jueves, 16 de enero de 2014

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

V.

Idalia fue dejada por el salvaje en una cueva donde un reducido grupo de mujeres mayores vivían, su hijo mayor, Rancober, llegaba corriendo a recibirlo, sus alas casi estaban terminadas y quería que su padre las viera. Antes de irse el hombre pronunció algunas palabras en su lengua para que las mujeres se preocuparan de darle de comer y beber a la mujer maldita. Hanela también llegaba en ese momento, dejando a solas a Ranc con su padre, venía a ver si podía hacer algo por su madre adoptiva. Esta era una mujer madura, usaba el cabello muy corto y le faltaba el brazo derecho casi por completo, luego de intercambiar algunas palabras, ambas se acercaron a Idalia con una fuente con fruta, la mujer le habló, pero de inmediato comprendió que la forastera no comprendía el idioma de los salvajes, entonces probó con su lengua materna, pues ella también era forastera. Idalia aceptó los alimentos y ambas mujeres pudieron conversar pues la recién llegada no sabía aún qué estaba haciendo allí, la mujer manca y su hija se miraron con preocupación, solo había un destino posible para ella y era el mismo que para todas las mujeres de la ciudad vertical que tenían edad suficiente y que no eran madres, enfrentar al Débolum, ella misma lo había hecho y había tenido suerte, solo había perdido un brazo y esperaba que su hija se hiciera mujer pronto para que tuviera su propia familia y no tuviera que pasar por lo mismo. El Débolum era una criatura mística, acorazada de roca incandescente que habitaba un lago de lava en el fondo del abismo y que debía convertirse en el protector de la ciudad de los salvajes, sabían que sería una mujer la que lograría gobernarlo y que esta llegaría en el momento indicado, pero no habían dado con la mujer correcta aún y solo habían conseguido una alarmante baja en la población femenina de la ciudad, por eso una mujer como Idalia siempre sería bienvenida en la ciudad de los salvajes. Esa era la razón por la que estaba allí, para ser entregada a una criatura colosal que habitaba un lago de lava en las entrañas del abismo. Pensó en escapar de tan horrible destino pero no sabía cómo salir de la ciudad vertical ni adonde ir, además, no contaba con la energía para huir, estaba agotada y débil desde mucho antes de ser encontrada por los salvajes, no había escapatoria y se entregaría a su destino, estaba cansada y no quería luchar.

Los guardias del castillo del semi-demonio contemplaban el espectáculo con asombro, los doce bueyes tiraban lentamente de la gigantesca estructura en la que traían a una bestia viva y perfectamente maniatada, haciéndola pasar bajo el arco de los enormes portales hacía el patio interior de la fortaleza, los mercenarios a punta de gritos y azotes traían el encargo para Rávaro, este observaba maravillado y satisfecho desde su balcón su nueva adquisición, sonreía malévolamente, era perfecta, él podría manipularla a su antojo y formaría parte de su nuevo y colosal ejército, contra el cual no habrían rivales dignos. Mientras los habitantes del castillo no cabían en su asombro y los mercenarios, ostentosos, presumían de sus enormes capacidades, Lorna se movía agazapada bajo la plataforma hasta que vio un hueco donde escabullirse y esconderse dentro del castillo, las caballerizas estaban cerca, podría ocultarse allí luego. Echó un vistazo y notó como los portales se cerraban, junto a estos y apegado a la pared había un pequeño cúmulo de rocas que pasaba desapercibido para todo el mundo, la mujer no lo podía creer, tal vez se equivocaba pero le pareció que era demasiado similar a su pequeño compañero de huida aunque era difícil de creer que el enano de rocas aún la estuviera siguiendo.

Aunque la criatura se veía tranquila, para el Místico cabalgar sobre los hombros de una bestia escapaba a todo lo razonable, mientras la enana que conducía ni siquiera hablaba y la hermosa criatura disfrutaba del paseo, él no sabía adónde iba ni por qué estaba ahí y eso lo incomodaba. Él era un místico y hubiera podido librarse de los Grelos fácilmente de haberlo necesitado, pero sin embargo no decía nada, veía la jaula que llevaba colgada del bastón en su mano la enana y pensaba en Rodana, la bruja de las jaulas, solo ella andaría con una jaula vacía y solo ella podría cabalgar una bestia con tal dominio de la situación, pero en el fondo no lo sabía, nunca había visto a la misteriosa hechicera y jamás se la había imaginado tan pequeña.


Mientras la bestia era dejada inmovilizada en el patio del castillo, Orám le contaba a Rávaro en su aposento casi al oído todo lo que había sucedido con la huida de la mujer maldita y el lugar donde esta se refugiaba, poniendo énfasis en la muerte de Serna, víctima y responsable de este lamentable suceso y exponiendo un castigado Baros como chivo expiatorio para que su jefe tuviera contra quien desencadenar toda su molestia y frustración. Rávaro se restregó los ojos con agotamiento fingido, aquello era una tontería superlativa, se trataba del desaparecimiento de una mujer desnutrida, drogada y enjaulada, metida dentro de un agujero tras una puerta que permanece cerrada la que a su vez está dentro de las catacumbas de las cuales nadie sale con vida. Orám se excusó con humildad y ofreció sus servicios para traer a la mujer maldita de vuelta  pero a su jefe no le había caído nada bien que le arruinara su mejor momento. En eso entró el líder de los mercenarios que habían capturado a la bestia a buscar el pago por sus servicios, Rávaro le dijo que le pagaría lo acordado, luego se dirigió a Orám y le dijo que podía retirarse, pero antes de que este pudiera salir se desplomó sin ningún gobierno sobre su propio cuerpo, Rávaro lo miraba fijamente y con desagrado, respirando sonoramente por la nariz, mientras el viejo jefe de guardias, inmovilizado, ni siquiera podía gritar, de su cuerpo comenzó a salir un humo negro y apestoso, su piel comenzó a resecarse rápidamente, luego a ennegrecerse y a ampollarse, hasta que finalmente las llamas brotaron y no se extinguieron hasta no dejar más que cenizas del cuerpo de Orám. Entonces Rávaro, con el rostro completamente sudado, respiró hondo y se calmó. El líder de los mercenarios observó toda la escena sin siquiera inmutarse. Rávaro, agotado, le dio lo acordado y lo despachó con total normalidad.

León Faras.

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