miércoles, 4 de diciembre de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

III


Oram bebía en su sucio y estrecho cuarto dentro del castillo de Rávaro, se sentía condenado aunque sabía que la muerte no era lo que le esperaba, su amo podía pensar en cosas mucho peores. Era imposible que la mujer maldita hubiese huido por si sola debido a lo drogada que se le mantenía permanentemente, pero si hubiese despertado debido a que Serna no la drogó, igual en su estado se encontraba demasiado débil y desorientada para escapar. Tenía la esperanza de que estuviera dentro del castillo oculta en alguna parte pero sus hombres no habían encontrado nada, solo sabía que estaba con vida en alguna parte. No conseguiría nada con culpar a Baros o Lorna de haberse llevado a la mujer maldita de las catacumbas, tampoco le serviría justificarse con la muerte de Serna, eso no atraería la indulgencia de Rávaro. Vació su vaso de un sorbo y lo volvió a llenar, en la mesa en la que bebía estaba su látigo de castigo, aquella fusta de cuero ya contaba con algunos cadáveres en su experiencia, era especialmente efectiva estrangulando, volvió a beber y lo tomó, era un hombre viejo, huir no era parte de sus opciones, pero tampoco se quedaría a merced de ese loco depravado que era su amo, había visto como doblegaba hombres mucho más fuertes y duros que él con métodos misteriosos y crueles. Si decidía acabar con su vida y si la maldición era cierta, moriría también la mujer maldita y con ella Rávaro, Baros y alguno que otro imbécil desconocido, no era mala idea, los problemas se acabarían para él y muchos quedarían felices. Volvió a vaciar su vaso y tomo el látigo con ambas manos, tirando de sus extremos para comprobar su resistencia, respiró hondo. En ese momento un hombre golpeó su puerta, había un asunto del que debía ocuparse.

El ambiente estaba impregnado del nauseabundo hedor de muchos cuerpos larga e insistentemente desaseados sumado al de sus animales. Estaban rodeados. Los Grelos eran sinónimos de olores nauseabundos y pésimos modales. Tenían un pequeño cuerpo lampiño y flácido que contrastaba horriblemente con unos miembros delgados y fibrosos, cabezas con poco espacio para el cerebro y mucho para sus bocas grandes de gruesos labios, reposadas sobre acuosas papadas, no superaban el metro de altura y cabalgaban ranas arborícolas sobre sillas ingeniosamente creadas con respaldo y un par de ganchos donde se podían sujetar con las corvas de las piernas mientras usaban sus manos. El tupido bosque les servía para trasladarse largas distancias rápidamente saltando de un árbol a otro. El místico sabía que existían ranas así de grandes pero era primera vez que las veía y además domesticadas, debía haber por lo menos una docena de Grelos alrededor en los árboles cercanos, armados de flechas y lanzas, la liebre muerta a su lado atestiguaba que eran excelentes tiradores. Armaron un ensordecedor escándalo en una lengua extraña y estridente, la saliva saltaba copiosa de sus bocas mientras discutían sobre el que había matado a la liebre o sobre el extraño color de la piel del místico o lo que debían hacer con él y su acompañante. No podía creer el místico que hubiesen aparecido de la nada, su presencia era demasiado evidente gracias a su intenso mal olor y al ruido escandaloso que arrastraban a todas partes, pero eran rápidos y podían caer de sorpresa como ahora. El líder de los Grelos descendió hasta el suelo acompañado de algunos de sus compañeros, dos de ellos tomaron la liebre que habían cazado, los otros encararon al místico y a la criatura, poseían burdas ropas que no les cubrían completamente el vientre, se tomaban el pelo pringoso en uno o dos moños cortos y tiesos que los hacía verse ridículos, se rascaban constantemente y por todas partes del cuerpo sin ningún pudor con sus toscas y sucias uñas, incluyendo sus genitales, el que habló, lo hizo en un pobre idioma de los hombres con una pésima pronunciación que apenas se entendía, pero poseían la soberbia que solo otorga la estupidez por lo que no cabía hacerles ningún tipo de corrección que por lo demás no entenderían. La criatura se mantenía nerviosa, su letalidad no funcionaba en seres de poca inteligencia como los animales o los Grelos, esas criaturas le atemorizaban y se mantenía oculta tras el místico, pero no tardó en llamar la atención de los desagradables recién llegados y el místico decidió intervenir usando sus múltiples trucos para alejar a los poco inteligentes Grelos, en su experiencia, muchas criaturas similares se espantaban ante irrisorios trucos para niños, por lo que el místico tomó un piñón de una conífera cercana y se la acercó con autoridad a la vista del que parecía ser el líder de los Grelos, luego lo cubrió con ambas manos y cuando retiró la mano con dramático gesto, el piñón se había convertido en un hermoso ave azul brillante que el Grelo Líder contempló con asombro, pero que no duró nada porque apenas el ave despegó, fue capturada por la fulminante y larga lengua de una de las ranas que, luego de uno segundos, debió escupir asqueada los restos del piñón magullado y cubierto de babas.


Tanto el Místico como el Grelo contemplaron con incredulidad y asombro el piñón expulsado por el anfibio, el primero se sentía ofendido, el segundo engañado, lo que formó un nuevo y ensordecedor griterío entre los Grelos que lo veían como una amenaza y se volvían hostiles, el Místico y la criatura retrocedieron, hasta que de pronto, un suceso cambió todo,  una bestia llegó al lugar donde se mantenía la discusión, era muy raro que una bestia ingresara en el bosque y alguna poderosa razón tendría. Los Grelos retrocedieron con precaución y en silencio pero no huyeron, al parecer sabían lo que sucedía, en cambio el místico estuvo a punto de usar uno de sus trucos para desaparecer.


León Faras.

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