Comenzó
con una picazón leve, como una irritación que lo hacía lagrimear, Ovardo se
restregaba los ojos en un rincón del santuario tratando de esconderlos para que
no pareciera que lloraba. Al salir de la cueva, la luminosidad fue mucho más
violenta, dañándole los ojos como arena candente, casi no podía ver nada entre
lágrimas y dolor, se cubría los ojos con las palmas de las manos manchándolas
con el líquido oscuro y pestilente que había reemplazado a sus lágrimas, su
evidente desesperación llamó la atención de varios hombres, pero fue Emmer
quien se acercó, apenas lo vio notó que aquello no se trataba de algo normal,
los ojos del príncipe se resecaban violentamente, cubriéndose de una multitud
de diminutas llagas como un fruto maduro expuesto al sol del desierto durante
meses, cubriéndolos de un fluido sanguinolento que se esparramaba por sus
mejillas. Su padre al verlo le ordenó a Serna que lo revisara, este solo negó
con la cabeza, perdería ambos ojos ese mismo día e inexorablemente, no se
trataba de nada natural o humano, la diosa de la muerte cobraba rápidamente las
ofensas. Fue vendado solo como parte de un procedimiento protocolar sin que
aquello tuviera utilidad alguna, pues en tan solo un par de horas sus ojos
estaban momificados por completo, convertidos en un pellejo reseco y endurecido
cubierto por una costra oscura y resquebrajada que ya no sentía. En su reciente
condición de lisiado Ovardo sentía que lo había perdido todo, que era el fin,
que no volvería a luchar, que no podría gobernar, que nunca más vería a su
mujer, que jamás conocería a su hijo y dentro de todo ese estado de horrendo
desconcierto y frustración, debió soportar la voz de su padre que solo se
dirigió a él con desprecio para descartarlo completamente de cualquier
participación en el ataque que harían esa noche, recordándole que se había
vuelto un inútil en la batalla y en el trono, el príncipe sintió el llanto de
la humillación en la garganta aunque sus ojos ya no lo delatarían nunca más con
lágrimas, gritó que quería luchar, que de ninguna manera se quedaría ahí,
deshonrado y humillado, pero su padre se
lo negó de plano, su presencia sería más
una amenaza y un estorbo que una ayuda, ya no era soldado y ninguno de sus
hombres le serviría de lazarillo, por lo tanto volvería con los criados de
vuelta a Rimos, y se quedaría ahí a esperar noticias.
Arlín
jugueteaba enrollando un rizo en uno de sus dedos mientras esperaba su turno de
que la atendieran en el puesto de verduras de Cízarin donde debía retirar su
encargo. Era joven, bonita y coqueta y le iba bastante bien en su trabajo por
lo que constantemente generaba ponzoñosos comentarios a su rededor, sobre todo
de las señoras de la ciudad que cada vez que andaba ella por ahí, les daba por
hablar a un volumen bastante audible sobre lo que opinaban de ella y sus
quehaceres, por lo que ya se había acostumbrado a ignorar a la gente de forma
digna y orgullosa, evitando ponerles atención y así, no caer en los
desagradables momentos y las acaloradas discusiones que en un comienzo eran tan
habituales. Solo que aquella vez el centro de atención de los comentarios que
se daban en la feria no era ella ni sus actividades, corría el rumor de un
inminente ataque a Cízarin por parte de Rimos, la gente preocupada había esparcido
el rumor de que aquel atardecer Cízarin sería arrasado, que nadie sobreviviría
si no huían, que se trataba de un ataque inesperado y letal pero del cual nadie
estaba seguro. No era la primera vez, muchas veces surgían comentarios
similares sobre inminentes ataques de pueblos cercanos y la mayoría de las
veces solo se trataba de bromas mal intencionadas o gente alarmante e
irresponsable.
Arlín
tomó su pedido de verduras y con su permanente actitud soberbia y despreocupada
se retiró sin prestar mayor atención a lo que la gente hablaba, solo había oído
palabras sueltas sobre “ataque” o “Rimos” pero sin que ella las relacionara o
les diera un significado en conjunto. Obedeciendo a su espíritu femenino, la
muchacha se encaminó hacia los comerciantes de telas y perfumes, que siempre
traían sus hermosos productos de tierras lejanas para ofrecérselo a las damas
guapas de Cízarin, la chica se embelesaba con tales productos y nunca dejaba de
comprar algo. En eso estaba cuando una pequeña comisión de tres jinetes se
abría paso como un pesado barco en un denso mar de gente apretujada, el primero
era el general Rodas, comandante del ejército de Cízarin quien al ver a la
chica se detuvo de inmediato para saludarle galantemente y advertir al
comerciante que esperaba que su mercancía fuera de calidad y sus precios
justos, el comerciante deshecho en sonrisas y reverencias aseguró que “jamás
pretendería engañar a nadie y menos a una dama tan bonita y decente” con lo que
Arlín quedó completamente halagada y el comandante satisfecho con su
demostración de autoridad, este, luego de un saludo sobrio pero cortés, se
retiro montado con la espalda recta sobre su hermoso corcel seguido de sus dos
soldados que también tuvieron la oportunidad de recibir y corresponder las cordiales
sonrisas de la chica. No se había tardado tanto en sus encargos como se tardaba
en satisfacer sus gustos, iba a ser regañada duramente por Aida, la dueña del local
donde trabajaba, ella se comportaría como niña taimada y su jefa la mandaría
finalmente a prepararse para atender a los clientes, siempre era así, a final
de cuentas, ella sabía hacer muy bien su trabajo.
Cuando
Nila la encontró, se llevó un tremendo susto pues como siempre andaba distraída
y sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor, Arlín pasó de la
sorpresa a la preocupación, el semblante de Nila era atemorizante, algo grave
había sucedido, “¿Donde está mamá?” la aludida no comprendía del todo, habían
pasado varios años sin ver a Nila y tardó algunos segundos en reconocerla pero
luego la abrazó con tal entusiasmo que Nila debió zafarse con algo de esfuerzo
para preguntar de nuevo, “Debe estar en su negocio, como siempre. ¿Por qué?,
¿pasó algo?”. Nila le explicó todo lo que sucedía mientras se dirigían al prostíbulo
de Aida, la madre de Nila, el lugar donde trabajaba Arlín.
León Faras.
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