En
la grieta por la que se ingresaba hacia el santuario de Mermes pasaron una
decena de hombres uno detrás del otro, entre ellos El rey Nivardo, su hijo
Ovardo, Serna, algunos soldados y el resto criados con antorchas. Llegaron
hasta el sitio donde empezaba la gran bóveda interior, lugar donde se había
construido un muro de rocas y las puertas del santuario, hechas de hierro y
madera totalmente infranqueables sin máquinas de asedio, las que no podían
pasarse a través de la estrecha gruta de entrada. Cada Puerta contaba con una
rodela para mover los seguros interiores, a cada costado en los muros de roca
había una boca de entrada para el aceite, antes de que este fuera vertido, las
lágrimas negras fueron puestas en sus cavidades respectivas donde quedaban
fijadas en forma vertical, las bocas fueron colmadas de aceite el cual fue
conducido por los conductos internos de cada lágrima hacia los lugares
adecuados donde movían los topes que aseguraban los pasadores, una vez hecho
esto, y si las piedras habían sido instaladas sin errores, las rodelas giraban
liberadas y las puertas se abrían; si sucedía que las lágrimas eran instaladas
de manera incorrecta y no dirigían correctamente los flujos de aceite este se
perdía en el interior saturando el mecanismo e inutilizando el sistema, de esa
manera las puertas se quedaban cerradas, ya que el aceite solo podía ser
retirado desde adentro.
Las
manivelas giraron y los hombres ingresaron, a escasos metros debían cruzar un puente
construido por los mismos constructores del muro y el portón, la tierra se
partía en dos y a todo el ancho de la enorme cavidad interior. El piso al otro
lado del puente estaba pavimentado con grandes paneles de piedra por completo, una
línea perfectamente recta lo dividía de las paredes por las cuales ascendían
grandes pilares rectangulares que llegando al alto cielo doblaban en ángulo
recto hacia el centro de este donde todos confluían en una gigantesca y
deteriorada especie de estrella o sol. Poco a poco ingresaron todos los
hombres, el santuario era amplio y cabían con holgura todos los soldados,
criados y realeza. Un par de peldaños a un rectángulo más pequeño y al fondo la
fuente, alargada como la hoja de un árbol, parecía construida en una base de
arcilla y revestida de piedras brillantes, el agua se veía limpia y bastante
normal, estaba llena pero no rebalsaba, el piso estaba seco y el goteo que le
caía era escaso pero constante, como si en todo ese tiempo sepultada no hubiese
juntado más agua que la que tenía en ese momento. Entre los dos pilares que
escoltaban la fuente, la pared era natural, y estaba repleta de raíces que como
venas recorrían hasta juntarse todas en una roca saliente y curvada como el
pico de un ave rapaz, desde el cual el líquido se juntaba en sutilísimas
partículas que se unían hasta tomar el peso suficiente y caer en forma de gota.
El
lugar era alto y daba la impresión que se estrechaba a medida que subía, todas
las paredes estaban pulidas salvo la que estaba tras la fuente, en esta, la
fluencia de raíces era anormal y parecían todas buscar la piedra en forma de
pico, en la cual acababan en sus terminaciones más finas como venas expuestas.
Ovardo se acercó a la fuente, aprovechando las penumbras reinantes extrajo de
sus ropas una pequeña botella de vidrio que ocultó en su puño al oír que
alguien se acercaba, era Emmer, que como turista ocasional se cruzaba de brazos
a darle su opinión sobre el mural de tierra y raíces expuesto en frente, lo que
el príncipe aprovechó para ocultarse de la vista de su padre y así sumergir el
envase y poder llevarse un poco de ese líquido. Si iba a ser un inmortal, su
mujer también debía serlo, era un hombre enamorado y no podía soportar la idea
de vivir una eternidad sin que ella le acompañara. Emmer no lo notó, distraído,
hasta que oyó la voz de Serna tras ellos que con una copa en la mano se dirigía
a Ovardo “Debes beber de la fuente mi señor, no llevarte sus aguas”, el
príncipe no dijo nada, ya había ocultado la pequeña botella de vidrio y además
había captado la atención de su padre, debería enfrentarse a él una vez más
cuando Serna le contara sobre el agua que se llevaba, y explicarle a un hombre
que veía como absurdo, innecesario e inmaduro el amor dirigido a algo más que
no fuera su reino, que no soportaba vivir eternamente sin tener a la princesa
Delia a su lado, lo cual con toda seguridad terminaría en un rotundo
desacuerdo, pues su padre dejaba en último lugar a una mujer, las cuales se
tomaban, no se amaban porque las mujeres nublaban el juicio y confundían la
razón y eso para un rey podía ser nefasto. El momento se hizo tenso y para
salir de él, Ovardo tomo la copa que aún sostenía Serna, la hundió en el agua
hasta llenarla por completo y se la llevó a la boca con la misma indignación
que le provocaba el consejero, parte del líquido fue tragado en el acto pero
otra parte alcanzó a ser saboreada y su sabor provocó un inmediato rechazo, era
realmente desagradable su sabor, más que amargo era repugnante pero el príncipe
nada sabía y la desagradable sorpresa lo hizo escupir, y eso que ya era malo lo
hizo peor, porque escupió dentro de la fuente, se limpió la boca con el
antebrazo con una mueca de asco en el rostro y dirigió la mirada al consejero,
entonces recién notó que había cometido un error, este lucía espantado, y
parecía no exagerar nada su reacción, la mirada de indignación de su padre lo
hizo sentir avergonzado, sus hombres fingían no haber notado nada de lo que
había sucedido, él debía ser el primero y dar el ejemplo y solo había conseguido
una vergonzosa actuación, solo le quedó recuperar la dignidad y retirarse en
silencio esquivando miradas y colocándose en un costado mientras el resto de
los hombres bebían sin chistar su porción del líquido. Antes de retirarse oyó
la apagada voz del consejero que decía “Esto es malo… es mal augurio, no
debiste hacerlo mi señor, no debiste…”
León Faras.
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