martes, 14 de enero de 2014

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

IX.

El rumor del ataque de Rimos se extendió tan eficientemente que llegó a los oídos de la particular realeza de Cízarin, los mellizos Siandro y Rianzo. El primero era quien llevaba el cartel de soberano, era el mayor de los dos por casi una hora, responsable y preocupado principalmente en labores económicas y políticas de su pueblo, excesivamente civilizado, poseía modales demasiado refinados, incluso afeminados al punto de evitar cualquier contacto físico con otras personas menos preocupadas de su impecable higiene que él, estas actitudes le jugaban en contra al tener que ganarse el respeto y la confianza de los demás. El segundo era un irresponsable y vividor, no le interesaba gobernar porque llevaba la vida que quería siendo el hermano del rey, bebedor y mujeriego, tenía a varias prostitutas trabajando para él en el palacio, en su serrallo personal, a las que proveía de todo lo que necesitaran. Los padres de los mellizos habían muerto hace tiempo ya, la madre debido a las hemorragias producidas en un parto doble y complicado, y su padre por una infección adquirida por una herida hecha durante una jornada de cacería. Solo los dos hermanos estaban ahí para defender Cízarin en caso de que los rumores resultaran ciertos y fueran atacados, ellos y el siempre eficiente general Rodas. Este último se encontraba junto a Siandro discutiendo las acciones y precauciones que debían tener para no ser tomados por sorpresa ni para reaccionar exageradamente en el caso de que los rumores resultaran falsos. Cuando Rianzo apareció, parecía recién despertando y así era, la esplendida luminosidad del gran salón principal le molestaba ferozmente en los ojos, sumándose a su ya molesta resaca, “¿Desde cuándo hay asuntos urgentes que requieren mi atención en este lugar?” protestó ironizando su poca injerencia en los asuntos políticos de Cízarin, “hay rumores de un ataque…” le informó Siandro pero fue interrumpido por su hermano que se hurgueteaba una muela en ese momento “¿…Rumores?”, “Un rey siempre debe poner atención a los rumores de su pueblo…” la voz era de una anciana que en ese momento entraba custodiada por dos soldados, Zaida era la abuela materna de los mellizos, diagnosticada de locura por los sabios pero por orden de su yerno, el difunto rey, permanecía encerrada en una habitación aislada, tenía la ropa increíblemente harapienta y sucia y el cabello pringoso y enredado por completo en masas que le colgaban, caminaba con dificultad pero no por causa de la vejez, que era menos de lo que su aspecto insinuaba ni tampoco de algún problema físico, sino que debido a los grilletes que le obligaban a usar cada vez que salía de su habitación, “los rumores son ciertos y más les vale estar preparados” dijo mientras enfrentaba con desprecio la arrogante mirada de su nieto Rianzo, en realidad no tenía idea si aquello era cierto o no pero esa era su apuesta y no tenía nada que perder. Luego dirigiendo una mirada al general, le saludó con gran familiaridad “Rodas, ¿Cómo estás hijo? Supe lo de tu padre, créeme que lo sentí mucho, me hubiera gustado asistir pero tenía asuntos ineludibles que atender” dijo mostrando sutilmente sus cadenas, el aludido hizo una reverencia de agradecimiento por el gesto que no había recibido de parte de nadie más. Zaida fue en su juventud toda una leyenda, una generala que no evitaba ni enemigos ni campos de batalla, una mujer que luchaba como un demonio poseído y que motivaba a sus hombres a pelear igual, una guerrera respetada y temida. Tuvo un hijo que siguió sus pasos pero sin tanta suerte y cayó pronto en el campo de batalla, y una hija que se casó con un joven soberano de una tierra lejana, Cízarin. Todo bien hasta que esta murió, Zaida, ya con varios años encima, acusó a su yerno de buscar la muerte de su hija en el parto de forma intencional encaprichado con una joven y noble amante la que le había exigido más de lo que le podía dar, con lo que el rey se enfureció y se propuso quitarla de en medio, solución que llegó gracias a unos sabios consejeros que le sugirieron “internarla” debido a problemas de salud en su mente, Zaida fue diagnosticada de demencia y encerrada en un cuarto aislado donde no contaba con las mínimas condiciones razonables para vivir. 

“¿Qué está haciendo esta vieja aquí?” preguntó Rianzo quién aún no conseguía pensar con claridad, “Yo la mandé a traer, creo que…” respondió su hermano pero como siempre, su delicadeza era interrumpida, “Estoy aquí porque temen perder la fuente que costea tus vicios y sus lujos, que nada les ha costado pero que tanto temen prescindir…” Zaida se acercó a Siandro el que se empequeñeció en su asiento evitando tocarla con una mueca de insoportable asco, alejándose como si hubiera un escudo invisible entre ambos, la anciana lo miró con pena ante tal patética reacción a los malos olores del cuerpo "¿Le temes a la mugre, al cebo del cuerpo, a la sangre reseca… a los cadáveres masacrados y pestilentes cubiertos de sus propias heces?” el joven rey, con un pañuelo cubriéndose la boca estaba a punto de vomitar, “La guerra llegará aquí con todas sus inmundicias y tú te refugiarás tras un pañuelo, mientras tu hermano…” continuó acercándose a Rianzo “…esperará la muerte entre lágrimas de borracho, sabiendo que ha sido responsable de más víctimas entre su propia gente que entre soldados enemigos… sin nadie capaz de dirigir, todo recaerá sobre los hombros del general Rodas, que nada podrá hacer recibiendo órdenes desesperadas e imposibles, rogarán para salvar sus pellejos y obtener algo de dignidad a cambio de un reino entero, su propio reino. Serán arrasados sin remedio y olvidados para siempre.” La anciana los dejó meditar un rato, si no estaban convencidos de que necesitaban su ayuda, aún le quedaban varios argumentos para intimidarlos, “Te traje aquí porque pensé que podías darnos tu consejo” dijo Siandro con desagrado, Zaida lo miró con profunda seriedad, “¿a quién?; a ti que vomitarías frente a un conejo destripado o a tu hermano que aún no entiende lo que está sucediendo” ambos mellizos guardaron silencio, “libérame y te daré a Rimos.”  Rodas mostraba una sonrisa apenas perceptible, aliviado en su interior de que alguien como Zaida se hiciera cargo.


León Faras.

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