I.
Era
una noche fría y húmeda, una noche que recién comenzaba y ya nadie se animaba a
salir de sus casas o del lugar que los cobijaba, ni siquiera los perros, hasta
el viento se encontraba quieto e inerte esa noche en que llegó El Circo. Dos
camiones enormes, de carrocerías abombadas con diminutas ventanillas y pomposos
tapabarros entraron en la ciudad, sus focos redondos y sobresalidos iluminaban
la solitaria oscuridad reflejándose en el pavimento húmedo, mientras
arrastraban sin apuro altas cargas atadas en dos carros cada uno. Los dos
vehículos entraron en un extenso sitio vallado destinado a las ferias y circos
en la periferia de la ciudad donde se detuvieron. De las alturas de la cabina
del primer camión descendió un hombre pequeño, delgado, y de cabello blanco, tenía la piel pálida e increíblemente fina, su aspecto era el
de un anciano de no menos de ochenta años, bastante más de lo que su acta de nacimiento decía. Del segundo camión bajó otro
hombre idéntico al primero, su hermano gemelo, este encendió un cigarrillo
mientras el primero estiraba los huesos de su espalda y acomodaba las vertebras
de su cuello, se miraron cansados, luego se hicieron una seña y por acto de
magia todo comenzó a cobrar vida, el viento corrió entre los árboles, las aves
volaron asustadas, los perros ladraron nerviosos, la llovizna comenzó a caerles
encima y a mojarles los gruesos abrigos, y los hombres y mujeres que viajaban
con ellos despertaron al unísono.
Cornelio Morris fue como siempre el
primero en bajar, era el empresario dueño del circo que llevaba su nombre, apuraba
al resto para comenzar a montar las instalaciones para comer y dormir y por
supuesto el escenario, donde él presentaría sus atracciones. Vestía elegante
aunque siempre era el mismo sucio y gastado traje, con abrigo y sombrero de
copa, todo en tonos grises y negros. Lucía varias cadenas de oro en el cuello y
ostentosos anillos en casi todos sus dedos, en el segundo camión tenía su
oficina, ahí estaba su escritorio, su caja fuerte, el baúl con sus pocas
pertenencias, su dinero y por supuesto su posesión más valiosa, los contratos
de aquellos que trabajaban para él. Luego de poner todo en movimiento se
encerró dentro a trabajar en sus cosas, unas horas después le golpeaban la
puerta, fuera de su oficina estaba parado su horrible subalterno, Charlie
Conde, el segundo al mando y una de las primeras atracciones del Circo de
rarezas de Cornelio Morris, cargaba sobre su espalda una enorme joroba con
forma de hombre acurrucado, el cual parecía dormir con su cabello y barba que
crecían apelmazados y notablemente más canosos que el del mismísimo Charlie,
era algo realmente escalofriante de ver pero la gente pagaba buen dinero por
hacerlo, Conde se preocupaba de mantenerlo oculto bajo su abrigo tanto como le
era posible cuando no estaba sobre el escenario, ya casi nadie recordaba que
era un hombre completamente normal antes de firmar un contrato para el circo. La
visita era porque los muchachos habían atrapado a un hombre husmeando, queriendo
robar y lo tenían retenido esperando a ver que debían hacer con él. Cornelio
fue de inmediato, por el camino se encontró con la hermosa Beatriz Blanco, una
mujer cuya elasticidad ponía la piel de gallina, pero más que por ese talento
adquirido y por el contrato que había firmado, Beatriz estaba ahí por otro
motivo, tenía una hija que Cornelio necesitaba, la pequeña Sofía, una jovencita
menuda y flacucha, toda bondad cuya sola presencia era indispensable para
sostener el frágil equilibrio de ese mundo y sin la cual todo se derrumbaría
sin remedio, por lo que era cuidada por sobre todas las cosas y tratada como
una princesa. Ella era la luz, la bondad, la belleza, la pureza, todo lo que
mantenía a ese mundo estable, era la sal que evitaba que todo se pudriera de
una sola vez.
Eusebio y Eugenio Monje, los dos
hermanos gemelos que conducían los camiones, tenían sujeto a un tipo terriblemente
consternado, inofensivo y horriblemente famélico, solo se disculpaba acongojado
repitiendo una y otra vez que estaba hambriento, que no comía hace varios días
y que pensó que podía encontrar algo, casi lloraba arrepentido y volvía a
repetir que no pretendía hacer ningún daño, solo buscaba algo que echarle a las
tripas. Cornelio pidió que lo soltaran, no se trataba de un delincuente solo
era un hombre hambriento y ellos podían ayudarlo, pero no solo dándole qué
comer, sino dándole un trabajo, integrándolo a la familia que era el circo, “Nunca
más tendrás hambre…” le ofreció Cornelio Morris y el hombre se lanzó a sus pies
con lágrimas en los ojos por tal muestra de comprensión y bondad “…pero antes
debes hacer algo”. Minutos después estaban todos en la oficina y sobre el
escritorio un contrato, “Escúchame bien lo que te voy a decir…” dijo Cornelio al
hombre hambriento “…si firmas este contrato y aceptas trabajar para mí, nunca
más volverá a faltarte con que saciar tu apetito, porque haré que todo lo que
toques se convierta en alimento para ti, pero, debes hacerlo por tu entera decisión
y sin recibir presión de ningún tipo.” Terminó Morris reposando todo el peso de
su cuerpo sobre el respaldo de su asiento y entrelazando los dedos de sus
manos. El hombre famélico miraba humilde e incrédulo, buscando en su alrededor una
pista que le diera una pizca de seguridad para tomar la decisión correcta, si
se lo hubiesen ordenado para darle qué comer hubiese firmado sin pensarlo pero
como debía decidirlo, dudaba terriblemente, “¿Firmas o te vas? No te podemos
esperar toda la noche” dijo Conde en nombre de su jefe que no debía interferir y
fue el pequeño empujoncito que el hombre necesitaba para escribir su nombre
sobre la línea punteada, “Braulio Álamos” leyó Morris “En un par de semanas
serás Braulio el Robusto” y rió acompañado de todos los que estaban ahí
mientras Braulio pensaba que el lápiz en
su mano con el que acababa de firmar se veía apetitoso y lo devoraba de dos mordidas,
“Sáquenlo de aquí antes de que se coma mi escritorio” ordenó, y mientras los
gemelos se lo llevaban, el pobre Braulio se comía su propia camisa con un
apetito voraz. “La gente pagará bien por ver a un hombre comerse su basura”
dijo Cornelio satisfecho mientras servía dos vasos de licor y le ofrecía uno al
sonriente Charlie Conde.
León Faras
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