martes, 11 de junio de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo dos.


VII

A solo algunos pasos más adelante el terreno se cortaba verticalmente dejando una caída de unos diez metros, el místico y la criatura se acercaron con cautela, un nuevo grito de una bestia los hizo agazaparse instintivamente. Al asomarse hacia abajo, vieron a la bestia, medía más de cinco metros y jadeaba con furia, estaba cubierta de flechas sobretodo en los miembros y la espalda, totalmente inofensivas considerando su tamaño y el grosor de su piel y pelaje pero era obvio que no pretendían matarla con esas irrisorias armas, el objetivo era otro, en ese momento tres jinetes la acosaban, sin parar de moverse y lanzándole flechas untadas previamente con algún líquido irritante para volverlas más molestas, otros jinetes idénticos a los que corrían, observaban a prudente distancia, al parecer eran relevos, un segundo grupo que se turnaba con el primero para mantener un asedio constante sobre la colosal criatura, el hombre moribundo que encontraron el místico y la criatura era sin duda uno de ellos, un mal cálculo y la bestia lo había hecho volar hasta ahí arriba de un golpe mortal, todo golpe que daba la bestia era mortal. No lejos, dos carros tirados por caballos se posicionaban cerca de la bestia, llevaban cada uno, una catapulta apenas más alta que un hombre, cargados con rocas unidas a largas y angostas redes las que estaban repletas de “arrancamoños” cosidos grandes como puños, semillas duras y espinosas que una vez adheridas al pelaje era imposibles de retirar sin arrancar pelo también, los hombres vendaban su cabellera pero incluso debían tener cuidado con sus largas barbas. La bestia bramaba estridentemente ante el acoso de los jinetes, agotada, lanzaba manotazos inútiles, una de las redes fue lanzada cruzándole la espalda y alcanzando el brazo opuesto, adhiriéndose con fuerza al espeso pelaje de la bestia, el acoso de los jinetes continuaba sin pausa y la segunda catapulta disparó alcanzando un hombro, y que con un desafortunado movimiento de la bestia terminó uniendo el brazo con la pierna del mismo lado, entorpeciendo sus movimientos, luego la primera catapulta hizo su segundo disparo pero fatalmente uno de los extremos quedó unido al carro y la bestia con un movimiento de su brazo libre, hizo volar por los aires el armatoste con los caballos unidos a él, uno de los hombres murió en el acto por el impacto, los otros lograron saltar y sobrevivir. Los restos del carro destrozado eran arrastrados por la bestia que con cada movimiento más debía luchar contra las redes que poco a poco la inmovilizaban, una nueva red fue lanzada por la catapulta que quedaba cubriendo la cabeza de la bestia agotada y casi totalmente maniatada, sin resuello, se apoyó contra la pared justo debajo del místico. Entonces una plataforma con ruedas mucho más grande que los pequeños carros de catapultas, comenzó a acercarse, era tirada por una docena de bueyes enormes. Tenía un grueso y resistente arco en la parte delantera y bajo este un eje con una rueda dentada a cada lado. Lanzaron sobre la bestia decenas de afilados ganchos de asalto, atados a gruesas cuerdas que pasaron por sobre el arco y enganchados a la rueda dentada, dos hombres hacían girar el eje acortando las cuerdas pero las ruedas dentadas se atascaban cuando la bestia tiraba, de modo que con cada vuelta del eje el espacio entre la bestia y la plataforma se reducía, hasta que lograron tenerla arriba, con cuerdas fijas a la plataforma se sujetaron sus pies y el eje siguió girando hasta que todas las cuerdas quedaron tensas, entonces la plataforma inició una lenta marcha. Los cazadores reunieron todas sus cosas y juntaron a sus hombres y animales, cuatro estaban heridos aunque no de gravedad, dos muertos con seguridad, uno ahí mismo y otro había sido lanzado a varios metros, por lo que dos hombres fueron a buscarlo, nunca abandonaban a sus muertos o heridos, luego de varios minutos lo encontraron, los hombres se miraron, era curioso, estaba casi desnudo, le faltaban los pantalones, las botas y el cinturón, no vieron a nadie y no había tiempo ni necesidad de averiguar que había sucedido con la ropa de su desdichado compañero. Sus colegas seguramente ya habían abierto los cueros de vino y estarían comiendo y descansando, por lo que solo tomaron al muerto desnudo y se fueron.

Ya lejos de allí, el místico caminaba a buen paso, la criatura le seguía graciosamente vestida, las botas le habían quedado un poco grandes, pero el místico las cortó a lo largo y se las vendó como sandalias a los pies,  los pantalones eran anchos pero el cinturón solucionó eso, la capa que ya traía completó el atuendo.


León Faras. 

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