martes, 11 de febrero de 2014

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

I.

Era una noche fría y húmeda, una noche que recién comenzaba y ya nadie se animaba a salir de sus casas o del lugar que los cobijaba, ni siquiera los perros, hasta el viento se encontraba quieto e inerte esa noche en que llegó El Circo. Dos camiones enormes, de carrocerías abombadas con diminutas ventanillas y pomposos tapabarros entraron en la ciudad, sus focos redondos y sobresalidos iluminaban la solitaria oscuridad reflejándose en el pavimento húmedo, mientras arrastraban sin apuro altas cargas atadas en dos carros cada uno. Los dos vehículos entraron en un extenso sitio vallado destinado a las ferias y circos en la periferia de la ciudad donde se detuvieron. De las alturas de la cabina del primer camión descendió un hombre pequeño, delgado, y de cabello blanco, tenía la piel pálida e increíblemente fina, su aspecto era el de un anciano de no menos de ochenta años, bastante más de lo que su acta de nacimiento decía. Del segundo camión bajó otro hombre idéntico al primero, su hermano gemelo, este encendió un cigarrillo mientras el primero estiraba los huesos de su espalda y acomodaba las vertebras de su cuello, se miraron cansados, luego se hicieron una seña y por acto de magia todo comenzó a cobrar vida, el viento corrió entre los árboles, las aves volaron asustadas, los perros ladraron nerviosos, la llovizna comenzó a caerles encima y a mojarles los gruesos abrigos, y los hombres y mujeres que viajaban con ellos despertaron al unísono.

Cornelio Morris fue como siempre el primero en bajar, era el empresario dueño del circo que llevaba su nombre, apuraba al resto para comenzar a montar las instalaciones para comer y dormir y por supuesto el escenario, donde él presentaría sus atracciones. Vestía elegante aunque siempre era el mismo sucio y gastado traje, con abrigo y sombrero de copa, todo en tonos grises y negros. Lucía varias cadenas de oro en el cuello y ostentosos anillos en casi todos sus dedos, en el segundo camión tenía su oficina, ahí estaba su escritorio, su caja fuerte, el baúl con sus pocas pertenencias, su dinero y por supuesto su posesión más valiosa, los contratos de aquellos que trabajaban para él. Luego de poner todo en movimiento se encerró dentro a trabajar en sus cosas, unas horas después le golpeaban la puerta, fuera de su oficina estaba parado su horrible subalterno, Charlie Conde, el segundo al mando y una de las primeras atracciones del Circo de rarezas de Cornelio Morris, cargaba sobre su espalda una enorme joroba con forma de hombre acurrucado, el cual parecía dormir con su cabello y barba que crecían apelmazados y notablemente más canosos que el del mismísimo Charlie, era algo realmente escalofriante de ver pero la gente pagaba buen dinero por hacerlo, Conde se preocupaba de mantenerlo oculto bajo su abrigo tanto como le era posible cuando no estaba sobre el escenario, ya casi nadie recordaba que era un hombre completamente normal antes de firmar un contrato para el circo. La visita era porque los muchachos habían atrapado a un hombre husmeando, queriendo robar y lo tenían retenido esperando a ver que debían hacer con él. Cornelio fue de inmediato, por el camino se encontró con la hermosa Beatriz Blanco, una mujer cuya elasticidad ponía la piel de gallina, pero más que por ese talento adquirido y por el contrato que había firmado, Beatriz estaba ahí por otro motivo, tenía una hija que Cornelio necesitaba, la pequeña Sofía, una jovencita menuda y flacucha, toda bondad cuya sola presencia era indispensable para sostener el frágil equilibrio de ese mundo y sin la cual todo se derrumbaría sin remedio, por lo que era cuidada por sobre todas las cosas y tratada como una princesa. Ella era la luz, la bondad, la belleza, la pureza, todo lo que mantenía a ese mundo estable, era la sal que evitaba que todo se pudriera de una sola vez.


Eusebio y Eugenio Monje, los dos hermanos gemelos que conducían los camiones, tenían sujeto a un tipo terriblemente consternado, inofensivo y horriblemente famélico, solo se disculpaba acongojado repitiendo una y otra vez que estaba hambriento, que no comía hace varios días y que pensó que podía encontrar algo, casi lloraba arrepentido y volvía a repetir que no pretendía hacer ningún daño, solo buscaba algo que echarle a las tripas. Cornelio pidió que lo soltaran, no se trataba de un delincuente solo era un hombre hambriento y ellos podían ayudarlo, pero no solo dándole qué comer, sino dándole un trabajo, integrándolo a la familia que era el circo, “Nunca más tendrás hambre…” le ofreció Cornelio Morris y el hombre se lanzó a sus pies con lágrimas en los ojos por tal muestra de comprensión y bondad “…pero antes debes hacer algo”. Minutos después estaban todos en la oficina y sobre el escritorio un contrato, “Escúchame bien lo que te voy a decir…” dijo Cornelio al hombre hambriento “…si firmas este contrato y aceptas trabajar para mí, nunca más volverá a faltarte con que saciar tu apetito, porque haré que todo lo que toques se convierta en alimento para ti, pero, debes hacerlo por tu entera decisión y sin recibir presión de ningún tipo.” Terminó Morris reposando todo el peso de su cuerpo sobre el respaldo de su asiento y entrelazando los dedos de sus manos. El hombre famélico miraba humilde e incrédulo, buscando en su alrededor una pista que le diera una pizca de seguridad para tomar la decisión correcta, si se lo hubiesen ordenado para darle qué comer hubiese firmado sin pensarlo pero como debía decidirlo, dudaba terriblemente, “¿Firmas o te vas? No te podemos esperar toda la noche” dijo Conde en nombre de su jefe que no debía interferir y fue el pequeño empujoncito que el hombre necesitaba para escribir su nombre sobre la línea punteada, “Braulio Álamos” leyó Morris “En un par de semanas serás Braulio el Robusto” y rió acompañado de todos los que estaban ahí mientras Braulio  pensaba que el lápiz en su mano con el que acababa de firmar se veía apetitoso y lo devoraba de dos mordidas, “Sáquenlo de aquí antes de que se coma mi escritorio” ordenó, y mientras los gemelos se lo llevaban, el pobre Braulio se comía su propia camisa con un apetito voraz. “La gente pagará bien por ver a un hombre comerse su basura” dijo Cornelio satisfecho mientras servía dos vasos de licor y le ofrecía uno al sonriente Charlie Conde.


León Faras 

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