viernes, 27 de diciembre de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

IV.

Cuando el jefe de guardias salió de su cuarto, fue llevado hacia una sala donde sus guardias tenían a un anciano flaco, consumido y demacrado, este era un campesino que aseguraba haber visto a una mujer de las características de la mujer maldita, en compañía de un pequeño grupo de salvajes, le llamó especialmente la atención porque las mujeres de los salvajes eran escasas y difíciles de ver, eso hizo que desde donde estaba, la examinara con cuidado. Orám escuchaba con el rostro petrificado, no podían estar seguros de lo que había visto aquel viejo acabado pero si se la habían llevado los salvajes, la mujer maldita sería pronto una mujer muerta, había alguna razón por la que el número de mujeres entre los salvajes había mermado y esa misma razón hacía peligrar la vida de Idalia, y junto con ella, la de los hombres que tenían su vida atada. El jefe de guardias respiró hondo y despidió al campesino, luego, ordenó que fueran por Baros y lo metieran en una celda-carruaje para trasladarlo donde Rávaro, le diría donde estaba la mujer maldita y culparía a Baros de haberla dejado escapar junto con su hermano y Serna. Esa era su mejor jugada y su única opción.

Los Grelos no huyeron y no era que se caracterizaran por su valentía, el Místico tampoco huyó, aquella bestia de más de cuatro metros de altura no parecía normal, era demasiado controlada, pacífica, su cabeza estaba extrañamente echada hacia delante y de sus hombros subían dos cuernos totalmente ajenos a su cuerpo sujetos por correas de cuero que se podían ver entre el pelaje rodeando su cuello y sobacos, lo cual era completamente anormal, una bestia no usaría jamás tales cosas. El Místico tomó a la Criatura y debió retroceder rápidamente, la bestia no era agresiva pero parecía que no veía nada con sus ojos y menos preocuparse de donde pisaba, una voz aguda y desagradable salió de la cabeza de la bestia en vez de los estridentes rugidos que eran habituales en ella, los Grelos, montados ya sobre sus ranas arborícolas, le respondieron en su grotesco idioma y se formó un diálogo surrealista entre la bestia y los Grelos que el Místico no podía comprender siquiera como era posible que sucediera, hasta que uno de lo Grelos lo señaló con su dedo para que la bestia lo notara y esta se volteó hacia él inclinándose hasta casi el nivel del suelo, entonces la vio, una mujer enana de mediana edad estaba sentada en una silla suspendida por cuerdas de los cuernos sobre los hombros de la bestia, cargaba con varias bolsas de cuero o morrales, un pequeño farol colgado sobre su cabeza y en su mano, una vara larga con una pequeña jaula en su extremo, una jaula aparentemente vacía. La enana los miró con el rostro inexpresivo, tenía la mirada perdida de una ciega y luego habló en una bella lengua completamente extraña que el místico jamás había oído, este no supo qué responder y cuando fue a probar con algunos de los idiomas que podía hablar, se sorprendió  oyendo a la criatura hablar el mismo idioma de aquella mujer sin levantar la vista para no dañarla, la criatura respondió con una melodiosa voz varias preguntas ante la mirada de asombro del Místico que nunca había escuchado la voz ni el idioma de un ser como era la chica que le acompañaba, la mujer invitó a subir sobre la bestia, utilizando las argollas de bronce que le colgabas de sus correas, a la Criatura quien accedió de inmediato y también al Místico en su idioma y luego, irguiéndose, le dirigió un par de palabras a los Grelos y estos se retiraron, sin duda cabalgar a hombros de una bestia era una notable señal de autoridad.


Ya casi sentía que se había acostumbrado a la pestilente emanación que constantemente despedía la ciénaga que rodeaba al palacio del semi-demonio y donde Rávaro se sentía poderoso al fin. De pie en la enorme terraza de su castillo, desde donde podía ver todas sus tierras recientemente adquiridas, se dejaba vestir con trajes nuevos y lujosos adornos, por deformes sirvientes que serviles, atendían a su amo en todo. Nadie en todo el castillo tenía una cuenta exacta o detallada de los prisioneros metidos en el foso de las catacumbas, la huida era imposible y las condiciones insoportables, hasta la luz del día se les negaba, simplemente eran encerrados y olvidados. Uno de los guardias llegó donde su amo, sus órdenes habían sido informar sobre el estado de una prisionera, Lorna, la que no se encontraba en su celda. En años, ningún prisionero había salido del foso por el mismo lugar por donde había entrado, las tres puertas de hierro jamás estaban abiertas al mismo tiempo, ni siquiera los cadáveres que se acumulaban en el fondo, si alguien abría una celda, solo podía bajar y el fondo del foso era la muerte misma. Esta idea absoluta, de la cual todos los habitantes del castillo estaban convencidos, fue la explicación que Rávaro recibió, su media hermana Lorna estaba muerta, no había duda de eso. Sonreía extrañamente con la vista en el horizonte, despachó a su guardia advirtiéndole que si se equivocaba hubiese sido mejor que bajara al fondo del foso a escudriñar entre los nauseabundos restos putrefactos por el cuerpo de aquella mujer y estar seguro de lo que le decía, que el castigo que recibiría por mentirle con suposiciones. Luego volvió su vista al horizonte y volvió a sonreír complacido, desde donde estaba ya era visible la gigantesca plataforma que se dirigía a su palacio, con una bestia inmovilizada encima. Lo que no podía ver desde ahí, era que bajo esa plataforma Lorna había rodado sin que nadie la viera y se había colgado para volver al palacio de Rávaro, decidida a conseguir la gema negra que el semi-demonio le había pedido para poder tomar un cuerpo y volver a la vida a retomar lo que Rávaro le había quitado. El enano de rocas les seguía a prudente distancia y usando su excelente camuflaje cada vez que alguno de los mercenarios dirigía alguna mirada hacía él.


León Faras. 

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