IV.
Acostumbrado a no dormir demasiado,
Emmer abrió los ojos antes del amanecer, desnudo en el lecho circunstancial
donde había pasado la noche notó de inmediato la ausencia de Nila, quien hace
solo un par de minutos había abandono el cuarto. En lugar de ella, el soldado
halló a su lado un sencillo pero bello colgante que la muchacha llevaba siempre
consigo, una piedra semi-transparente con una luna tallada. El cordel estaba
roto. Ese simple hecho bastó para devolverle la preocupación, si Nila se lo
hubiese dejado apropósito, se lo habría sacado sin cortarlo, pero como se había
desprendido, el hombre lo tomó como un mal presagio, como si los dioses
pretendieran dejarle solo un frío recuerdo de su amada.
Ya
casi era medio día, todo el pueblo se encontraba en la entrada del reino, para
despedir a la fracción de su ejército que se dirigía en gloriosa campaña por la
conquista de nuevos territorios para Rimos y su gente, sin embargo, solo se
oían rumores del destino que tomarían las tropas, se hablaba de una misión
rápida y fácil, debido al escaso contingente reunido, solo quinientos jinetes
guiados por el príncipe Ovardo, era difícil pensar, o creerle a aquellos que
aseguraban, que la idea del rey era atacar y apropiarse de Cízarin, un reino
capaz de defenderse con el doble de soldados bien preparados y armados y
bastantes más, si decidían incluir milicia popular, era una locura pensar que
el rey Nivardo cometería una irresponsabilidad como esa. Este se encontraba al
frente de sus hombres, ataviado con su elegante y pulida armadura, hermosamente
ornamentada con las enredaderas de espinas características de su reino, junto a
su inseparable consejero, Serna. La tropa de hombres permanecía aún distendida,
afinando los últimos detalles en sus armaduras y cabalgaduras, discutiendo los
asuntos de la campaña sin demasiado alarde, guardando la seriedad y compostura
acorde al gran desafío que se avecinaba, en frente de ellos, Ovardo observaba
sin escuchar el diálogo de su padre con su despreciable consejero, ocupando su
mente en el retraso de su amigo Emmer, quien al parecer era el único ausente.
Al cabo de unos minutos este detuvo su caballo al lado del príncipe de Rimos,
mirando al frente, disimulando su retraso, su amigo le echó un vistazo casual e
inmediatamente otro más prolongado, fijando la mirada en el colgante que Nila
había olvidado y que se asomaba en la base de su cuello, “lindo colgante” dijo,
suponiendo que se trataba de un obsequio, un amuleto para la suerte o un
recuerdo entre amantes, y luego agregó, “La próxima vez, espero que le permitas
a Nila venirse antes, comprendo que deben estar juntos pero, no me gusta dejar
a Delia con nadie más, necesito que la cuiden bien…”, el soldado, aunque su
preocupación era sincera, la aprovechó para desviar la conversación de los
asuntos que ocupaban a Nila en esos momentos, “¿Aún es delicada su salud?”,
“Sí, respondió Ovardo, pero lo que me molesta es que no la puedo disuadir de
que deje esos turbios presentimientos que la acosan, no deja de sentir que algo
malo sucederá”, ambos hombres miraban al frente “ella se preocupa por ti” dijo
el soldado, “ella se preocupa demasiado, eso dañará a mi hijo”, respondió el
futuro rey. En ese momento sonó un cuerno, fuerte y claro, anunciando que el
momento de la partida había llegado, todos los hombres montaron, se acomodaron
sus yermos, la gente estalló en gritos de despedida y de buena suerte, algunos
también en llantos, al paso, la columna de jinetes cruzó el umbral de Rimos,
los dos pilares de piedra blanca pisando algunas flores que los niños habían
recogido durante toda aquella mañana y que arrojaban a los pies de los caballos
honrándolos y despidiéndolos como era la costumbre, el grupo de soldados se
encaminó cerro abajo, en dirección al santuario de la diosa Mermes, donde,
antes de dirigirse hacía Cízarin, beberían de su fuente para obtener la valiosa
inmortalidad que la diosa prometía y así, convertirse en el ejército más
poderoso y glorioso jamás conocido, su leyenda no tendría parangón, su
superioridad sería indiscutible, ellos serían un ejército de inmortales.
León Faras.
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