domingo, 17 de noviembre de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

II.

El viejo jefe de guardias del castillo de Rávaro se trasladó a las catacumbas y bajó por las mugrientas escaleras hasta el cuarto de torturas donde la jaula de la mujer maldita seguía vacía, un pequeño sector de la habitación permanecía iluminado por la ondulante luz de una antorcha, en una silla robusta y tosca estaba atado Baros, el hombre al servicio de Lorna, el que luego de matar a su propio hermano, asesinó a Serna. Oram se sobresaltó un poco al verlo pero no demostró nada, sus hombres le habían golpeado demasiado y no le habían hecho ninguna pregunta todavía, por suerte era un hombre fuerte que resistía bien los golpes, no quería de ninguna manera matarlo, su vida estaba atada a la de él, igual que a la de su jefe. El interrogatorio fue inútil, Baros solo sostuvo que se habían equivocado de hombre, que la muerte de la mujer maldita estaría ya hecha con ayuda de Serna si no fuera porque él lo había evitado y sus razones para evitarlo eran poderosas y conocidas por todos los ahí presentes, pero que él no se la había llevado ni la había sacado de ahí. Los hombres quisieron quitarle el paradero de la mujer maldita a golpes pero finalmente Oram tuvo que intervenir, matarlo era lo peor que podían hacer, ordenó que lo encerraran y se retiró preocupado.

Los bosques ya se divisaban como un tupido tapiz verde que cubría todo el horizonte y terminaba en los desfiladeros donde la tierra de las bestias continuaba. Estos cubrían una enorme extensión que subía lomas lejanas y luego desaparecía de la vista y el plan era protegerse en ellos sin adentrarse demasiado, estos no eran un lugar seguro porque donde las bestias dejaban de dominar, dominaban otras criaturas quizás peores.
Mientras el Místico caminaba, la criatura le seguía sin protestar, sin quejarse ni hablar, sin intentar huir, solo le seguía los pasos caminando en silencio, y era que la criatura era un ser completamente carente de ambiciones, de especulaciones y de sentimientos negativos o destructivos, su letalidad era su castigo, lo que la hacía ignorante e inocente de ello. Al cabo de un par de horas de caminata alcanzaron el límite de los bosques y se introdujeron en ellos sin internarse demasiado, debían seguir bordeando los bosques hasta atravesar la tierra de las bestias, la sombra de los árboles era reconfortante y hacía más fácil su avance. Una profunda cañada los obligó a adentrarse en el bosque para rodearla llegando hasta el suave arrollo que la recorría, no era profundo pero se veía limpio y fresco, hicieron un pequeño alto para comprobarlo y refrescarse. Se preparaban para continuar cuando un aullido agudo los alarmó, luego otro más cercano sonó en dirección contraria, al instante, una liebre enorme como un cerdo pasó corriendo a toda velocidad muy cerca de los pies del místico que apenas pudo esquivarla para que no lo tirara al suelo, el animal apenas tocaba el piso para impulsar su cuerpo en ágiles y largos brincos, en el último que alcanzó a dar aterrizó dando espectaculares volteretas sobre si misma de forma violenta hasta quedar inmóvil, tres flechas se habían clavado en su cuerpo de forma casi simultánea. Un nuevo aullido se escuchó. El místico escudriñó el aire con su entrenado olfato y el nauseabundo hedor que sintió le pareció conocido.


La ciudad vertical de los salvajes era mucho más espectacular y sólida de lo que parecía al verla desde lejos. Al recorrer los pasadizos, la mayoría de madera o de tierra cavados en las paredes del acantilado, no se sentía el vértigo natural que producía el abismo bajo sus pies, sino que se podía recorrer con plena confianza. Idalia, siempre seguida por el salvaje que la encontró, luego del puente colgante, siguió un angosto pero seguro camino esculpido en la pared del acantilado  hasta llegar a la primera plataforma de madera que era la entrada baja a la ciudad, había otra entrada en la superficie si es que se venía desde el otro lado del abismo. Una vez que entraron en la ciudad la plataforma fue levantada y el ingreso quedaba bloqueado por un trozo de abismo bastante intimidante. La ciudad estaba construida en base a galerías conectadas unas con otras por escaleras de todos los tipos y tamaños, todo estaba anclado a las paredes del abismo por millones de estacas y descansando sobre vigas incrustadas, además de todo tipo de cuevas y caminos esculpidos en la tierra donde la gente moraba. Mientras caminaba, la mujer maldita pudo ver abundantes antorchas aquí y allá, tenían buen uso del fuego, también llamaron su atención algunas jaulas no muy grandes, pero suficientes como para una sola persona de pie balanceándose suavemente hacia el vacío, se sentía insegura, preocupada, el salvaje y los dos niños la habían llevado hasta la ciudad sin forzarla pero tampoco sabiendo con que intenciones, no entendía una palabra de lo que decían y aunque hasta ahora habían sido amables no tenía razones para confiar en ellos, habían salido armados y habían regresado con las manos vacías, sin una sola pieza de caza, nada excepto ella. Se preguntó si tal vez la pieza de caza sería ella y su propia respuesta fue bastante alarmante.


León Faras. 

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