Historia de un amor.
La
campanilla sonó alegremente cuando Miranda abrió la puerta de la librería,
entró y contempló en rededor absorta por unos segundos, el lugar estaba lleno
de libros de todos los colores y grosores, no era demasiado amplio pero sí era bastante
alto, con una planta alta terminada en un cielo de madera natural. El olor a
libros era constante. La chica pretendía tener algún día un lugar igual para
ella, con idéntica decoración saturada de títulos y autores, de empastes nuevos
y viejos, gruesos y finos, tal vez algunos retratos de escritores por aquí o
por allá. Un hombre delgado y de aspecto
informal observaba un título para comprar y eso le produjo a ella una
curiosidad molesta, no fuera a ser cosa que el libro que había estado esperando
toda su vida se lo llevara aquel tipo, el libro que ella debía y deseaba leer,
que no sabía cual era pero por culpa de aquel señor podía quedarse sin saberlo.
Se reprimió, no era dueña de todos los libros y todo el mundo podía comprar,
era absurdo pensar así, comenzó a ojear las estanterías, de reojo, vio que el
hombre dejaba el libro en su lugar y se iba sin comprar nada, lo siguió con una
mirada de reproche por no hacer ninguna compra, como si la tienda fuese de ella,
volvió a sus asuntos esperando oír la campanilla de la puerta pero no la
escuchó. Que raro, volvía a estar sola en el negocio, dejó al autor ruso que
tenía en la mano y se dirigió a ver el libro recientemente rechazado, empaste
negro como su ropa acostumbrada, le dio la vuelta y lo volvió a la portada, no
tenía título ni autor, abrió la primera hoja con el cuidado religioso con que
trataba a todos los libros, en blanco, solo una frase escrita a mano con una
caligrafía desprolija que decía “Historia de un amor”, nada más. ¿Desde cuando
Eulogio tenia libros escritos a mano?, pensó, le echó un vistazo rápido, muchas
hojas en blanco, “no los tiene, se respondió, la gente le reclamaría”, hizo una
mueca, seguramente pertenecía a aquel tipo y regresaría por él, por lo que lo
dejó en el mismo lugar y siguió en lo suyo. Una vez eligió los libros que
deseaba comprar volvió a pensar en el libro sin nombre, no lo había olvidado,
obsesiva a veces, había estado todo el tiempo pendiente de que si alguien
entraba y se lo llevaba, pero no fue así. Finalmente lo tomó y lo llevó junto
con sus libros para entregárselo al dueño de la tienda. Eulogio era un anciano,
Miranda debió toser fuerte un par de veces para que el abuelo despertara de su
permanente siesta, le pagó su compra y le explicó lo de aquel libro olvidado,
el viejo la miró incrédulo, nadie fuera de las personas de siempre había estado
ahí antes que ella, la chica quiso explicarle que estaba durmiendo y que por
eso seguramente no había visto a aquel tipo, pero el abuelo obstinado señaló la
campanilla, “Yo siempre sé quien entra y quien sale de mi tienda…” y como si el
destino se lo quisiera corroborar una mujer y su hijo entraron en la tienda en
ese momento haciendo sonar la campanilla con especial energía. Para Miranda no
estaba en sus genes discutir ese día y menos con el testarudo de Eulogio por lo
que tomó todos los libros, incluyendo el sin título y se fue.
Solo
caminó un par de cuadras por esa hermosa calle de adoquines oscuros con aspecto
abombado y franqueada de casas de construcción antigua pero firmes, con gente
de vida sencilla y niños que corrían todo el tiempo lo mismo jugando que
cumpliendo algún encargo. Se desvió por un camino tangente menos popular y
pronto cruzó una pequeña cerca de madera, atravesándola en un sector transitado
por ella donde la madera ya deteriorada por el tiempo y la abundante vegetación
y humedad dejaba un espacio para pasar con un mínimo esfuerzo, subió la loma
aplastando la misma maleza que todos los días se volvía a poner de pie,
vigorosa, hasta llegar al solitario Jacarandá que como un vetusto soberano
dominaba el pueblo desde su trono saturado de naturaleza pequeña pero indómita.
Un pueblo pequeño, hecho de piedra y madera, atravesado por un río amigable,
donde el único edificio que destaca por sobre los demás es la iglesia, donde
los automóviles son rara vez vistos y donde los animales domésticos andan por
todos lados como si fueran personas.
Una
vez sentada, apoyó la espalda en el tronco y hundió su brazo en el bolso que
terciaba al lado, de inmediato sacó el libro negro sin nombre, no era
exactamente lo que quería, pensó en dejarlo a un lado para buscar otro que sí
pudiera leer pero se detuvo, tal vez tuviera algún nombre o dirección de su
dueño para poder devolverlo, no le interesaba conservarlo, pero le pesaba en la
consciencia abandonarlo por ahí. Pasó las páginas rápido hasta que estas
quedaron abiertas en una que contenía una flor silvestre seca y aplanada,
llevaba mucho tiempo ahí, la tomó y la observó con curiosidad, su abuela las
llamaba Chiribita, una Chiribita blanca, eran abundantes, ahí mismo donde estaba
sentada podía encontrar más de alguna, le faltaba un pétalo, temerosa de
hacerle más daño la devolvió con cuidado a su lugar entre las páginas de el
libro, solo entonces notó una frase escrita en aquella página marcada por la
flor, “Para que te puedan encontrar, solo deja de buscar”. Absorta, se
sobresaltó un poco cuando oyó una voz conocida pero inesperada, “Creí que nunca
llegarías, ¿podrías ayudarme?” la chica aguardó unos segundos sin
inmutarse, “…por favor” agregó la voz,
lo que provocó una sonrisa y la repuesta inmediata de Miranda quien se puso de
pie y buscó con la vista a su amigo sobre el árbol. Bruno era un animal
especial por no decir una criatura extraña, a vista de cualquiera era un gato
blanco de pelo corto desaliñado, no era bonito, tampoco tenía la actitud
refinada de los felinos, más bien recordaba a un perro, tenía la extraña
costumbre de caminar con la cola agachada en vez de levantada y de moverla como los perros con alguna alegría,
siempre quería acompañar a su ama a todas partes y no subía nunca a los árboles,
pero cuando lo hacía debido a alguna emergencia desesperada como ahora que
había sido sorprendido por perros enormes del lugar, no podía bajar y debía
esperar a veces horas hasta que alguien lo ayudara. Encima hablaba, lo que no
sorprendía a nadie en el pueblo, algunos animales venían al mundo con esa
habilidad y nadie se preguntaba por qué.
León Faras.
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