sábado, 23 de noviembre de 2013

Del otro Lado.

IX. 



Cuando la Macarena y su hermana salieron del cementerio, Alan salió tras ellas, Julieta le acompañó interesada en el caso de Laura que su amigo le explicaba, no le molestaba ayudar, por el contrario, siempre buscaba cosas nuevas que hacer y aquella historia se le hacía de lo más interesante. Julieta era un fantasma, Alan la podía ver porque él era un muerto también que ya no usaba sus ojos materiales ni su cerebro, pero para el resto de las personas era prácticamente invisible, salvo ciertas condiciones ambientales y químicas en las que sí se podía hacer visible, pero era muy raro que eso sucediera. Las dos mujeres seguidas de los dos espíritus abordaron el autobús y se fueron. La chica seguiría a las mujeres como alma en pena, luego le contaría a Alan si averiguaba algo, este quería hacer algo que hace rato postergaba, hacerle una visita a su hijo, algo que querría hacer más seguido pero tenía razones para no hacerlo, de todas maneras ahora era un buen momento como cualquier otro, Julieta lo comprendió y le deseó suerte. Para cualquier persona el hijo muerto de alguien está donde descansan sus restos pero para ellos dos sabían que no era así, el pequeño estaba en donde era su casa al momento de morir.

La antigua casa de Alan era en la actualidad un nido de ratas y refugio de ladrones y drogadictos, totalmente destruida por el estigma que cayó sobre ella el fatal día que se desencadenó la tragedia. Nadie nunca más la usó como vivienda debido a la abrumadora reputación con la que cargaba, en ella estaba su hijo muerto, además, Alan penó durante treinta y ocho años y aunque ya había salido de ahí hace mucho, aún la fama de esa casa estaba intacta. La vivienda era un espectro demacrado en aquella bonita villa de amplios jardines verdes y clásica arboleda. Nunca fue demasiado grande, Alan nunca fue adinerado, pero había conseguido una casa bonita en un barrio tranquilo, de la que solo quedaban las paredes y el techo, las primeras totalmente rayadas con obscenas consignas o inocuas protestas, con algunas de las interiores destruidas a patadas, lo segundo, destrozado y mutilado a medias como en una tarea inconclusa, con algunas de las vigas a la vista como costillas de un cuerpo putrefacto. Su mujer ni siquiera pudo venderla, con la horrorosa reputación que precedía a la propiedad, simplemente la abandonó mientras el tiempo borraba algo de los recuerdos colectivos, pero ese tiempo fue aprovechado en el robo de todo lo que podía ser llevado, incluyendo las puertas y ventanas, o destruido, lo que no fue fácil de sacar, dejando el lugar en terribles condiciones. No era raro que Alan encontrara vagos o borrachos en el interior cuando visitaba el lugar, tipos que aprovechaban cualquier techo disponible para quedarse, aunque nunca lo hacían por más de un par de días. Pero eso no era todo, el lugar era frecuentado por alguien más, alguien con el que Alan odiaba encontrarse.

El sol entraba fuerte y claro por el techo destruido e iluminaba el pasillo polvoriento y de paredes agujereadas, olía a excremento y a otras cosas peores por todas partes, al fondo estaba una puerta inexistente, descuajada hace mucho, que daba al que era el dormitorio principal, a esa hora, el contraste de las zonas iluminadas y las oscuras era muy marcado, las ventanas rotas se dibujaban nítidamente en las negras paredes rayadas creando un contraste muy marcado, cajas de madera y sillas rotas eran el mobiliario, muchas botellas vacías y un par de señales de amagos de incendio producto de varias velas consumidas completaban la decoración del lugar donde se encontraba el hijo de Alan. Se sentía tranquilo al saber que el pequeño estaba libre de todo peligro y necesidad humana y solo quería estar cerca llegado el momento en que pudiera llevarse a su hijo, mientras iba a hablarle, pedirle perdón, llorar, lloraba con frecuencia cada vez que iba a ese lugar. Esperaba que pronto su hijo alcanzara su cuerpo inmaterial y de esa manera pudieran estar juntos, pero hasta ese entonces Alan solo permanecía a la espera. Habían muerto el mismo día y él había tardado treinta y ocho años, sin duda su hijo podía tardar bastante más por ser mucho más joven.


“Una vez más vienes a pedir perdón, pero no perdonas tú” Alan reconoció la voz y también reconoció que tenía razón, no le había perdonado nada. El hombre se llamaba Gastón Huerta y estaba apoyado contra la pared a la entrada de la habitación donde se encontraba Alan. Era joven pero de aspecto macilento, un drogadicto famélico muerto hace mucho tiempo, de hecho el mismo día que Alan y su hijo, y en la misma habitación. Era un fantasma materializado, más que Alan incluso, su cuerpo inmaterial tardo mucho menos en estar listo, vagaba por el barrio alarmando a la gente de vez en cuando pero sin que nadie lo retuviera en su memoria, usaba siempre una capucha para cubrirse la cabeza. Alan se había quedado por su hijo y Gastón en espera de perdón, tenía un miedo terrible a irse pues no sabía a donde se iría por todo lo que había hecho, la mayoría, solo consecuencia del ambiente en el que había crecido y vivido, pero para él, el peor de sus pecados había sido el último, el que no podía ser perdonado y era ese el que lo retenía ahí, “Fue un accidente, ese no era yo, no estaba bien… era solo un bebé… debes darme tu perdón” Gastón rogaba pero Alan le ignoraba con una mueca de repulsión, “No soy yo quien te debe perdonar y si así fuera no tengo ganas de hacerlo, no lo siento, solo me nace odio para ti”, Huerta resbaló por la pared hasta llegar al suelo, parecía a punto de llorar, “No quise hacerlo… no quería matar a tu hijo, yo… no sabía lo que hacía…yo…” “¡vete a la mierda Huerta!, ¿Crees que me interesa el puto perdón que necesitas?, ¿Crees que me importa tu descanso?, ¡Vete a la mierda Huerta, a la mierda!”, Huerta sollozaba sumido en un arrepentimiento que no lo dejaba ni a sol ni a sombra “Fue un accidente…el niño despertó… comenzó a llorar… fue un accidente… yo no quería” Alan salió de la habitación mientras Gastón se cubría la cara con las manos continuando sus justificaciones cada vez más ininteligibles por el llanto.


León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario