viernes, 20 de diciembre de 2013

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

VIII.

Comenzó con una picazón leve, como una irritación que lo hacía lagrimear, Ovardo se restregaba los ojos en un rincón del santuario tratando de esconderlos para que no pareciera que lloraba. Al salir de la cueva, la luminosidad fue mucho más violenta, dañándole los ojos como arena candente, casi no podía ver nada entre lágrimas y dolor, se cubría los ojos con las palmas de las manos manchándolas con el líquido oscuro y pestilente que había reemplazado a sus lágrimas, su evidente desesperación llamó la atención de varios hombres, pero fue Emmer quien se acercó, apenas lo vio notó que aquello no se trataba de algo normal, los ojos del príncipe se resecaban violentamente, cubriéndose de una multitud de diminutas llagas como un fruto maduro expuesto al sol del desierto durante meses, cubriéndolos de un fluido sanguinolento que se esparramaba por sus mejillas. Su padre al verlo le ordenó a Serna que lo revisara, este solo negó con la cabeza, perdería ambos ojos ese mismo día e inexorablemente, no se trataba de nada natural o humano, la diosa de la muerte cobraba rápidamente las ofensas. Fue vendado solo como parte de un procedimiento protocolar sin que aquello tuviera utilidad alguna, pues en tan solo un par de horas sus ojos estaban momificados por completo, convertidos en un pellejo reseco y endurecido cubierto por una costra oscura y resquebrajada que ya no sentía. En su reciente condición de lisiado Ovardo sentía que lo había perdido todo, que era el fin, que no volvería a luchar, que no podría gobernar, que nunca más vería a su mujer, que jamás conocería a su hijo y dentro de todo ese estado de horrendo desconcierto y frustración, debió soportar la voz de su padre que solo se dirigió a él con desprecio para descartarlo completamente de cualquier participación en el ataque que harían esa noche, recordándole que se había vuelto un inútil en la batalla y en el trono, el príncipe sintió el llanto de la humillación en la garganta aunque sus ojos ya no lo delatarían nunca más con lágrimas, gritó que quería luchar, que de ninguna manera se quedaría ahí, deshonrado y humillado,  pero su padre se lo negó de plano,  su presencia sería más una amenaza y un estorbo que una ayuda, ya no era soldado y ninguno de sus hombres le serviría de lazarillo, por lo tanto volvería con los criados de vuelta a Rimos, y se quedaría ahí a esperar noticias.  

Arlín jugueteaba enrollando un rizo en uno de sus dedos mientras esperaba su turno de que la atendieran en el puesto de verduras de Cízarin donde debía retirar su encargo. Era joven, bonita y coqueta y le iba bastante bien en su trabajo por lo que constantemente generaba ponzoñosos comentarios a su rededor, sobre todo de las señoras de la ciudad que cada vez que andaba ella por ahí, les daba por hablar a un volumen bastante audible sobre lo que opinaban de ella y sus quehaceres, por lo que ya se había acostumbrado a ignorar a la gente de forma digna y orgullosa, evitando ponerles atención y así, no caer en los desagradables momentos y las acaloradas discusiones que en un comienzo eran tan habituales. Solo que aquella vez el centro de atención de los comentarios que se daban en la feria no era ella ni sus actividades, corría el rumor de un inminente ataque a Cízarin por parte de Rimos, la gente preocupada había esparcido el rumor de que aquel atardecer Cízarin sería arrasado, que nadie sobreviviría si no huían, que se trataba de un ataque inesperado y letal pero del cual nadie estaba seguro. No era la primera vez, muchas veces surgían comentarios similares sobre inminentes ataques de pueblos cercanos y la mayoría de las veces solo se trataba de bromas mal intencionadas o gente alarmante e irresponsable.

Arlín tomó su pedido de verduras y con su permanente actitud soberbia y despreocupada se retiró sin prestar mayor atención a lo que la gente hablaba, solo había oído palabras sueltas sobre “ataque” o “Rimos” pero sin que ella las relacionara o les diera un significado en conjunto. Obedeciendo a su espíritu femenino, la muchacha se encaminó hacia los comerciantes de telas y perfumes, que siempre traían sus hermosos productos de tierras lejanas para ofrecérselo a las damas guapas de Cízarin, la chica se embelesaba con tales productos y nunca dejaba de comprar algo. En eso estaba cuando una pequeña comisión de tres jinetes se abría paso como un pesado barco en un denso mar de gente apretujada, el primero era el general Rodas, comandante del ejército de Cízarin quien al ver a la chica se detuvo de inmediato para saludarle galantemente y advertir al comerciante que esperaba que su mercancía fuera de calidad y sus precios justos, el comerciante deshecho en sonrisas y reverencias aseguró que “jamás pretendería engañar a nadie y menos a una dama tan bonita y decente” con lo que Arlín quedó completamente halagada y el comandante satisfecho con su demostración de autoridad, este, luego de un saludo sobrio pero cortés, se retiro montado con la espalda recta sobre su hermoso corcel seguido de sus dos soldados que también tuvieron la oportunidad de recibir y corresponder las cordiales sonrisas de la chica. No se había tardado tanto en sus encargos como se tardaba en satisfacer sus gustos, iba a ser regañada duramente por Aida, la dueña del local donde trabajaba, ella se comportaría como niña taimada y su jefa la mandaría finalmente a prepararse para atender a los clientes, siempre era así, a final de cuentas, ella sabía hacer muy bien su trabajo.


Cuando Nila la encontró, se llevó un tremendo susto pues como siempre andaba distraída y sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor, Arlín pasó de la sorpresa a la preocupación, el semblante de Nila era atemorizante, algo grave había sucedido, “¿Donde está mamá?” la aludida no comprendía del todo, habían pasado varios años sin ver a Nila y tardó algunos segundos en reconocerla pero luego la abrazó con tal entusiasmo que Nila debió zafarse con algo de esfuerzo para preguntar de nuevo, “Debe estar en su negocio, como siempre. ¿Por qué?, ¿pasó algo?”. Nila le explicó todo lo que sucedía mientras se dirigían al prostíbulo de Aida, la madre de Nila, el lugar donde trabajaba Arlín.


León Faras. 

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