. “Tiempo sin verte, bonito.” Dijo Cípora, estirando el cuello como una lagartija coqueta, y Bacho, que no podía luchar contra ella cuando lo llamaba así, se le comenzaron a escapar las risas por un costado de la boca de puro gusto, como a un niño borracho que bebe por primera vez. “¿Cómo estás Cipo?” Dijo, sonriendo con la boca chueca como un idiota y olvidándose de la bestia, de su trabajo y de todo lo demás. “Ve avanzando tú, Yaya, luego te alcanzo.” Le dijo a su hermano, pero este de solo verlo, ya lo había dado por perdido. Bacho estaría ocupado por un buen rato y luego de eso seguiría con un buen sueño, porque no habían dormido en toda la noche, pero él, en cambio, era Yan Vanyán, y no necesitaba dormir si no quería, por lo que comenzaría a hacer el trabajo por su propia cuenta.



Mientras tanto, el idiota, que en algún momento lo venció el sueño sin que se diera cuenta, despertó sobándose la mandíbula, allí donde la muela lo traía de vuelta a su triste realidad. Ya no estaba tan idiota, y notó de inmediato que estaba solo. Su suegro, si no estaba haciendo el desayuno, tal vez estaría defecando tras un arbusto o yendo por agua; el tipo de cosas que se hacen a primera hora de la mañana. Lo gritó dos veces, y a la tercera lo llamó por su nombre, cosa que no acostumbraba a hacer, a menos que le preocupara algo. Había algunas cosas que no eran de ellos, como un pellejo de vino a medio vaciar, pero su medicina lo ponía tan estúpido, que no era nada extraño que el mundo siguiera girando mientras él estaba ausente. Era muy raro que su suegro no estuviera, pero estaban sus cosas, por lo que seguro que había una buena explicación, e iba a recoger algo de leña para la fogata matutina, cuando un olor muy familiar le llegó con la brisa. Tanto él, como su suegro, eran matarifes de profesión, y el olor de la sangre, de las vísceras expuestas y de los cuerpos abiertos eran parte de su vida. El hombre sonrió, ya lo entendía todo. Su suegro, seguramente, se había encontrado con la oportunidad de capturar algún animal y lo estaba despostando por ahí cerca, lo extraño era que no le contestara. Siguió el aroma de la sangre hasta su fuente y hasta oír su respiración, sonaba alterado o asustado. Muy asustado. Cuando por fin lo vio, vio que ese no era su suegro, sino otro hombre que miraba el vacío, ausente; cubierto de sangre desde las mejillas hasta la cintura, temblando de terror con el puño en la boca y que en cuanto se dio cuenta de su presencia, huyó despavorido, como si hubiese visto la guadaña del Segador de Hombres sobre su cabeza. A pocos metros estaba su suegro tirado entre la hojarasca, expuesto como una manzana a medio roer, con medio de todo: media cara, medio torso, media extremidad… ni siquiera podía ser recogido del suelo sin que se desparramara el pobre. Se sintió estúpido otra vez, incapaz de reaccionar, de sentir o entender, y por ese rato, su muela ya no le dolía. Se dejó caer al suelo, como si sus piernas hubiesen perdido el interés en sostenerlo, y ahí se quedaría hasta que el dolor, el implacable dolor, lo trajera de vuelta de nuevo al aquí y el ahora y lo obligara a vivir.



Y ¿qué piensas hacer? Eres bienvenido a quedarte aquí, si eso quieres… Eres mi sangre.” Le dijo el señor Sagistán a su sobrino, mientras preparaba una masa gorda de harina, agua y sal para cocerla en los rescoldos de su fogón luego. Había sido una agradable noche en la Descorazonada recordando sus “días de gloria” en la Rueda, pero demasiada fama lo había agotado. Quedarse o irse no hacía mucha diferencia para un hombre que no pertenecía a ningún sitio, y la respuesta debería brotar por sí sola, pero antes de que eso sucediera, una mujer terriblemente angustiada, o así se veía, aferrada al brazo de su hija que lucía idéntica aflicción, llegaron hasta su casa. Incluso sus perros se preocuparon de solo verlas. Era la señora Telina, la madre de su más reciente aprendiz. “Señor Sagistán, le ruego que me perdone, pero es que no sé a quién más recurrir…” Le dijo, a punto de llorar. “Mi esposo debió atender sus deberes y yo con mi hija no sabemos qué más hacer. Ya lo hemos intentado todo, se lo juro. Por favor perdone.” Dijo, pero sin poner ningún contexto de fondo, por lo que entenderle era complicado, y de no conocerla, se podía considerar la peor de las tragedias con solo verla. Cherman apareció en escena y Teté redobló sus lamentos al ver que el señor Sagistán tenía invitados y ella solo estaba molestando, y los hombres debieron redoblar sus esfuerzos para tranquilizarla y lograr que la mujer les dijera algo de utilidad para comprender lo que ocurría. “Es Yurba, señor Sagistán. Él está mal. Muy mal.” Intervino Rubi, también un poco nerviosa ante la inoperancia de su madre para comunicarse como debía.



Efectivamente, Yurba se veía más muerto que vivo en ese momento, rígido hasta la mandíbula y tiritando de un frío que no existía. “Suda como un cerdo.” Comentó Cherman, alarmado, pero su tío lo corrigió de inmediato mientras le tocaba la frente al enfermo. “Los cerdos no sudan… Está ardiendo.” Teté le comentó que Barucho lo había revisado antes y el viejo se sorprendió de que ese curandero aún estuviera vivo, pero ahora su sobrino lo corrigió de inmediato. “No es el viejo, es uno de sus nietos. Heredó el don.” “Dijo que era brujería.” Apuntó Rubi, creyéndolo pertinente, y los dos hombres se voltearon a mirarla como si pretendiera ser graciosa en el momento más inapropiado de todos, pero no era así. “Tonterías, el viejo era un embustero y el joven seguro que también lo es. Cuando no saben qué decir, sueltan disparates como ese.” Dijo el señor Sagistán, abriendo su morral con sus hierbas, pero Teté ya lo había intentado sin éxito, debido a que el enfermo mantenía los dientes apretados constantemente desde que el soporífero de Barucho había perdido su efecto, y era imposible hacerle tragar nada. Sagistán asintió disconforme, como si lo estuvieran retando. “Ábrele la mandíbula, sobrino. Vamos a ver si no va a tragar nada.” Y una vez hecho esto, le atravesó el mango de una cuchara de oreja a oreja en la boca y se la ató en la nuca como si fuese una jáquima. “Primero tratamos la fiebre, luego la rigidez.” Advirtió Sagistán. Y agregó. “O lo ahogaremos en lugar de ayudarlo.” Concluyó.


León Faras.

lunes, 17 de febrero de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

89.



“…Los Tronadores que perdió en el ataque, Cízarin los quiere de vuelta y Bosgos no está dispuesto a dárselos. Los conserva como un trofeo.” Explicó Pidras, una vez controlada la emoción de encontrarse con una leyenda como Cherman en su negocio. “Cego envió a sus dos hijos allá para averiguar todo lo necesario sobre el trabajo… aunque no sé qué pidió a cambio; debe haber sido algo gordo, o no se habría involucrado.” Agregó, alargando la barbilla hacia afuera.De hecho, me sorprende que haya aceptado.” Comentó Sagistán, hurgándose la barba. “¡Eso digo yo!” Gritó Pidras. “Porque antes estaba dispuesto a derramar hasta la última gota de sangre jazzabariana por evitarlo.” “Pero si Cízarin quiere sus cosas de vuelta, ¿por qué no va él mismo a buscarlas?” Preguntó Cherman, quién apenas entendía de todo lo que se estaba hablando. “Jazzabar es Cízarin también.” Respondió Nazli, y añadió. “No debemos olvidar eso.” “El rey no quiere que olvidemos eso.” Señaló Pidras, con un aire de sabiduría que le quedaba muy raro.



Darlén tomó una vara de leña seca y se dejó llevar por su instinto de maga, con ella tocó un gran peñasco de roca viva y oscura que brotaba de la tierra como si alguna vez hubiese pretendido huir de ella y de inmediato sintió la atracción entre ambos, una atracción que se manifestaba a través de ella y gracias a ella y que podía graduar si se lo proponía. Cerró los ojos y se enfocó en esa atracción murmurando en lenguas que conocía de niña sin que nadie se las hubiera enseñado nunca, hasta sentir como el palo se adhería a la piedra hasta volverse difícil de despegar, entonces comenzó a jalar de él, extrayendo un cordón tenso y luminoso que la mujer no pudo evitar admirar y temer al mismo tiempo, temor que supo dominar de inmediato para mantenerse concentrada, entonces, el palo en su mano comenzó a soltar un hilo de humo denso y azulado, hasta que la mujer comprendió que era tiempo de desprenderlo, con un poco de fuerza pero sin brusquedad jaló de él hasta que el cordón se cortó y su vara se había convertido en una pequeña antorcha que según le parecía, tenía la más hermosa llama del mundo. Estaba tan orgullosa de sí misma que por poco se pierde en él y olvida su propósito, que era encender una fogata, una como cualquier otra, pero que para ella sería simplemente maravillosa y de la que estaría encantada de presumir, si tan solo tuviera con quién en ese momento. Eso había sido magia de verdad.



Si Cego se entera, te asesinará con sus propias manos, como a un pollo.” Amenazó Yan. “Pues no tiene por qué saberlo, si tú no se lo dices.” Replicaba Bacho, ya casi completamente a oscuras de no ser por la luna llena que había salido temprano esa noche y los escoltaba, cuando la luz de una fogata apareció a un lado del camino. Se acercaron a ella sin sigilo para no alarmar a los dos hombres que pernoctaban allí, como lo hace la gente decente que no trama nada malo, pero el mayor de ellos, al reconocer a Bacho, se puso de pie de un salto con garrote en mano dispuesto a defenderse. “¡Tú! ¿Qué quieres? ¿Vienes a robarnos de nuevo?” Bacho puso cara de hastío, como si tuviera que lidiar con el mismo asunto una y otra vez. “Tranquilo, abuelo, solo quisiéramos compartir tu fuego… mira.” Y como gesto de buena fe, le ofreció un trago de su pellejo de vino, que por supuesto, el viejo rechazó categórico. “¡Aleja eso de mí! ¿Acaso quieres envenenarme también?” Entonces, Yan intervino, agarrando el pellejo y echándose un trago de él para demostrar que nadie estaba tratando de envenenar a nadie y que podía beberse un trago si quería. “Mientras yo esté aquí, tú estarás a salvo.” Le aseguró, procurando verse y sonar convincente e instalándose junto al otro tipo que siendo más joven se veía un poco aletargado. “¿Y a este qué le pasa? Solo falta que se le caiga la baba.” Señalo, preocupado. El viejo renunció a su actitud hostil y aceptó el pellejo de vino. “Es la medicina que le dan en Bosgos para el dolor de muela… lo deja como idiota por un buen rato.” Explicó. “Yo solo conocí esta…” Afirmó Bacho, enseñando su puño, y añadió luego, como justificándose. “Después de una buena paliza, o te olvidas del dolor… o de las muelas.” Pero antes de que pudieran replicarle algo, un ruido sigiloso, allí donde la luna no alcanzaba a espiar, se deslizó entre los árboles y sobre la hojarasca, seguramente algún animal rastrero, pero aun así todos se pusieron en guardia, menos el idiota. Un ronquido tenue y prolongado los hizo ponerse aún más alertas. Ese no era cualquier animal rastrero. Yan Vanyán escudriñó la oscuridad llevándose una mano a la sien, como si esto le ayudara a ver mejor de alguna manera. “Sea lo que sea, se oculta muy bien…” Señaló con gravedad. El crujido de una rama volvió a llamar su atención, pero esta vez venía desde otro sitio del bosque, como si estuvieran empezando a ser rodeados poco a poco. Entonces, el viejo, con el garrote en una mano, agarró una antorcha de la fogata y con ella por delante se adentró en el bosque; Bacho, con su cuchillo bien empuñado, aguzaba sus sentidos como un perro de caza ante una potencial presa, mientras su compañero, desarmado, movía las palmas de las manos en todas direcciones como si pudiera percibir algo con ellas. El idiota seguía inmutable.



El ataque fue limpio y violento como el golpe del decapitador. El viejo apenas alcanzó a soltar un gritito ahogado antes de desaparecer en la oscuridad, la antorcha salió volando y no tocó el suelo hasta que todo ya había terminado. Yan, quien solo pudo oír el ataque, pero no vio nada, quiso salir en auxilio del desdichado desconocido, honrando su promesa de que nada le sucedería en su presencia, pero Bacho, quien sí había logrado ver algo, lo sujetó con ruda urgencia, haciendo uso de su superioridad muscular. “¿Adonde crees que vas, maldito loco? Hay que salir de aquí ahora mismo.” Y ante la insistencia del otro, debió soltarle una buena palmada en la nuca, como la que se le da a los rapaces insolentes. “¿Acaso quieres hacerme enojar? ¡Monta tu maldito caballo ahora mismo!” Y lo amenazó con otro golpe de revés antes de que siquiera insinuara el más mínimo desacuerdo. Yan podía rebelarse ante cualquiera, pero a Bacho lo respetaba como a un hermano mayor. Se fueron de allí azotando los caballos, y dejando al idiota tal y como estaba.



La antorcha pudo haber causado uno de esos incendios que tardan meses en saciar su voraz apetito, pero de puro capricho, cayó sobre un nido de rocas estéril donde se durmió en silencio.


León Faras.


domingo, 2 de febrero de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

88.



Ya terminaba el día, las gentes de Jazzabar ya se habían dispersado por el puerto regresando a sus lugares de costumbre, solo sus más cercanos acompañaban a Cegarra a esa hora, entre ellos Garma, quien se había convertido en un buen amigo. “¿Estás seguro de que es una buena idea?” Le preguntó, mientras veían a Bacho y a Yan Vanyán alejarse juntos a caballo, tirándose manotazos y puntapiés como niños, entre risotadas mezcladas con insultos infantiles. “Han sido así desde siempre, como perros que se demuestran su afecto con forcejeos y mordiscos, pero harán bien el trabajo, de eso no tengo duda.” Y luego de una corta reflexión, añadió en tono melancólico. “Ambos son como mis hijos.” Tanto Prato como Garma, lo miraron como a alguien que ha comenzado a hablar estupideces pero no puedes decirle nada por respeto, aunque Garma sí lo hizo. “Pensé que Bacho sí era tu hijo.” Cegarra hizo gesto de resignación, como cuando las cosas son de una manera pero se sienten de otra. “Sí, bueno, él llegó un día diciéndome que yo era su padre y mandándome al carajo por serlo. No lo vi nacer como a mis hijas, no lo crie, no se parece en nada a mí, pero lo quiero como a mi hijo. Y Yan… él llegó al puerto de niño, solo, sucio, descalzo y cubierto de piojos de pies a cabeza, apenas hablaba, no conocía su propio nombre… lo llamamos el Mugre durante mucho tiempo… ya sabes, de broma.” Cego le sonrió a uno de sus propios recuerdos por un rato. “Era despierto, para cuando nos dimos cuenta de que estaba chiflado, ya se había ganado el cariño de todos.”



Emma no había tardado ni un día en tomar su espada del escondite donde su padre la puso y guardarla en su propio escondite, porque a ella no le importaba si había pertenecido a un súper inmortal de Rimos, a un traidor o al santo rey de Culimilla, ahora era suya por derecho y no le apetecía renunciar a ella, además, se moría de ganas de presumirla con alguien al que le interesara un poco estas cosas y claramente Falena era una candidata perfecta para ello. El lugar estaba en ruinas, había sido una casa con un refugio para las cabras y su alimento alguna vez, pero ahora, después de la visita de los Tronadores, no era ni una cosa ni la otra. “Era la casa de Norba, ¿te acuerdas? Ella y su madre murieron aquí… Una por el derrumbe y la otra de puro susto.” Explicó la chica, con incómoda naturalidad. Era el principio del ocaso, el sitio parecía una cueva con un agujero por el que se veía el cielo, una que, por cierto, estaba dispuesta a venirse abajo con el más mínimo escalofrío que le diera a la tierra en el espinazo, pero Emma era de esas personas que están demasiado ocupadas mentalmente, como para preocuparse por cualquier amenaza que no fuera inminente. Encendió un fuego con sospechosa rapidez, como quien tiene todo preparado de antemano, y el lugar se iluminó como un sitio definitivamente preparado desde antes, con improvisadas repisas y pequeños taburetes hechos de escombros. Buscaba su tesoro escondido, cuando una voz rasposa de vieja malhumorada se oyó desde afuera. “¿Quién está ahí?” “¡Nadie!” Respondió Emma, contrariada. “¿Eres tú, Luana?” “Sí.” Volvió a responder Emma. “Está bien, pero no hagas que tus padres se preocupen.” Replicó la vieja, conforme. Emma, no le contestó a la mujer, pero sí a los chicos que la miraban con infinitas dudas en el rostro. Le he dicho mil veces que ese no es mi nombre, pero ella no me escucha.” Se justificó la chica, con un marcado gesto de fastidio en el rostro, pero eso se le pasó pronto, una vez que sacó su tesoro envuelto en tela de un recoveco especialmente acondicionado para él, y lo posó en el suelo con más cuidados y mimos que a su propio bebé, si tuviera uno, claro, para luego abrir las telas con ceremonia, como se hacen las cosas importantes. Falena jamás había visto en toda su vida una espada tan brillante como esa, ni siquiera a plena luz del día, tampoco sabía que el metal pudiera pulirse a tal nivel. Más que un arma, parecía una obra de arte. “Se llama Malagonía.” La presentó, tal como lo haría una madre orgullosa con su primer hijo. Brelio tampoco había tenido oportunidad de verla antes, y aunque él no sabía mucho sobre espadas, ver una como esa, con la hoja cubierta de pinchos hasta los gavilanes, era algo digno de apreciar. Falena la tomó en sus manos para admirarla, pero con todo el respeto y cuidado que su dueña exigía, como si se tratara de una delicada pieza de cristal. El mango le parecía exageradamente largo, aunque el huevo de gallina en el pomo era todo un detalle. Sin duda era un arma hermosa. “¿Tú la llamaste así?” “Sí.” Mintió la chica. “Es genial, ¿verdad?” Agregó, con una sonrisa de puro orgullo.



Darlén no había hecho nada realmente asombroso en todo este tiempo fuera, sí, había encontrado un morral abandonado colgado de un árbol con un par de cosas útiles y también algunas bayas agridulces de las que se había alimentado, y que podían haber aparecido en su camino gracias a la magia interna que la guiaba, pero no lo pensaba así, más bien se sentía como buena suerte moderada o una afortunada casualidad, como la que le puede suceder a cualquiera… al menos no se había roto una pierna, todavía. Sin embargo, caía la noche y su gran problema se presentaba de nuevo: el fuego. Circe le había dicho una vez que el fuego era inmune a la magia, que estaba por encima de este mundo, que un día había caído del cielo dejando su semilla aquí, y ella, en su afán por valérselas por sí misma, no había llevado ni lo más mínimo para encender una fogata. Era curioso, porque para ella, desde que era una niña pensaba que el fuego en sí mismo era mágico, porque, ¿cómo podía existir algo así? Algo tan vivo pero sin vida a la vez, además, ella había invocado el fuego antes, por supuesto que no quería que le cayera un rayo sobre su cabeza solo para encender una triste fogata, eso era aterrador, pensó, pero entonces comprendió el verdadero propósito de su viaje, hasta ahora ella no había actuado más que con miedo, el miedo a su propio poder y eso la cohibió todo este tiempo, debía actuar con humildad y respeto, porque la arrogancia era una caída libre en la que era inevitable estrellarse contra el suelo, y eso no se lo enseñó Circe, sino su padre, pero nunca con miedo, porque este no era más que un estorbo la mayor parte del tiempo. Entonces pensó, si fuera fuego, ¿dónde dejaría su semilla? No en la madera o se consumiría, no en la tierra que lo absorbería, solo podía ser en el metal o en la roca más dura.


León Faras.

viernes, 17 de enero de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

87.



¡Eso no puede ser cierto! ¡Él está bien! ¡Yo lo vi! Su alma no está tan dañada como ella cree.” Alegaba Falena, sin que nadie intentara llevarle la contraria siquiera. Emma, con las manos apretadas bajo los sobacos y la cabeza entre los hombros, caminaba pensando en ese horrible día en el que debieron sacrificar su caballo luego de que éste se rompiera una pata en una estúpida caída. Ella se negó, buscó mil excusas para no hacerlo y propuso mil soluciones para evitarlo, cada una más tonta que la anterior, como quedarse ahí sola a cuidarlo hasta que se recuperara si era necesario, pero finalmente comprendió lo vano que era su empeño, que no podían llevarlo ni abandonarlo, que no había forma de sanarlo o de tan solo al menos calmar su dolor, y que no podía más que llorar y culparse a sí misma. Falena estaba haciendo lo mismo, pensó, negándose a lo evidente y buscando alternativas para evadir la verdad. “Es horrible, pero tiene que hacerse…” Comentó Emma al aire, sin dirigirse a nadie en especial, pero Brelio le replicó de inmediato. “No es tu caballo, Emma, es un hombre.” “¿Cuál es la diferencia?” Replicó la chica, sin salir de su cascarón. “Tiene razón…” Admitió Falena, sorprendiendo a todos, y luego agregó. “Yo tampoco podría sacrificar a mi caballo.” Si había alguien que podía decir algo diferente, esa era Darlén. “Deberías quedarte, comer algo y descansar, tal vez mañana tengamos noticias de mi madre.” Sugirió Brelio. Falena pensó que esa era su mejor opción, antes que regresar con las manos vacías, y aceptó. Entonces, Emma, curiosa por naturaleza, descubrió las espadas que la chica llevaba ocultas entre sus alforjas. “¿Son tuyas? ¿Sabes usarlas?” Preguntó emocionada. Solo eran un par de Pétalos de Laira, la espada más común y corriente en todo el universo conocido, pero aun así la emocionaba. “Mi abuelo me las dio…” Respondió Falena, evitando que la chica intrusa las sacara de su sitio. “Él me enseñó un poco a usarlas y me dijo que las llevara siempre conmigo en caso de necesitarlas.” Emma tenía esa cara otra vez, impredecible, de picardía, con la sonrisa escondida tras una mueca de viveza. “¿Y por qué tienes dos? ¿En caso de que pierdas una?” Preguntó y se respondió al mismo tiempo, soltando una risa tonta pero contagiosa. Y añadió muy seria. “Yo encontré una espada después del ataque, una realmente genial, nunca has visto nada igual.” Dijo, con todo su talento histriónico, y agregó levantando las cejas. “¿Quieres verla?”



La condición de Yurba realmente había empeorado, tanto como para lograr preocupar a Rubi, quien ya se había contagiado de la siempre presente angustia de su mamá, y ahora ambas se temían lo peor, si había algo peor que estar muerto sin estarlo. El hombre no paraba de sudar, tenía la vista perdida y los miembros encogidos como si permaneciera atado. Murmuraba cosas incomprensibles y no recibía alimento, agua ni alcohol porque era imposible traerlo de vuelta de donde fuera que estuviera perdido en su mente. Habían ido por Barucho, como único y último recurso, el curandero rimoriano cuya especialidad era componer huesos, pero curandero al fin y al cabo. Barucho le tomó la temperatura poniendo el dorso de la mano sobre la frente, le revisó la parte interna de los párpados, bajo la lengua en busca de manchas y bajo las uñas, como si buscara mugre o algo así. También le tomó muestras de sudor con un trapo que luego escupió y bendijo al mismo tiempo, para después oler como quién huele un vino que sospecha avinagrado. Terminados sus exámenes, miró a las mujeres con gravedad dramática y negó con la cabeza eliminando de un plumazo toda esperanza. Su diagnóstico fue categórico: Brujería, y contra eso él no podía hacer nada, solo darle una poción para que se durmiera y así al menos tuvieran algo de paz en esa casa. “Yo solo sé de huesos y humores, señora…” Se justificó el curandero ante los ruegos de Teté por que hiciera algo más. Pero añadió. “Si no encuentran la manera de meterle agua al cuerpo de ese pobre infeliz, la sed lo va a matar antes que cualquier maleficio.” Y resultó que Barucho, con todo y su aspecto de come-ratas venido a menos, era más sabio de lo que creían, porque ese simple remedio, junto con el soporífero que le dio, logró tranquilizar al enfermo, apaciguando su cuerpo y normalizando su respiración, logrando que por fin el hombre descansara de verdad, casi sin espasmos ni murmullos, y quién sabe si dándole algo de paz a su alma también.



La doncella guerrera de Rimos, la orgullosa hermana del gigante Abaragar, la indomable Nazli, ahora era una señora de taberna. “Jamás lo creería si no lo hubiese visto yo mismo.” Admitió Cherman sonriendo. “Yo tampoco.” Replicó la mujer, dándole una amigable palmada en el hombro, mientras ambos, y el señor Sagistán, se acomodaban en una mesa. Hablaron de sus vidas como soldados inmortales fugitivos y de los sobrevivientes con los que habían contactado. “¿Féctor está vivo?” Preguntó la mujer apenas oída la noticia, y añadió. “Esa será una buena noticia para su padre. No se ha sabido nada de él desde el ataque…” “¿Garma está aquí?” Replicó el otro a su vez, y luego de una pausa, agregó. “¿Dónde está todo el mundo, por cierto?” La mujer respiró hondo y negó con la cabeza. “Cegarra citó a una reunión a todo Jazzabar. Los chicos dicen que un general cizariano vino a amenazarnos, otros dicen que solo vino a hacer un trato, algunos aseguran que los soldados mataron a alguien pero nadie está seguro de a quién… Lo cierto es que en un lugar como este te enteras de todo lo que ocurre, lo quieras o no, pero entre los borrachos y los embusteros de siempre, la información puede ser muy confusa a veces.” En ese momento regresaba Pidras, con su andar bamboleante y rezongando solo como de costumbre. “Se han vuelto todos locos, yo no estoy en edad para esas estupideces…” Alegaba en dirección al piso y a las paredes, sacudiendo las manos con aspaviento. “Que se vayan todos al carajo, no cuenten conmigo para…” En ese momento se vio frente a frente con Cherman y su expresión de disgusto se congeló, para luego volverse asombro. “No puedo creerlo, el estúpido de Yan Vanyán tenía razón…” Murmuró, emocionado como un niño ante su héroe. “Tú eres el hijo de puta que venció al gran Tigar.” Dijo, quedándose sin aliento en el proceso.


León Faras.

miércoles, 1 de enero de 2025

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

86.



La vida de los herreros era la misma sin importar quién estuviera a cargo: trabajo, trabajo y más trabajo, y eso hacía que, en algunos días, todos los carboneros del mundo no dieran abasto para alimentar todas las fraguas de Rimos, lo que los convertía en especies valoradas, aún entonces los trataban como basura, pero los herreros podían amenazarse entre sí con sus martillos en alto y sus hierros incandescentes en la mano por esa basura, y este era uno de esos días, por lo que un muchacho, que simplemente observaba, debía estar más atento y actuar más rápido que de costumbre. “Trae tus asnos aquí, muchacho, veremos qué es lo que traes…” Le dijo uno a Petro, con suficiencia, como si estuviera tratando con un niño, pero éste apenas le devolvió una mirada sin siquiera detener su andar. “¡Oye, trae eso para acá!” Le ordenó otro desde el otro lado, como si fuera su jefe o algo así, Petro, quien marchaba adelante esta vez, seguido de su padre, al que ya no dejaba solo nunca, y Gan al final, ni siquiera se inmuto ante la orden. Pero debió detenerse cuando un muchacho grande se le paró enfrente. “Necesitamos tu carbón. Ven para acá. Tráelo.” Le dijo. “¡Qué crees que haces, niño? ¡Ese carbón es mío!” Le replicó el anterior enseñándole los dientes. “Nada de eso, yo lo pedí primero.” Intervino el que estaba al principio, pero el segundo no le guardaba ningún respeto. “¡Cierra tu puta boca, anciano! Tú apenas y levantas el martillo.” El viejo levantó su martillo, pero no para pelear, sino para no verse amedrentado, pero el otro no le hizo ni caso, agarró a Petro del hombro y lo tiró hacia su negocio como si fuera su dueño, sin embargo el carbonero no se movió. “Este carbón ya está vendido.” Le dijo. El herrero se le paró delante, con el ceño apretado y mostrando los dientes. “¿Qué dijiste?” Preguntó, amenazante. También tenía su martillo en la mano, pero Petro empuñaba su machete. “Dije que este carbón ya tiene dueño.” Él no era hombre de hablar mucho ni fuerte, a menos que estuviera borracho, claro, pero tenía la mirada de los que no hablan por hablar. “Oh, mi muchacho, tú no tienes idea de con quién te estás metiendo.” Amenazó el herrero, pues no podía quedar en menos delante de un carbonero y en frente de todos. Gan observaba atrás junto a Barros, si pasaba algo, su trabajo era proteger al vejo, no al hijo. “Yo no soy tu muchacho y este no es tu carbón.” Replicó Petro, sin retroceder ni un paso. Y agregó. “Así que muévete del camino, o uno de los dos no va a ver el sol de un nuevo día.” “¿Uno de los dos?” Replicó el herrero, fingiendo incredulidad. Ahora solo faltaba que alguien hiciera el primer movimiento para desatar la tragedia y todos, para bien o para mal, lo estaban esperando, pero entonces la voz de una mujer intervino entre ambos: “¡Ese carbón es mío! ¡Aléjate de él!” El herrero se volteó a mirarla como si le estuvieran haciendo la peor broma, en el peor momento. “¿¿Tuyo??” La mujer también venía con su martillo en la mano y le apuntaba directo a la cara con él. “Ustedes siempre acaparando el carbón en la entrada y dejando pasar solo las sobras para los demás…” “Ese es solo el privilegio que da la antigüedad, mujer.” Respondió el herrero con ruda cortesía. “¡Pues puedes limpiarte el trasero con tu antigüedad, Nardo, porque ese carbón ya está pagado y no puedes apropiarte de lo que no es tuyo!” El herrero reculó, pues no estaba dispuesto a ponerse en contra de una mujer, y menos si esa mujer era la viuda de otro herrero, pero manteniendo el mentón en alto y el ceño apretado. “No puedes hablarme así, Yelena. ¿Cómo iba a saber que era tuyo?” “Te dije que no era tuyo.” Replicó Petro, aún con el machete en la mano y la mirada del que no habla por hablar. “Por qué no cierras la puta boca, holliniento, y sigues tu camino ahora que puedes.” Le respondió el herrero, mostrándole los dientes una vez más, pero en cuanto se volteó, tenía el martillo de Yelena en la cara de nuevo. “Cuando vuelvas a ver a estos señores, traerán nuestro próximo pedido de carbón, mío y de otros que necesitan el carbón tanto como tú, así que, hazme un favor y solo déjalos pasar.” Le dijo la mujer, y se dio la vuelta. Nardo se quedó mirándola un rato, aún era una mujer atractiva, pero luego otra idea le ocupó la mente. “¿¿Señores??”



A veces, los encuentros más extraños suceden en pares, eso lo sabía bien el señor Sagistán, y no dudó en recordarlo cuando se encontró frente a frente con el general Fagnar a la salida del puerto fluvial, completamente solo, sin guardias ni escoltas, como si anduviera de compras en el mercado. Éste lo saludó con cortesía militar y el otro le respondió de idéntica manera, pero sin poder evitar una larga mirada de incómodo asombro, y luego, cuando la extrañeza no se iba por completo, se encontraron de narices con el bueno de Bacho, quien afilaba un palo sentado en la entrada de Jazzabar, con el único propósito de matar el tiempo. “Ay, no puede ser…” Dijo éste, poniéndose de pie, con total desilusión en la voz y el rostro al reconocerlos. “¿Qué los trae por aquí a los señores?” Preguntó, con la sonrisa forzada de un anfitrión. “Las delicias culinarias del puerto, por supuesto. Y usted, ¿tiene negocios aquí también?” Respondió el viejo, siguiéndole el juego de la falsa cortesía. Bacho respiró hondo, forzándose aun más a mantener su sonrisa. “Asuntos familiares… “ Replicó, e iba a agregar algo sobre su estatus y rango social en Jazzabar, pero entonces una mujer uno o dos años mayor que él y de aspecto rudo, lo llamó de un grito seco, como si estuviera furiosa. “¡Bacho! Ven aquí ahora mismo, nuestro padre nos llama.” Y antes de irse, la dama suavizó el rostro al ver a Cherman y le brindó una sugerente mirada que Bacho alcanzó a percibir con indignación. “Ay, no puede ser.” Repitió, antes de irse.



Las delicias culinarias de Jazzabar eran una leyenda, todo tipo de cosas fritangueadas en grasa y untadas en distintas salsas, dulces, agrias o picantes, que no podían encontrarse en ningún otro lado y cuyas recetas no estaban escritas en ninguna parte. No se podía pasar por este mundo sin probarlas, pero ese día el puerto estaba vacío y los puestos de fritanga, abandonados, incluso la Rueda estaba en silencio. Algo estaba pasando y ellos no eran gente de meterse en los asuntos de los demás, pero una vocecita lejana y limpia, como una campanilla perfectamente afinada, los invitó a quedarse y continuar. Llegaron hasta un negocio donde sólo había lo que parecía ser una abuela con sus dos hijas y sus nietos, donde la mayor cantaba mientras pasaba un trapo sobre las mesas y la otra miraba a Cherman como si buscara a alguien más en él, pero no había nadie más. “¿Cherman?” Dijo., incrédula, pero aquel no pareció reconocerla. Mucho había cambiado desde la última vez, no solo en su modo de vestir y peinarse, hasta su forma de hablar era más jazzabariana ahora, pero su timbre y su rostro eran los mismos. “¿¿Nazli??” Dijo al fin.


León Faras.

jueves, 19 de diciembre de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

85.



El gran Tigar, ¿eh? Así que fuiste tú el que luchó contra el gigante de Tribalia y venció…” Comentó Sagistán, haciéndose el sorprendido. “Yo no diría que vencí… ¿Acaso tú también estabas ahí?” Sagistán rio. “¡Oh, no, claro que no! El ambiente es un poco pesado para mí en la Rueda… “ Su sobrino lo miró como a un idiota que de pronto dice algo inteligente. “¿Es que ahora te molesta ver un poco de sangre?” Le reprochó. El viejo se mostró ofendido. “No es solo un poco de sangre. Y no, lo que me molesta es la falta de respeto con los pobres desgraciados que luchan y mueren ahí. ¡Los tratan peor que animales!” Cherman aceptó eso, sólo había estado una noche en la Rueda y podía asegurar que su público era un asco. Sagistán continuó más calmado. “Muchos visitaban la Rueda sólo para admirar a ese hombre extraordinariamente grande como si fuera una criatura exótica… cuando cayó, la noticia corrió no sólo en Jazzabar, sino también por todo Cízarin.” “¿De dónde pudo haber salido semejante hombre? ¡Si hasta tiene su propio idioma!” Comentó Cherman, mientras guiaba el andar de su caballo por el estrecho pasillo que le dejaban las numerosas gentes y sus bártulos; Sagistán lo miró como si le estuviera tomando el pelo. “¿Esos gruñidos eran un idioma? ¿Cómo lo sabes?” Y su sobrino le explicó que el gigante estaba vivo, que ambos habían sobrevivido y huido de Jazzabar juntos, y que si pasabas suficiente tiempo con él, podías llegar a descifrar un lenguaje entre todos sus refunfuños raros. “Es como un perro listo, que entiende lo que le dices pero no puede pronunciar ni una sola palabra.” Explicó Cherman con una sonrisa, su comparación le hacía gracia, pero era apropiada porque el viejo era seguido a todas partes por dos perros bastante listos. “Su propio idioma…” Comentó el viejo, y luego agregó como para sí. “¿Para hablarlo con quién? ¿y de quién lo aprendería?” No tenía sentido, un perro puede ser muy listo, pero solo sabe ladrar y eso no es ningún idioma. “Se dice que los gigantes de Tribalia eran como árboles…” Comentó el viejo sin que se lo preguntaran. “No tan altos, pero sí que vivían muchos años porque se tardaban mucho en crecer, aunque también se sabe que llevan extintos demasiado tiempo como para que haya uno con vida… tal vez tu amigo solo sea una anomalía.” Mi amigo…” Repitió Cherman, recordando que el hombre extraño de antes había mencionado algo sobre un amigo, aunque no podía imaginar a quién se refería. Como leyéndole la mente, el viejo dio la vuelta en una esquina dejando la transitada avenida atrás, y guiando sus monturas hacia Jazzabar.



Mientras Nimir consumía parte de su vida retirando infinitas cantidades de estiércol de cabra de la propiedad de Migas, éste se enfrascaba en los manuscritos del viejo Larzo con la firme intensión de descifrarlos, y no contaba con mucho para ello, pero ese era el desafío de la investigación y el estudio: encontrar la hebra que desenredará la madeja, y para empezar, el manuscrito tenía repetida en varias partes lo que parecía ser la firma del viejo pretencioso ese, escrita con su propia grafía, es decir, que si podía deducir que esos símbolos significaban “Larzo” entonces ya tenía algo con que empezar a trabajar.



Fagnar no estaba nada contento con el mensaje recibido, él era un militar, y no estaba acostumbrado a rebeliones ni motines en su guardia; ahora debería cumplir su palabra o solo sería un fanfarrón ante los ojos de esos malnacidos y para su propia gente también, que no veían con buenos ojos las amenazas en vano. Tenía la obligación de hacer correr sangre, porque si quemaba el puerto, esa gente no se quedaría de brazos cruzados mirando el espectáculo, habría una revuelta. Aquellos podían ser tan brutos como un burro ciego, pero no se intimidaban fácilmente y desde luego que no les faltaba determinación para actuar, de hecho, serían excelentes soldados si tan solo fueran capaces de obedecerle a alguien. Fagnar se afinó el bigote con los dedos pensando en lo que estaba dispuesto a arriesgar, para al final no ganar nada, o perder aún más. Parecía como si la amenaza y la demostración de poder fueran las únicas herramientas que el rey Siandro conocía para conseguir sus fines, y aunque creía firmemente que esa era la mejor estrategia para apropiarse de Bosgos sin derramar sangre de más, y aunque aún no se explicaba cómo carajos es que habían fracasado tan estrepitosamente allí, siempre pensó que lo mejor para usar con los Jazzabarianos era la negociación, pero ahora ya era tarde para eso, estaba atrapado entre causar un desastre inútil o no hacer nada y quedar como un vulgar bravucón. O tal vez, no. Necesitaba ir a ver a alguien y debía ir solo y ahora mismo.



Cegarra lo recibió en una diminuta mesa con dos diminutos taburetes a cada lado, parecían hechas para un niño, pero una vez que el cuerpo se acostumbraba, podían ser muy cómodos. “Veo que esta vez viene solo…” El viejo Prato estaba parado tras él, como un gigante y lampiño lugarteniente, con el desprecio dibujado en su rostro quemado por el sol de toda una vida; Yan Vanyán también estaba ahí, con ese aire de vana superioridad que lo hacía tan especial. “Él vino aquí y mató a un hombre delante de nuestras narices. Yo digo que hagamos lo mismo con él.” Propuso, exagerando el gesto de maldad en su rostro hasta lo ridículo y amenazándolo con algún tipo de poder imaginario, pero Cegarra lo hizo callar con la mirada de su único ojo. “¿Acaso sabías su nombre siquiera? Tuvo buen ojo en matar al extranjero y no a cualquiera de nosotros…” “Pido disculpas. Antes vine en nombre del rey y con sus palabras…” Dijo el general, y agregó. “Ahora vengo solo como yo, Fagnar Banzán.” Cegarra no pudo evitar sonreír divertido, y echarle un vistazo a Yan. “¿Oíste eso? Tiene dos nombres… como tú.” Luego agregó mirando al general. “Y, ¿qué nos viene a proponer, Fagnar Banzán?” “Un trato.” Respondió el otro.


León Faras.

miércoles, 27 de noviembre de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

84.



Los soldados enviados tras el insolente de la carta malamente escrita, llegaron hasta los primeros postes anclados en tierra del puerto fluvial, donde el hombre que perseguían los esperaba sentado en las alturas de un piso superior con los pies colgando y rodeado de un buen número de Jazzabarianos con pinta de gamberros cabreados con los que es mejor no meterse, incluido un viejo calvo con dos trencitas colgándole del mentón y un hacha en cada mano, cuyo gesto era de alguien falto de tolerancia y al que todos conocían como Garma, el nuevo gran Tigar. “Soy Yan Vanyán, y les pregunto: ¿Qué negocio tienen ustedes conmigo como para seguirme hasta aquí? Respondan con sinceridad y no les haré ningún daño.” Aquella última frase no sorprendió a quienes ya conocían la condición mental del sujeto, pero a los soldados sí, que se preguntaban en ese momento si aquel tipo estaba loco o solo era idiota. “Óyeme bien, imbécil, el que recibirá mucho daño serás tú, si no vienes con nosotros ahora mismo.” Yan se sintió ofendido, e intentó explicarles con su característica amabilidad pedante, que llamarlo imbécil no era una buena idea, pero Cegarra lo acalló con un gesto para que le dejara hablar a él. “Ningún Jazzabariano irá con ustedes sin derramar su sangre y la suya antes. Pensé que eso estaba claro.” Los soldados se miraron buscando una explicación a lo que estaba sucediendo en la cara de alguien más, pero solo había más dudas allí. “Oye, solo queremos que ese imbécil le explique a Fagnar qué rayos significa ese tonto trozo de papel que le dio.” Se explicó el soldado, consciente de que no eran suficientes como para enfrentarse a todo Jazzabar ellos solos. Tal vez no estaba tan claro como él creía, pensó Cegarra, por lo que ésta vez, sería completamente claro. “Significa que no seremos amenazados, y que Jazzabar prefiere derramar su sangre por estos postes, antes que por su rey.” Dijo, pero el guardia seguía sin entender qué tenía que ver la sangre de todo Jazzabar con la carta entregada por ese estúpido fanfarrón, y Garma lo notó. “Solo dile eso a Fagnar. Él entenderá.” Le aconsejó. Entonces el guardia sumó dos más dos, y comprendió que aquí se estaba cocinando algo más espeso de lo que él podía oler en ese momento y asintiendo con gravedad, se retiró.



Era una pésima idea, muy tonta de hecho, pero Emma tenía razón después de todo y la madre de Brelio estaba inubicable por el momento, por lo que tomaron la opción de buscar a Lorina, por eso de: “Ya estamos aquí y qué podemos perder.” La mujer estaba como siempre junto a Cípora, esta vez, revolviendo calderos como brujas malvadas de cuento, pero sin pociones mágicas ni nada de eso, solo un guiso de grano, verduras y carne seca para alimentar a toda esa gente que trabajaba para levantar de nuevo su ciudad. Primero, Lorina los miró como a bichos raros, luego, con piedad en los ojos mientras oía la historia, y al final, conteniendo una bocanada de aire con gesto dramático, señaló en un susurro: “Ustedes hablan del Puñal de Sangre.” Los chicos se quedaron mirando a ver quién estaba más sorprendido que el otro, francamente incrédulos de obtener una respuesta tan clara y directa de alguien con quien tenían tan bajas las expectativas, pero Lorina tenía más que solo eso. “Mi tía abuela Miula, la que un día desapareció de este mundo sin dejar rastro alguno, era conocida por dos cosas: por los remedios que hacía y por las historias que contaba.” Comenzó la mujer, sin dejar de revolver el caldero, pero no por eso restándole dramatismo a su narración. “Y sus historias, según aseguraba, eran tan reales como el sol que nos alumbra. El dueño de ese puñal, quien vivió hace muchos, muchos años atrás, era un hombre llamado Hazra, cuyo solo nombre era motivo de pavor, pues era del tipo de hombres que se regocija con el sufrimiento ajeno y se especializaba en extenderlo lo más posible. Las cosas pueden ser inanimadas, pero nada está completamente muerto, o nada es completamente ajeno a la vida, eso decía mi tía, y ese puñal, el instrumento favorito de Hazra para el tormento, acumuló tanta desesperación, dolor y sufrimiento provocado, que se volvió un ser maligno en sí mismo, y fue cuando comenzó a succionar la sangre de las víctimas de su dueño como si se alimentara de ella sin saciarse nunca. Un día Hazra murió, quisiera decir que fue bajo el mismo tormento que provocó en vida. pero no fue así, y el puñal desapareció. Según mi tía abuela Miula, la única que fue capaz de traer de vuelta a un muerto, cuando reapareció de nuevo, ese puñal ya podía succionar almas para atormentarlas él mismo, beber sus jugos y luego escupirlas como bayas de Curoto…” Concluyó Lorina, asintiendo con la frente arrugada y los ojos bien abiertos. Los chicos estaban con la boca abierta tratando de asimilar toda la historia, excepto Emma, cuyo gesto era más bien de satisfacción por haber propuesto escuchar a Lorina en primer lugar. “¿Pero entonces qué hacemos?” Preguntó Brelio, y Falena asintió con un ruego en los ojos. Lorina dejó de revolver su caldero por un segundo. “Tienen que cortarle la cabeza y sepultarla en lodo negro sep…” Aconsejaba Lorina, cuando la detuvieron en coro para recordarle que no querían matar al pobre desdichado, sino ayudarlo. La mujer los miró con lástima en los ojos, como a un puñado de idiotas con sueños imposibles. “Su alma ha sido atormentada de una forma inimaginable y él ya nunca será el mismo, niña, tal vez el miedo lo consuma o tal vez el odio… o ambos, y la muerte será su único descanso, pero no puede ser cualquier muerte.” Dijo, con gesto de súplica, pero aun así, Falena se negó a seguir escuchando y los chicos la siguieron cuando huyó de ahí sin apenas despedirse. Lorina seguía con el mismo gesto de súplica en la cara cuando Cípora llegó a su lado con la mirada desconfiada y el andar reticente. Había estado escuchando toda la conversación y no estaba del todo conforme. “Tu tía Miula nunca revivió a un muerto.” Le reprochó, como sintiéndose engañada, la otra se encogió de hombros en un espasmo y reanudó su tarea. “Lo hizo una vez, con un gato.” Respondió con gesto de niña taimada, aunque no lo suficientemente convincente. “¡Lo juro!” Agregó.


León Faras.