93.
Las entregas de carbón eran cada vez más frecuentes, Yelena seguía comprándoles todo el carbón que producían y exigiéndoles cada vez más. Desde ya hacía un tiempo que hacían las entregas solos, turnándose entre Petro y Gan para que, mientras uno se iba, el otro continuaba con la producción y acompañaba al viejo Barros, que, casi ciego, se pasaba todo el día sentado rememorando el pasado, contándose viejas historias a sí mismo y recordando a Kerem, la que murió demasiado joven, dejando a un niño pequeño sin madre y a su esposo destrozado, pasando de ser un joven y prometedor comerciante lleno de sueños, a un borracho muerto por dentro que apenas y podía hacerse cargo de su hijo sin la ayuda de sus vecinos y amigos, los que por cierto, también tenían sus propios asuntos que atender. Después de perderlo todo, hacerse pielero fue su opción para salir de su agujero y el principio de una nueva vida para su hijo, Petro, quien parecía más feliz que nunca de recuperar a su padre y además acampar todas las noches en el monte rodeado de perros. Los herreros ya los reconocían y los dejaban pasar, con cara de hastío pero sin decir una palabra, sin embargo, un nuevo rumor había comenzado a correr sembrado por otros carboneros. “Oye, holliniento, ven aquí.” Le llamó Nardo, apoyado en un muro como si fuera la barra de un bar. Petro fue categórico. “Este carbón ya está vendido.” El otro reaccionó como si estuviera lidiando con un imbécil redomado que no deja de repetirse. “¡Ya lo sé! Solo quiero hablarte…” Petro, lo miró empequeñeciendo los ojos, desconfiado. “Pero no te daré mi carbón.” Aclarado este punto, se acercó. Nardo le habló con la cabeza gacha y la vista inquieta, como usualmente se transmiten las conspiraciones. “Dicen que tú y tu amigo hacen el carbón con leña del Bosque Muerto, ¿es eso cierto?” El carbonero no respondió nada, pero el gesto en su cara lo hizo por él. “¿Yelena lo sabe? Sabe que su carbón proviene de una tierra maldita en la que solo se engendra muerte.” Expuso el herrero, con una vehemencia que a Petro le pareció exagerada. “La muerte estará en sus manos, en las de su familia, en su suelo y en su comida. ¡Todo su linaje será maldito!” Concluyó Nardo, con la pasión de un político que quiere convencer a las masas de que solo él conoce la verdad, pero Petro no era un hombre fácil de convencer. Se le acercó al oído del herrero para no levantar la voz. “Sabes que más temprano que tarde, todos los herreros de Rimos terminarán sacando su carbón del Bosque Muerto, ¿verdad? Hasta la última vara de leña será consumida…” Le dijo, como si se tratara de una antigua profecía, y ante la obstinada negación del herrero, agregó. “Así será, si lo que quieren es mantener sus fraguas encendidas, claro.”
Mientras Lorina huía de allí sin que Yan pudiera detenerla, Bacho llegaba hasta donde él con el andar pesado y el gesto cabreado de un matón en un mal día. “¿Qué hacías con esa puta coja, Yambo?” Le reprochó, como si se tratara de un crimen. “¿Quién?” Preguntó Yan, inocente y ligero como un ave. “Esa mujer, la coja, la que se acaba de ir.” Respondió Bacho con brusquedad, más cabreado de lo que ya estaba ante el descaro de su hermano. “¿Una mujer?” Repitió Yan, haciéndose el desentendido. Su hermano estaba a punto de golpearlo. “Mira tonto, no me hagas enojar. ¡No pueden estar sobajeándose con alguien en plena calle! ¡Hay lugares para eso! No sé, busca un callejón o algo.” Yan sonreía. Le dio dos palmaditas en el hombro. “No tengo idea de lo que estás hablando, hermano.” Y dándose la vuelta, agregó. “¿Y qué te pasó? ¿Por qué volviste tan pronto?” “¡Agh, esa mujer! Me echó en cara la deuda de un servicio de hace dos años, ¡dos años! Yo no recuerdo ni lo que comí ayer… Discutimos.” Admitió, derrotado, mientras Yan acariciaba una hoja de árbol que le arrebató a Lorina en medio de su huida. “No te apures, Chucho, cuando le pagues lo que le debes, todo volverá a ser como antes.” Bacho lo miró rencoroso. “Pero fue hace dos años.” Insistió.
Mientras que Gan era adulador y servicial con sus clientes, Petro era serio y profesional, sin hacer ni aceptar más o menos de lo ya pactado; así le había enseñado su padre desde siempre, que en los negocios lo pactado era la ley y la ley debía respetarse, y esa implacable honorabilidad le agradaba a Yelena, era como un poste enterrado profundamente en la tierra y del que se podía sujetar cualquier cosa. “Vas a tener que conseguir una carreta para la próxima... o unos burros más grandes.” Comentó la mujer, ayudando a desatar las amarras que sujetaban la carga. Petro pensó en responder que no conocía burros más grandes, pero algo le dijo que la mujer, por extraño que pareciera, le estaba tomando el pelo. “Una carreta es buena idea.” Respondió, parco, sin levantar la vista. “No busques una usada o te darán una con la que te pasarás la vida reparándola, primero una cosa y luego otra, créeme, lo he visto muchas veces. Hacer una nueva no será difícil para alguien como tú, además, no necesitas algo muy elaborado, y yo te puedo dar un muy buen precio por un par de ejes que te durarán toda una vida.” Le recomendó la mujer, abrazada a un saco de carbón que acomodaba en su sitio. Petro se había pasado toda su vida yendo y viniendo de un lugar a otro, siempre a pie, tirando de sus burros cargados igual como lo hizo su padre, y no es que se quejara de ello, pero tal vez era hora de vivir con un poco más de comodidad, como dijo la mujer, no necesitaba algo muy elaborado. “Lo haré, creo que es una excelente idea.” Le dijo, decidido, y esta vez mirándola a los ojos, y la mujer sonrió satisfecha, como si con aprobar su idea la estuviera halagando. “La próxima vez que venga, hablaremos sobre esos ejes que mencionas.” Dijo Petro, entusiasmado. “No te tardes.” Respondió ella, y aquello le sonó incómodo, como si estuviera sugiriendo que quería volver a verlo pronto. “Ya sabes… por lo de la carreta.” Aclaró, dejando en evidencia que no era necesaria su aclaración, y se apresuró a agregar. “Y consigue un delantal… para que no estropees tu ropa…” Sugirió Yelena, a estas alturas, ya diciendo cualquier cosa que se le viniera a la mente. Petro se miró su ropa, era un desastre y siempre había sido así. Tal vez la mujer le estaba insinuando que debía corregir eso también. “Nos vemos.” Se despidió con un torpe gesto de la mano que Yelena replicó fugaz. Menos mal que su hija Yara no estaba presente o hubiese sido aún más incómodo.
León Faras.