IX.
Cuando
la Macarena y su hermana salieron del cementerio, Alan salió tras ellas,
Julieta le acompañó interesada en el caso de Laura que su amigo le explicaba,
no le molestaba ayudar, por el contrario, siempre buscaba cosas nuevas que
hacer y aquella historia se le hacía de lo más interesante. Julieta era un fantasma,
Alan la podía ver porque él era un muerto también que ya no usaba sus ojos
materiales ni su cerebro, pero para el resto de las personas era prácticamente
invisible, salvo ciertas condiciones ambientales y químicas en las que sí se
podía hacer visible, pero era muy raro que eso sucediera. Las dos mujeres
seguidas de los dos espíritus abordaron el autobús y se fueron. La chica
seguiría a las mujeres como alma en pena, luego le contaría a Alan si
averiguaba algo, este quería hacer algo que hace rato postergaba, hacerle una
visita a su hijo, algo que querría hacer más seguido pero tenía razones para no
hacerlo, de todas maneras ahora era un buen momento como cualquier otro, Julieta
lo comprendió y le deseó suerte. Para cualquier persona el hijo muerto de
alguien está donde descansan sus restos pero para ellos dos sabían que no era
así, el pequeño estaba en donde era su casa al momento de morir.
La
antigua casa de Alan era en la actualidad un nido de ratas y refugio de
ladrones y drogadictos, totalmente destruida por el estigma que cayó sobre ella
el fatal día que se desencadenó la tragedia. Nadie nunca más la usó como
vivienda debido a la abrumadora reputación con la que cargaba, en ella estaba
su hijo muerto, además, Alan penó durante treinta y ocho años y aunque ya había
salido de ahí hace mucho, aún la fama de esa casa estaba intacta. La vivienda
era un espectro demacrado en aquella bonita villa de amplios jardines verdes y
clásica arboleda. Nunca fue demasiado grande, Alan nunca fue adinerado, pero
había conseguido una casa bonita en un barrio tranquilo, de la que solo
quedaban las paredes y el techo, las primeras totalmente rayadas con obscenas
consignas o inocuas protestas, con algunas de las interiores destruidas a
patadas, lo segundo, destrozado y mutilado a medias como en una tarea
inconclusa, con algunas de las vigas a la vista como costillas de un cuerpo
putrefacto. Su mujer ni siquiera pudo venderla, con la horrorosa reputación que
precedía a la propiedad, simplemente la abandonó mientras el tiempo borraba
algo de los recuerdos colectivos, pero ese tiempo fue aprovechado en el robo de
todo lo que podía ser llevado, incluyendo las puertas y ventanas, o destruido,
lo que no fue fácil de sacar, dejando el lugar en terribles condiciones. No era
raro que Alan encontrara vagos o borrachos en el interior cuando visitaba el
lugar, tipos que aprovechaban cualquier techo disponible para quedarse, aunque
nunca lo hacían por más de un par de días. Pero eso no era todo, el lugar era
frecuentado por alguien más, alguien con el que Alan odiaba encontrarse.
El
sol entraba fuerte y claro por el techo destruido e iluminaba el pasillo
polvoriento y de paredes agujereadas, olía a excremento y a otras cosas peores
por todas partes, al fondo estaba una puerta inexistente, descuajada hace
mucho, que daba al que era el dormitorio principal, a esa hora, el contraste de
las zonas iluminadas y las oscuras era muy marcado, las ventanas rotas se
dibujaban nítidamente en las negras paredes rayadas creando un contraste muy
marcado, cajas de madera y sillas rotas eran el mobiliario, muchas botellas
vacías y un par de señales de amagos de incendio producto de varias velas
consumidas completaban la decoración del lugar donde se encontraba el hijo de
Alan. Se sentía tranquilo al saber que el pequeño estaba libre de todo peligro
y necesidad humana y solo quería estar cerca llegado el momento en que pudiera
llevarse a su hijo, mientras iba a hablarle, pedirle perdón, llorar, lloraba
con frecuencia cada vez que iba a ese lugar. Esperaba que pronto su hijo
alcanzara su cuerpo inmaterial y de esa manera pudieran estar juntos, pero
hasta ese entonces Alan solo permanecía a la espera. Habían muerto el mismo día
y él había tardado treinta y ocho años, sin duda su hijo podía tardar bastante
más por ser mucho más joven.
“Una
vez más vienes a pedir perdón, pero no perdonas tú” Alan reconoció la voz y
también reconoció que tenía razón, no le había perdonado nada. El hombre se
llamaba Gastón Huerta y estaba apoyado contra la pared a la entrada de la
habitación donde se encontraba Alan. Era joven pero de aspecto macilento, un
drogadicto famélico muerto hace mucho tiempo, de hecho el mismo día que Alan y
su hijo, y en la misma habitación. Era un fantasma materializado, más que Alan
incluso, su cuerpo inmaterial tardo mucho menos en estar listo, vagaba por el
barrio alarmando a la gente de vez en cuando pero sin que nadie lo retuviera en
su memoria, usaba siempre una capucha para cubrirse la cabeza. Alan se
había quedado por su hijo y Gastón en espera de perdón, tenía un miedo terrible
a irse pues no sabía a donde se iría por todo lo que había hecho, la mayoría,
solo consecuencia del ambiente en el que había crecido y vivido, pero para él,
el peor de sus pecados había sido el último, el que no podía ser perdonado y
era ese el que lo retenía ahí, “Fue un accidente, ese no era yo, no estaba bien…
era solo un bebé… debes darme tu perdón” Gastón rogaba pero Alan le ignoraba
con una mueca de repulsión, “No soy yo quien te debe perdonar y si así fuera no
tengo ganas de hacerlo, no lo siento, solo me nace odio para ti”, Huerta
resbaló por la pared hasta llegar al suelo, parecía a punto de llorar, “No
quise hacerlo… no quería matar a tu hijo, yo… no sabía lo que hacía…yo…” “¡vete
a la mierda Huerta!, ¿Crees que me interesa el puto perdón que necesitas?, ¿Crees
que me importa tu descanso?, ¡Vete a la mierda Huerta, a la mierda!”, Huerta sollozaba
sumido en un arrepentimiento que no lo dejaba ni a sol ni a sombra “Fue un
accidente…el niño despertó… comenzó a llorar… fue un accidente… yo no quería”
Alan salió de la habitación mientras Gastón se cubría la cara con las manos
continuando sus justificaciones cada vez más ininteligibles por el llanto.
León Faras.
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